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Sin dejar de protestar, Toller realizó la operación necesaria y ambos se sentaron en un banco frente a las estatuas de marinos ilustres del pasado del imperio. La plaza estaba delimitada por una mezcla de edificios públicos y comerciales, la mayoría de los cuales presentaban, en diversas muestras de albañilería y enladrillado, el tradicional diseño kolkorroniano de rombos ensamblados. Los árboles, en contrastadas etapas de su ciclo de maduración, y el colorido de los vestidos de los transeúntes, potenciaban el claroscuro de la luz solar. Una brisa que soplaba del oeste hacía el aire agradable y tonificante.

— Debo admitirlo — dijo Toller, bebiendo un poco del fresco vino —, esto es mucho mejor que trabajar para Hargeth. Nunca he entendido por qué los trabajos de investigación científica han de estar siempre asociados a esos malditos olores.

— ¡Pobre criatura delicada! — exclamó Fera, limpiándose una miga de su barbilla —. Si quieres saber lo que es una auténtica pestilencia, tendrías que trabajar en el mercado de pescado.

— No, gracias, prefiero quedarme donde estoy — respondió Toller.

Habían pasado veinte días desde el repentino ataque de la enfermedad del gran Glo, pero Toller continuaba agradecido por el cambio resultante de su situación y empleo. Glo padecía una parálisis que afectaba a la parte izquierda de su cuerpo y se había visto obligado a tomar un ayudante personal, preferiblemente de fuerte físico. Cuando ofrecieron a Toller el puesto, lo aceptó de inmediato y se trasladó con Fera a la espaciosa residencia de Glo en la ladera oeste de Monteverde. Este cambio, además de proporcionarle un grato alejamiento de los muelles de Mardavan, había resuelto la difícil situación en el de los Maraquine, y Toller intentaba esforzarse conscientemente por estar satisfecho. De vez en cuando se cernía sobre él una sombría inquietud, al comparar su existencia servil con el tipo de vida que hubiese preferido, pero era algo que siempre se guardaba para sí. Como aspecto positivo, Glo había resultado ser un jefe considerado, y en cuanto recobró un poco sus fuerzas y movilidad, sus demandas apenas ocuparon tiempo a Toller.

— Parece que el gran Glo está atareado esta mañana — dijo Fera —. Podría oír los castañeteos de ese luminógrafo desde donde quiera que vaya.

Toller asintió.

— Últimamente habla mucho con Tunsfo. Creo que está preocupado por los informes de las provincias.

— No va a haber una plaga, ¿verdad, Toller? — Fera se encogió de hombros con una expresión de asco, aumentando la hendidura de sus pechos —. No soporto tener personas enfermas a mi alrededor.

— No te preocupes. Por lo que he oído, no estarán mucho tiempo a tu alrededor. Unas dos horas parece ser el término medio.

— ¡Toller! — Fera le dirigió una mirada de reproche con la boca abierta, mostrando su lengua cubierta de una fina capa de pastel de miel.

— No tienes nada que temer — dijo Toller en tono tranquilizador, a pesar de que, según Glo, algo parecido a una plaga había aparecido simultáneamente en ocho lugares distantes entre sí. Los primeros informes fueron de brotes en las provincias palatinas de Kail y Middac; más tarde, en las regiones menos importantes y más remotas de Sorka, Merrill, Padale, Ballin, Yalrofac y Loongl. Después se había producido una tregua de seis días, y Toller sabía que las autoridades se aferraban a la esperanza de que el desastre fuese de naturaleza transitoria, que la enfermedad se hubiese extinguido por sí sola, que el núcleo de KoIkorron y la capital no llegasen a ser afectados. Toller podía entender sus sentimientos, pero no veía motivos para el optimismo. Si los pterthas habían incrementado su alcance y potencia letal hasta los pavorosos límites que sugerían las noticias, en su opinión debían emplear al máximo sus nuevas fuerzas. El respiro del que gozaba la humanidad podía significar que los pterthas se comportaban como un enemigo inteligente y despiadado, que después de haber tenido éxito al probar una nueva arma, se retira para reorganizarse y preparar una ofensiva mayor.

