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Hace tiempo que lo estoy diciendo — remarcó Ondobirtre, que no había parado de beber coñac y estaba ahora pálido y malhumorado —. Pero todos creen que soy idiota.

Cuando el carruaje estaba llegando a Klinterden, el sol se acercaba ya al extremo oriental de Overland y la celebración de la noche breve en honor de Hallie estaba a punto de empezar.

Los vehículos y animales pertenecientes a los invitados estaba reunidos en el patio anterior a la casa, y varios niñas jugaban en el jardín amurallado. Hallie, el primero en saltar del carruaje, salió disparado a buscar a su madre. Dalacott fue tras él con paso más sereno; el dolor de su pierna había vuelto durante el largo trayecto en el carruaje. No le gustaban mucho las grandes fiestas y no tenía interés por los acontecimientos del resto del día, pero habría sido descortés por su parte no asistir a la fiesta de la noche. Estaba dispuesto que la aeronave militar lo recogiera al día siguiente para llevarlo de vuelta al cuartel federal del quinto ejército en Trompha.

Conna lo recibió con un caluroso abrazo cuando entró en la casa.

— Gracias por cuidar a Hallie — le dijo —. ¿Estuvo tan magnífico como asegura?

— ¡Absolutamente! Hizo una exhibición espléndida.

— Delacott estaba complacido de ver que ahora Conna parecía contenta y tranquila —. Le dio una buena lección a Gehate, de verdad.

— Me alegro. Ahora, recuerda lo que me prometiste en el desayuno. Quiero verte comer, nada de picotear esa comida tuya.

— El aire fresco y el ejercicio me han abierto el apetito — mintió Dalacott.

Dejó a Conna recibiendo a los tres testigos y se dirigió a la parte central de la casa, invadida por hombres y mujeres que charlaban animadamente en pequeños grupos. Agradecido de que nadie pareciese advertir su llegada, tomó un vaso de zumo de frutas de la mesa dispuesta para los niños y se acercó a una ventana. Desde aquel lugar privilegiado podía ver una gran extensión hacia el oeste, las tierras cultivadas que desaparecían de la vista tras unas pequeñas colinas verdeazuladas. Los campos de franjas mostraban una sucesión de seis colores, desde el verde pálido de las siembras recientes al amarillo oscuro de los cereales maduros listos para la cosecha.

Mientras observaba, las colinas y los campos más distantes brillaban de forma intermitente hasta que bruscamente se oscurecieron. La banda de penumbra producida por la sombra de Overland iba recorriendo el paisaje a la velocidad de su órbita, seguida de cerca por la negrura de su propia sombra. Sólo hizo falta una fracción de segundo para que la presurosa pared de oscuridad alcanzase y envolviese la casa. La noche breve había comenzado. Era un fenómeno que Dalacott no se cansaba nunca de contemplar. Sus ojos se adaptaron a las nuevas condiciones y en el cielo aparecieron, como si hubiesen brotado de golpe, estrellas, espirales de nebulosas y cometas. Se preguntó si sería posible, como algunos afirmaban, que existiesen otros mundos habitados girando alrededor de soles lejanos. En los viejos tiempos, el ejército le había absorbido demasiada energía mental para que pudiera meditar detenidamente sobre tales asuntos; pero en los últimos tiempos, le agradaba pensar que podrían existir infinidad de mundos y que en uno de ellos podría haber otro KoIkorron idéntico al que él conocía, excepto en una cosa. ¿Era posible que hubiese otro Land en donde sus seres queridos desaparecidos aún viviesen?

El olor evocativo de las velas y las lámparas de aceite recién encendidas trajo a sus pensamientos las pocas y preciadas noches que había pasado con Aytha Maraquine. Durante las horas embriagadas de pasión, Dalacott creía con absoluta certeza que superarían todas las dificultades, que saltarían por encima de todos los obstáculos que impedían su deseado matrimonio. Aytha, que ocupaba el puesto de esposa única, tendría que enfrentarse a la doble vergüenza de divorciarse de un marido enfermo y casarse superando una de las mayores divisiones sociales: la que separaba la clase militar de todas las demás. Él tendría que hacer frente a impedimentos similares, con el problema adicional de tener que divorciarse de Toriane, hija de un gobernador militar, arriesgando así su carrera.

