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Un antedía en que Toller meditaba sobre su situación doméstica, preguntándose cuánto tiempo podría mantenerse el difícil equilibrio, vio a Hargeth entrar en el cobertizo donde él estaba pesando fragmentos de fibras de vidrio. Hargeth era un hombre inquieto y enjuto de unos cincuenta años, y todo en él (nariz, mentón, orejas, codos y hombros) parecía estar afilado. Ahora se encontraba más inquieto que nunca.

— Ven conmigo, Toller — dijo —. Nos hacen falta tus músculos.

Toller dejó a un lado la espátula.

— ¿Para qué me necesitan?

— Siempre te estás quejando de no poder trabajar en las máquinas de guerra. Ésta es tu oportunidad.

Hargeth lo condujo hasta una pequeña grúa portátil que habían montado en el campo, entre dos talleres. Era una estructura convencional de madera excepto porque las ruedas de los engranajes, que en una grúa corriente deberían ser de brakka, aquí eran de un material grisáceo producido en la Estación de Investigación.

— El gran Glo llegará pronto — dijo Hargeth —. Quiere hacer una demostración de estos engranajes ante uno de los inspectores financieros del príncipe Ponche, y hoy vamos a hacer una prueba preliminar. Quiero que compruebes los cables, engrases los engranajes cuidadosamente y llenes el depósito de contrapeso con — piedras.

— Hablaste de una máquina de guerra — dijo Toller —. Esto no es más que una grúa.

— Los ingenieros del ejército tienen que construir fortificaciones y levantar equipos pesados; así que es una máquina de guerra. Los contables del príncipe deben quedar satisfechos, si no perderemos las subvenciones. Ahora a trabajar; Glo estará aquí dentro de una hora.

Toller asintió y empezó a preparar la grúa. El sol estaba a medio camino de su ocultación diaria tras Overland, pero no soplaba viento alguno que aliviase el calor proveniente del lecho del río, y la temperatura crecía continuamente. Una cercana fábrica de curtidos sobrecargaba con sus vapores apestosos el aire ya enrarecido de la Estación. Toller soñaba con beber una buena jarra de cerveza fría, pero el barrio de los muelles sólo contaba con una taberna y su aspecto era tan repugnante que ni se le pasó por la cabeza enviar a un aprendiz por una muestra de su género.

Qué triste recompensa para una vida honesta, pensó, desconsolado. Al menos en Haffanger el aire era respirable.

Apenas había terminado de llenar la cesta de carga de la grúa cuando oyó el sonido de los arneses y los cascos. El elegante faetón rojo y anaranjado del gran Glo atravesó la entrada de la Estación y se detuvo ante la oficina de Hargeth, produciendo un efecto incongruente en aquel ambiente mugriento. Glo descendió de su vehículo y, durante un largo rato, comentó algo con el cochero, antes de volverse para saludar a Hargeth, que se había precipitado fuera para recibirlo. Los dos hombres conversaron en voz baja unos minutos; después, se acercaron a la grúa.

Glo sostenía un pañuelo junto a la nariz, y era evidente por sus intensos colores y una cierta solemnidad en su forma de andar que ya había tomado una dosis generosa de vino. Toller movió la cabeza manifestando una especie de respeto divertido por la obstinación con que Glo seguía conduciéndose hacia la incapacidad para desempeñar su cargo. Dejó de sonreír al darse cuenta de que unos trabajadores estaban murmurando algo con disimulo. ¿Por qué Glo no valoraba más su propia dignidad?

— ¡Tú por aquí, muchacho! — gritó Glo al ver a Toller —. ¿Sabes que me recuerdas más que nunca a mí mismo cuando era… hummm… joven? — Dio un codazo a Hargeth —. ¿Qué te parece ese espléndido cuerpo de hombre, Borreat? Así era yo.

— Muy bien, señor — replicó Hargeth, con apreciable indiferencia —. Estos engranajes son del conocido compuesto 18, así que los hemos probado a baja temperatura y los resultados son bastante esperanzadores, a pesar de que esta grúa es un modelo construido a escala. Estoy seguro de que vamos en buena dirección.

— Yo estoy seguro de que es cierto, pero déjame ver cómo funciona esta… hummm… cosa.

— Por supuesto.

Hargeth hizo una señala Toller y éste empezó a probar la grúa. Estaba diseñada para ser manejada por dos hombres, pero él era capaz de elevar la carga solo sin un esfuerzo excesivo. Dirigido por Hargeth, tardó unos minutos en hacer girar el brazo y demostrar la exactitud con que la máquina depositaba la carga. Puso cuidado en que la operación se desarrollara lo más suavemente posible, para evitar los golpes de avance de los dientes del engranaje, y la exhibición terminó con las partes móviles de la grúa en un estado aparentemente impecable. El grupo de asistentes de cálculo y trabajadores, que se habían reunido para observar, empezaron a dispersarse.

Toller estaba bajando la carga a su lugar original cuando, sin previo aviso, el trinquete que controlaba la bajada cortó varios dientes del retén principal produciendo un estruendo entrecortado. El cesto cargado se cayó ante el tambor del cable trabado y la grúa, con Toller todavía en los mandos, se tambaleó peligrosamente sobre su base. Estaba a punto de volcarse cuando uno de los trabajadores que observaba hizo contrapeso sobre una de las patas que comenzaba a alzarse, colocándola de nuevo contra el suelo.

— Felicidades — dijo Hargeth sarcásticamente cuando Toller salió de la estructura chirriante —. ¿Cómo lo has conseguido?

— Si no pueden inventar un material más resistente que esa bazofia rancia, no hay…

Toller se interrumpió al mirar detrás de Hargeth y ver que el gran Glo se había caído al suelo. Yacía con la cara apoyada contra un montículo de arcilla seca, aparentemente incapaz de moverse. Temiendo que Glo hubiese sido golpeado por algún diente volador del engranaje, Toller corrió y se arrodilló junto a él. Los ojos azul claro de Glo se volvieron hacia Toller pero su cuerpo pesado continuaba inerte.

— No estoy borracho — musitó Glo, hablando con un lado de la boca —. Sácame de aquí, muchacho; me parece que estoy a punto de morirme.

Fera Rivoo se adaptó bien a su nuevo estilo de vida en la Torre de Monteverde, pero de nada sirvieron las insistencias de Toller para persuadirla a montar un cuernoazul, ni siquiera uno de los pequeños cuernoblancos que generalmente eran preferidos por las mujeres. En consecuencia, cuando Toller salía de la casa a dar un paseo o simplemente a cambiar de aires, se veía obligado a ir andando. Caminar era una forma de ejercicio y de desplazarse por la que él sentía poco interés, porque era demasiado aburrida y forzaba a que los acontecimientos sucediesen con demasiada lentitud, pero para Fera era la única manera de moverse por los barrios de la ciudad, cuando no disponía de un carruaje.

— Tengo hambre — anunció al llegar a la plaza de los Navegantes, cerca del centro de Ro-Atabri.

— Claro — dijo Toller —, si ya ha pasado casi media hora desde tu segundo desayuno.

Dándole un fuerte codazo en las costillas, Fera le dedicó una expresiva sonrisa.

— ¿No quieres que conserve mi vitalidad?

— ¿Se te ha ocurrido pensar que en la vida existe algo más que sexo y comida?

— Sí, vino. — Entornó los ojos para protegerse del sol del antedía y examinó los puestos más cercanos — de vendedores de pasteles que rodeaban toda la plaza —. Creo que tomaré un pastel de miel y quizás un poco de vino blanco de Kail para regarlo.