— Tendríamos que volver pronto a la Torre. — Toller acabó con el vino de su taza de porcelana y la colocó bajo el banco para que el vendedor la recogiese —. A Glo le gusta bañarse antes de la noche breve.

— Me alegro de no tener que ayudarle.

— A su manera es valiente. Yo no creo que pudiera soportar la vida de un inválido, pero a él todavía no le he oído quejarse una sola vez.

— ¿Por qué sigues hablando de enfermedades cuando sabes que no me gusta? — Fera se levantó y sacudió las migajas de su vestido —. Pasearemos por las Fuentes Blancas, ¿verdad?

— Sólo unos minutos.

Toller cogió del brazo a su esposa y ambos cruzaron la plaza de los Navegantes y recorrieron la bulliciosa avenida que conducía a los jardines municipales. Las fuentes esculpidas en el níveo mármol de Padale llenaban el aire de una frescura agradable. Grupos de personas, algunas acompañadas de niños, se paseaban entre las islas de brillante follaje y sus risas ocasionales acentuaban la idílica tranquilidad del escenario.

— Supongo que esto puede considerarse como el compendio de la vida civilizada — dijo Toller —. El único error, según mi modo de ver, es que es demasiado…

Dejó de hablar al oír el timbre ronco de una trompa procedente de un tejado cercano, que rápidamente fue secundado por otros en zonas más alejadas.

— ¡Pterthas! — Toller alzó la vista al cielo.

Fera se acercó a él.

— No es cierto, ¿verdad, Toller? No van a venir a la ciudad.

— Será mejor que nos pongamos a cubierto en cualquier caso — dijo Toller, arrastrándola hacia los edificios del lado norte de los jardines.

Todo el mundo escudriñaba el cielo; pero, tal era el poder de la convicción y el hábito, sólo unos pocos corrieron a guarecerse. El ptertha era un enemigo natural implacable, pero hacía tiempo que se había alcanzado el equilibrio y la propia existencia de la civilización estaba dictada por los patrones de comportamiento de los pterthas que se habían mantenido constantes y previsibles. Era bastante impensable que las burbujas, ciegamente malignas, realizasen un cambio súbito en sus hábitos. En ese aspecto Toller coincidía con la gente que le rodeaba; pero las noticias de las provincias habían implantado en las conciencias la semilla de una profunda inquietud. Si los pterthas podían cambiar en un sentido, ¿por qué no en otros?

Una mujer gritó a la izquierda de Toller a cierta distancia y ese sonido inarticulado le sumergió en pensamientos abstractos en lugar de alarmarlo. Miró en la dirección del grito y vio a un ptertha descender por el haz luminoso del sol. El globo púrpura y azulado se hundió en una zona llena de gente, en el centro de los jardines, y los hombres empezaron a gritar también, superponiéndose al continuo bramido de las trompas de alarma. El cuerpo de Fera se estremeció como si se tratara del último segundo de su vida.

— ¡Vamos! — gritó Toller, agarrando su mano y corriendo a toda velocidad hacia las peristiladas casas consistoriales de la parte norte. En su apurada carrera por terreno descubierto ni siquiera tuvo tiempo de volverse para localizar a otros pterthas, pero ya no era necesario buscar las burbujas. Se podían ver fácilmente, flotando entre los tejados, cúpulas y chimeneas a plena luz del sol.

A pocos ciudadanos del imperio kolkorroniano les sería factible asegurar que nunca habían tenido una pesadilla en la que eran alcanzados por un enjambre de pterthas y, en la hora siguiente, Toller no sólo vivió la pesadilla con toda su viveza sino que conoció límites insospechados del espanto. Exhibiendo su nueva intrepidez aterradora, los pterthas descendían a la altura de las calles por toda la ciudad, silenciosos y trepidantes, invadiendo jardines y recintos, rodeando lentamente las plazas públicas, acechando tras las arcadas y columnatas. Iban siendo aniquilados por el tumulto aterrado de la muchedumbre, y en este aspecto las pesadillas de siempre no coincidían ya con la realidad. Toller comprendió, con una certeza muda y desoladora, que los invasores representaban a una nueva especie de pterthas.