Nada de eso disuadió a Dalacott de su ardiente propósito. Después se presentó la campaña de Padalian, que debía haber sido breve pero que se prolongó, manteniéndolo separado de Aytha casi un año. Luego llegó la noticia de que ella había muerto al dar a luz a un hijo varón. El primer impulso atormentado de Dalacott fue reclamar al chico como suyo, y, de esa forma, mantenerse fiel a Aytha, pero las voces más sensatas de la lógica y la serenidad intervinieron. ¿Qué sentido tenía ensuciar póstumamente el nombre de Aytha, perjudicando al mismo tiempo su carrera y trayendo la desgracia a su familia? Ni siquiera hubiera beneficiado al niño, Toller, a quien sería mejor dejar crecer en el ambiente agradable que le proporcionarían los parientes de su madre.

— Al final, Dalacott optó por la razón, sin tratar siquiera de ver a su hijo. Los años habían pasado rápidamente y su destreza le había deparado el rango de general. Ahora, en la última etapa de su vida, aquel episodio se le presentaba como un sueño y había perdido su poder de producirle dolor; excepto cuando en sus horas de soledad le asaltaban ciertas preguntas y dudas. A pesar de todos los contratiempos, ¿había intentado realmente casarse con Aytha? En el fondo de su conciencia ¿no se había sentido aliviado cuando la muerte hizo innecesario que tomase una decisión en un sentido o en otro? En resumen, ¿era él, el general Risdel Dalacott, el hombre que siempre había creído ser? ¿O era un…?

— ¡Aquí estás! — dijo Conna, acercándose con un vaso de vino de trigo que le colocó en la mano con decisión quitándole al mismo tiempo el zumo de frutas —. Deberías hablar con los invitados. Si no parecerá que te consideras demasiado famoso e importante como para tratarte con mis amigos.

— Lo siento — sonrió vagamente —. Cuanto más viejo me hago más evoco el pasado.

— ¿Pensabas en Oderan?

— Pensaba en muchas cosas.

Dalacott tomó un sorbo de vino y acompañó a su nuera para charlar con una sucesión de hombres y mujeres. Observó que muy pocos de ellos tenían relación con el ejército, posiblemente un indicio de los verdaderos sentimientos de Conna frente a la organización que se había llevado a su marido y ahora volcaba su atención hacia su hijo. Le resultaba bastante difícil mantener una conversación con aquellos desconocidos, y casi se sintió aliviado cuando anunciaron que se podía pasar a la mesa. Ahora tenía el deber de pronunciar un corto discurso formal sobre la mayoría de edad de su nieto; después intentaría pasar desapercibido. Caminó rodeando la mesa hasta la silla de alto respaldo que había sido adornada con flores de lanza en honor de Hallie. Entonces se dio cuenta de que hacía rato que no veía al chico.

— ¿Dónde está nuestro héroe? — preguntó un hombre —. ¡Que traigan al héroe!

— Debe de estar en su habitación — dijo Conna —. Iré a buscarlo.

Sonrió excusándose y abandonó la sala. Pasaron unos minutos hasta que volvió a aparecer por la puerta, y al hacerlo su cara estaba extrañamente inerte, congelada. Hizo una señala Dalacott y volvió a salir sin hablar. Él la siguió, tratando de convencerse a sí mismo de que la sensación glacial de su estómago no significaba nada, y recorrió todo el pasillo hasta el dormitorio de Hallie. El chico reposaba de espaldas sobre su pequeño lecho. Su rostro estaba encendido y cubierto de sudor, y sus miembros realizaban pequeños movimientos descoordinados.