— ¡Maldito vidrio! — exclamó Prad, golpeando la cúpula transparente que encerraba el balcón —. Me gustaba tomar él fresco aquí de noche. Ahora apenas puedo respirar.
— Si no estuviese el vidrio, no podría respirar en absoluto. — Leddravohr señaló a un grupo de pterthas que atravesaron la imagen resplandeciente de Overland. El sol se había puesto y ahora el planeta hermano entraba en la fase de su máxima iluminación, proyectando su luz sobre las regiones septentrionales de la ciudad, la bahía de Arle y las profundas extensiones añiles del golfo de Tronom. La luz era suficiente para leer y se iría incrementando a medida que Overland, avanzando con la misma rotación que Land, llegase a la posición opuesta al sol. Aunque el cielo sólo había adquirido un tono azulado ligeramente oscuro, las estrellas, algunas de las cuales brillaban incluso a plena luz del día, formaban dibujos deslumbrantes desde el borde de Overland hasta el horizonte.
— Malditos sean también los pterthas — añadió Prad —. ¿Sabes?, hijo, una de las mayores tragedias de nuestro pasado es que nunca supimos de dónde vinieron las burbujas. Si su origen está en algún lugar de la atmósfera superior, en otro tiempo habría sido posible localizarlas y exterminarlas allí mismo. Pero ahora ya es demasiado tarde.
— ¿Y tu vuelta triunfal de Overland, atacando a los pterthas desde arriba?
— Quiero decir que es demasiado tarde para mí. La historia sólo me recordará por el viaje.
— Ah, sí; la historia — dijo Leddravohr, sin entender la preocupación de su padre por la falsa y descolorida inmortalidad que ofrecían los libros y los monumentos funerarios. La vida era algo transitorio, imposible de alargar más allá de su fin natural, y el tiempo que se perdía con ello era un despilfarro de los mismos bienes que se pretendía preservar. Leddravohr pensaba que la única forma de engañar a la muerte, o al menos de reconciliarse con ella, era lograr cualquier ambición y estado, cualquier apetencia, para que cuando llegase el momento, se le despojase de algo más que de una calabaza vacía.
Su ambición dominante era extender su futuro reinado hasta cualquier rincón de Land, incluido Chamteth, pero ahora esto le era negado por una conspiración del destino. En su lugar, se encontraba con la perspectiva de un vuelo peligroso y antinatural por el cielo, seguido por lo que no excedería a una vida tribal en un planeta desconocido. Estaba furioso por ello, lleno de una rabia devoradora como nunca había experimentado, y alguien debería pagar…
Prad bebió pensativamente su vino.
— ¿Has preparado todos tus despachos?
— Sí; los mensajeros saldrán con las primeras luces. — Leddravohr había pasado todo el tiempo libre que tuvo después de la reunión, redactando órdenes para los cinco generales que quería en su estado mayor —. Llevan instrucciones para que se pongan a trabajar de inmediato, de modo que muy pronto tendremos una compañía escogida.
— Creo que has elegido a Dalacott.
— Sigue siendo el mejor táctico que tenemos.
— ¿No crees que la edad puede haberlo ablandado? — dijo Prad —. Ya debe andar por los setenta, y estar en Kail cuando estalló la plaga no debió de hacerle mucho bien. ¿No perdió una hija y un nieto el primer día?
— Algo así — replicó Leddravohr con indiferencia —. Sin embargo todavía es un hombre saludable. Todavía vale.
— Debe de haber conseguido la inmunidad. — El rostro de Prad se iluminó al pasar rápidamente a otro de sus temas de conversación —. Glo me envió a principio de año unos datos estadísticos muy interesantes. Fueron elaborados por Maraquine. Mostraban que la incidencia de muertes a causa de la plaga en el personal militar, que uno esperaría que fuese alta a causa de su frecuente exposición, era en realidad algo menor que en la población civil. Y, significativamente, los soldados y tripulantes aéreos que llevan mucho tiempo de servicio son los menos predispuestos a sucumbir. Maraquine sugirió que después de tantos años de presenciar matanzas de pterthas, absorbiendo partículas minúsculas del polvo, podían haber preparado su cuerpo para resistir a la pterthacosis. Es una idea atrayente.
— Padre, es una idea completamente inútil.
— Yo no diría eso. Si la descendencia de hombres y mujeres inmunes fuese también inmune, desde el nacimiento, podría crearse una nueva raza para la que las burbujas no fuesen un peligro.
— ¿Y qué ventajas tendría eso para ti y para mí? — dijo Leddravohr, llevando la conversación a su propio terreno —. Ningunas por lo que a mí respecta, Glo y Maraquine y toda su casta son un mero adorno del que podemos prescindir perfectamente. Ansío que llegue el día en que…
— ¡Basta! — De repente su padre volvió a ser el rey Prad Neldeever, soberano de imperio de Kolkorron, alto y erguido, con su terrible ojo ciego y su igualmente aterrador ojo vidente, que sabía todo lo que Leddravohr hubiese deseado mantener en secreto —. Nuestra casa no será recordada por haber vuelto la espalda al saber. Me darás tu palabra de que no harás ningún daño a Glo ni a Maraquine.
Leddravohr se encogió de hombros.
— Tienes mi palabra.
— Fácilmente accedes. — El padre miró al hijo con fijeza durante un rato, insatisfecho; luego dijo —: Ni tocarás al hermano de Maraquine, el que asiste al gran Glo.
— ¡Qué estupidez! Tengo cosas más importantes en que ocupar mi cabeza.
— Lo sé. Te he concedido poderes sin precedentes porque tienes las cualidades necesarias para poder llegar con éxito hasta el final, y no puede abusarse de ese poder.
— No te preocupes, padre — protestó Leddravohr, riendo para disimular su resentimiento al ser amonestado como un niño testarudo —. Mi intención es tratar a los filósofos con todas las consideraciones que merecen. Mañana iré a Monteverde a pasar dos o tres días, para aprender todo lo que necesito saber sobre naves espaciales; y si te preocupas de hacer averiguaciones, te enterarás que no voy a excederme en nada que no sea cortesía y amor.
— No exageres. — Prad acabó su copa, la apoyó sobre la ancha balustrada de piedra y se dispuso a salir —. Buenas noches, hijo. Y recuerda, el futuro aguarda.
En cuanto el rey desapareció, Leddravohr cambió su vino por un vaso de fuerte coñac padaliano y volvió al balcón. Se sentó en un sofá de cuero y observó en silencio el cielo de la parte sur, donde los grandes cometas rasgaban los campos de estrellas. ¡El futuro aguarda! Su padre continuaba acariciando la idea de pasar a la historia como otro rey Bytran, negándose a ver la posibilidad de que ya no hubiese historiadores que recogieran sus hazañas. La historia de Kolkorron se dirigía hacia un extraño e ignominioso fin, justo cuando debería haber entrado en su era más gloriosa.
Y yo soy quien más pierde, pensó Leddravohr. Ya nunca seré un verdadero rey.
Mientras continuaba bebiendo coñac y la noche se volvía más brillante, le asaltó la idea de que había una anomalía en el contraste entre su actitud y la de su padre. El optimismo era la prerrogativa de la juventud, y sin embargo el rey miraba el futuro con confianza; el pesimismo era un rasgo de la vejez, y sin embargo era Leddravohr quien estaba melancólico y preso de sombríos presagios. ