No puede ser, pensó Dalacott, atónito, al acercarse al lecho. Miró a Hallie y vio el terror en sus ojos e inmediatamente comprendió que la agitación de sus brazos y piernas respondían a los intentos tenaces de moverse normalmente. ¡Parálisis y fiebre! No lo permitiré, gritó Dalacott en su interior, cayendo de rodillas. ¡No puede permitirse!
Colocó su mano sobre el delgado cuerpo de Hallie, justo bajo la caja torácica. Inmediatamente notó la delatadora hinchazón del bazo, y un lamento de angustia escapó de sus labios.
— Prometiste que cuidarías de él — dijo Conna con una voz apagada —. ¡Sólo es un niño!
Dalacott se levantó y la cogió por los hombros.
— ¿Hay algún médico aquí?
— ¿Para qué?
— Sé lo que parece, Conna, pero en ningún momento estuvo a menos de veinte pasos de una burbuja y ni siquiera hacía viento. — Escuchando su propia voz, Dalacott trataba de persuadirse a sí mismo de la evidencia de los hechos —. Además, hacen falta dos días para que se desarrolle la pterthacosis. Es imposible. Bueno, ¿dónde está el médico?
— Visigann — murmuró, escrutando su rostro en busca de alguna esperanza —. Iré a buscarlo.
Se dio la vuelta y salió corriendo del dormitorio.
— Te vas a poner bien, Hallie — le dijo Dalacott al arrodillarse de nuevo junto a la cama.
Usó el borde de la colcha para limpiar el sudor del rostro del chico y se quedó asombrado al comprobar que podía sentir el calor que irradiaba la piel sudorosa. Hallie alzó su mirada en silencio y sus labios temblaron cuando intentó sonreír. Dalacott advirtió que el garrote ballinniano reposaba sobre la cama. Lo cogió y lo colocó en la mano de Hallie apretando sus dedos crispados alrededor de la madera pulida, después le besó la frente. Alargó el beso, como intentando trasladar la pirexia devastadora a su propio cuerpo. Sólo al cabo de un rato se dio cuenta de dos hechos extraños: que Conna estaba tardando demasiado en volver con el doctor y que una mujer gritaba en la otra parte de la casa.
— Enseguida vuelvo, soldado — dijo. Se levantó, y totalmente aturdido fue hasta el comedor. Allí vio a los invitados reunidos alrededor de un hombre que yacía en el suelo.
El hombre era Gehate; y por su aspecto febril y el débil temblor de sus manos era evidente que se hallaba en estado avanzado de pterthacosis.
Mientras aguardaba que desatasen la aeronave, Dalacott metió la mano en el bolsillo y localizó aquel extraño objeto sin nombre que había encontrado años atrás a orillas del Bes-Undar. Su pulgar acarició en círculos la superficie de la pieza, ya lisa por las fricciones similares de tantos años, mientras intentaba asimilar la enormidad de lo que había ocurrido en los nueve días pasados. Las estadísticas poco añadieron a la angustia que minaba su espíritu.
Hallie había muerto al final de la noche breve de su entrada en la mayoría de edad. Gehate y Ondobirtre habían sucumbido a una nueva forma terrible de pterthacosis al final de ese día, y, a la mañana siguiente, encontró a la madre de Hallie muerta por la misma causa en su habitación. Ése fue el primer indicio de que la enfermedad era contagiosa, y las implicaciones continuaron reverberando en su cabeza cuando llegaron las noticias de la suerte de los que habían estado presentes en la celebración.
De unos cuarenta hombres, mujeres y niños que estuvieron en la villa, treinta y dos, incluyendo a todos los niños, murieron la misma noche. Y aún la marea de muerte no había agotado sus energías. La población de Klinterden y los alrededores se había reducido de unos trescientos a apenas sesenta en sólo tres días. Después de eso, el asesinó invisible pareció perder su virulencia y empezaron los entierros.
La barquilla de la aeronave se tambaleó inclinándose un poco al soltar las ataduras. Dalacott se acercó a una abertura de entrada y, sabiendo que sería la última vez, observó la imagen familiar de las casas de tejados rojos, los huertos y los campos estriados de cereales. Su aspecto plácido enmascaraba los cambios profundos que habían tenido lugar, al igual que su inalterado cuerpo ocultaba lo que había envejecido en nueve días.
