A pesar de su curiosidad por el motivo de la visita de Hlawnvert, Toller se sintió obligado a alejarse, para disociarse del abyecto comportamiento de Sisstt. Cuando estaba a punto de hacerlo, un tripulante de cabeza rapada, con la insignia blanca de teniente, pasó rozándolo y se dirigió a Hlawnvert.
— La tripulación está lista para su inspección, señor — dijo con voz que denotaba eficiencia.
Hlawnvert asintió y dirigió la mirada a la fila de hombres de camisas amarillas, que esperaban junto a la nave.
— ¿Cuántos han tenido contacto con el polvo?
— Sólo dos, señor. Hemos tenido suerte.
— ¿Suerte?
— Quiero decir, señor, que si no fuera por su gran habilidad, nuestras pérdidas habrían sido mucho mayores.
Hlawnvert asintió de nuevo, con gesto complacido.
— ¿Quiénes han sido?
— Pouksale y Lague, señor — dijo el teniente —. Pero Lague no lo admite.
— ¿Se ha comprobado el contacto?
— Lo vi yo mismo, señor. El ptertha estaba solo a un paso de él cuando explotó. Tragó el polvo.
— Entonces, ¿por qué no lo confiesa abiertamente como un hombre? — dijo Hlawnvert irritado —. Un solo pusilánime como ése puede trastornar a toda la tripulación.
Con el ceño fruncido, miró hacia los hombres que esperaban; después, se volvió hacia Sissn.
— Tengo un mensaje para usted del gran Glo, pero hay ciertas formalidades que debo atender antes. Usted esperará aquí.
El color se esfumó del rostro de Sisstt.
— Capitán, sería mejor que le recibiera en mi despacho. Además, tengo algo urgente…
— Usted esperará aquí. — Le interrumpió Hlawnvert, apoyando con fuerza un dedo contra su pecho y haciendo que el hombrecillo se tambalease —. Será beneficioso para usted conocer qué daños ha causado la polución del cielo.
Pese al desprecio que sentía por el comportamiento de Sisstt, Toller empezó a desear intervenir de algún modo para acabar con aquella humillación, pero existía un protocolo estricto que regía tales asuntos en la sociedad kolkorroniana. Tomar partido por alguien en un enfrentamiento sin haber sido invitado, constituía una injuria adicional, porque implicaba que el defendido era un cobarde. Guardando las formas en lo posible, cuando el capitán se dio la vuelta para dirigirse a la nave, Toller permaneció en su sitio interrumpiéndole el paso. Pero el desafío implícito pasó inadvertido. Hlawnvert lo esquivó, volviendo su rostro hacia el cielo, donde el sol se acercaba a Overland.
— Acabemos con este asunto antes de que llegue la noche breve — dijo Hlawnvert a su teniente —. Ya hemos perdido demasiado tiempo aquí.
— Sí, señor.
El teniente marchó precediéndolo hacia los hombres, alineados al abrigo de la aeronave que se agitaba continuamente, y alzó la voz.
— Den un paso al frente todos aquellos que tengan motivos para creer que pronto serán incapaces de cumplir con sus obligaciones.
Tras un momento de duda, un joven de cabello oscuro dio dos pasos al frente. Su cara triangular estaba tan pálida que casi parecía luminosa, pero su postura era firme e indicaba que mantenía el control de sí mismo. El capitán Hlawnvert se acercó y colocó sus manos sobre los hombros del joven.
— Tripulante Pouksale — dijo con calma —, ¿ha inhalado el polvo?
— Así es, señor.
La voz de Pouksale era triste, resignada.
— Usted ha servido a su país con valentía y honestidad, y su nombre llegará hasta el rey. Ahora, ¿prefiere la Vía Brillante o la Vía Oscura?
— La Vía Brillante, señor.
— Buen chico. Completaremos su sueldo, como si hubiera llegado hasta el final del viaje, y será enviado a sus parientes más cercanos. Puede retirarse.
— Gracias, señor.
Pouksale saludó y dio la vuelta alrededor de la barquilla de la aeronave, hasta la parte más alejada. Se colocó allí, oculto a la mirada de sus anteriores compañeros, de acuerdo a la costumbre, pero el verdugo que se acercó hasta él, fue claramente visto por Toller, Sisstt y muchos de los trabajadores del pikon situados a lo largo de la costa. La espada del verdugo era grande y pesada, y su hoja de madera de brakka totalmente negra, sin las incrustaciones de esmalte con que normalmente se decoraban las armas kolcorronianas.
Pouksale se arrodilló sumisamente. Apenas habían tocado el suelo sus rodillas, cuando el verdugo, actuando con misericordiosa prontitud, lo despachó por la Vía Brillante. El escenario que se desplegaba ante Toller, de amarillo ocre y sombras azuladas, tenía ahora un punto focal rojo vivo.
Al flotar en el aire el sonido de la muerte, un murmullo de inquietud recorrió la fila de hombres. Varios de ellos alzaron los ojos para contemplar Overland y el apenas perceptible movimiento de sus labios revelaba que estaban deseando al alma de su compañero muerto un buen viaje hasta el planeta hermano. Pero, sin embargo, la mayoría miraban tristemente hacia el suelo. Habían sido reclutados en las bulliciosas ciudades del imperio, donde existía un considerable escepticismo hacia las enseñanzas de la Iglesia de que las almas de los hombres eran inmortales y alternaban eternamente entre Land y Overland. Para ellos, la muerte significaba muerte; no un agradable paseo por el místico Camino de las Alturas que unía los dos mundos. Toller oyó un tenue sonido ahogado a su izquierda y, al volverse, vio a Sisstt tapándose la boca con ambas manos. El jefe de la estación estaba temblando y daba la sensación de que iba a desmayarse en cualquier momento.
— Si se cae nos llamarán viejas — susurró Toller ferozmente —. ¿Qué le pasa?
— Esta barbarie… — Las palabras de Sisstt apenas se entendían —. Esta terrible barbarie… ¿Qué esperanza nos queda?
— El tripulante eligió; e hizo lo que debía hacer.
— Usted no es mejor que…
Sisstt dejó de hablar al oír el alboroto que había estallado junto a la nave. Dos tripulantes agarraban a un tercero por los brazos y, a pesar de sus forcejeos, lo arrastraron hasta Hlawnvert. El prisionero era alto y delgado, con una incongruente barriga redonda.
— …no pudo verme, señor — gritaba —. Yo estaba en la dirección contraria al viento, por eso el polvo no me llegó. Lo juro, señor; no he tragado el polvo.
Hlawnvert apoyó las manos sobre sus anchas caderas y miró hacia el cielo durante un momento, denotando su escepticismo; después habló.
— Tripulante Lague, las ordenanzas me exigen que acepte su declaración. Pero deje que le aclare la situación en que se encuentra. No se le volverá a ofrecer la Vía Brillante. A los primeros síntomas de fiebre o parálisis será arrojado por la borda. Vivo. Su paga por todo el viaje será retenida y su nombre se eliminará del registro real. ¿Entiende estos términos?
— Sí, señor. Gracias, señor.
Lague trató de arrojarse a los pies de Hlawnvert, pero los hombres de los lados se lo impidieron.
— No hay por qué preocuparse, señor; no he tragado el polvo.
A una orden del teniente, los dos hombres soltaron a Lague y éste, con lentitud, volvió caminando para unirse a la fila. Los hombres alineados se apartaron para hacerle un sitio, dejando un espacio mayor de lo necesario, creando una barrera intangible. Toller supuso que Lague encontraría poco consuelo en los próximos dos días, el tiempo necesario para que se mostraran los primeros efectos del veneno ptertha.