La sensación de melancólica apatía y falta de optimismo era nueva para él, pero no tuvo ninguna dificultad en identificarla, porque, por primera vez, encontraba motivos para desear la muerte.
PARTE II — EL VUELO DE PRUEBA
Capítulo 6
La Estación de Investigación de Armamentos estaba situada en las afueras de Ro- Atabri, al suroeste, en el antiguo distrito industrial de los muelles Mardavan. La zona, debido a su bajo nivel, era ocasionalmente anegada por una corriente de agua contaminada que desembocaba en el Borann, por debajo de la ciudad. Siglos de utilización fabril convirtieron en estériles algunos sectores del suelo de los muelles Mardavan, mientras que en otros proliferaba una vegetación de extraños colores alimentada por filtraciones y secreciones, productos de antiguos pozos negros y montones de basura en descomposición. Las fábricas y los almacenes abundaban en el paisaje, conectados por inveterados senderos; y, medio escondidos entre ellos, se veían grupos de viviendas miserables por cuyas ventanas raramente entraba la luz.
La Estación de Investigación apenas se distinguía de las edificaciones situadas a su alrededor. Estaba compuesta por una serie de talleres indescriptibles, cobertizos y oficinas destartaladas de un solo piso. Incluso el despacho del director era tan mugriento que el típico diseño romboidal kolkorroniano de su enladrillado estaba casi totalmente oculto.
Toller Maraquine pensó que la Estación era un lugar demasiado deprimente para trabajar en él. Recordando el momento de su nombramiento, veía ahora lo infantil e ingenuo que había sido formándose una imagen sobre el desarrollo de la investigación de armamentos. Había imaginado, quizá, un prototipo de espada ligera cuyos filos eran probados por expertos espadachines, o arqueros asesorando meticulosamente la realización de arcos laminados o nuevos diseños de puntas de flecha.
Al llegar a los muelles, tardó sólo unas pocas horas en comprender que allí, bajo las órdenes de Borreat Hargeth, se realizaba poca investigación directa sobre armas. El nombre de la institución enmascaraba el hecho de que la mayor parte de los fondos se invertían en el intento de lograr materiales que pudieran sustituir al brakka en la fabricación de piezas y componentes de las máquinas. El trabajo de Toller consistía principalmente en mezclar distintas fibras y polvos de varios tipos de resinas y con ese producto moldear elementos de prueba. Le molestaba el fuerte olor de las resinas y la monotonía de su trabajo, sobre todo porque su intuición le decía que aquel proyecto era una pérdida de tiempo. Ninguno de los materiales compuestos en la Estación llegó a ser comparable al brakka, la sustancia más dura y resistente del planeta; y si la naturaleza había ofrecido un material ideal, ¿por qué buscar otro?
Sin embargo, dejando aparte algún gruñido ocasional a Hargeth, Toller trabajaba firme y concienzudamente, decidido a demostrar a su hermano que él era un miembro responsable de la familia. Su matrimonio con Fera tenía algo que ver con su nueva estabilidad, beneficio inesperado de una maniobra que únicamente había llevado a cabo para confundir a la mujer de su hermano. Ofreció a Fera matrimonio en el cuarto grado: temporal, no exclusivo, rescindible por el hombre en cualquier momento. Pero ella tuvo el valor de exigir el tercer grado, que lo ligaba a él durante seis años.
Desde entonces habían pasado más de cincuenta días, y Toller esperaba que Gesalla ya hubiese suavizado su actitud hacia él y Fera; pero si algo había ocurrido era que la relación triangular se había deteriorado más aún. Dos factores en contra eran el apetito desmesurado de Fera y su tendencia a la pereza, características ambas que ofendían a la austera y diligente Gesalla, pero Toller era incapaz de censurar a su mujer por negarse a enmendar sus costumbres. Reclamaba el derecho a ser la persona que siempre había sido, sin tener en cuenta que le disgustase a alguien, al igual que reclamaba su derecho a vivir en la casa de los Maraquine. Gesalla buscaba siempre un pretexto para que él tuviese que marcharse de la Casa Cuadrada, y él, por su parte, se negaba tercamente a establecerse en otro sitio.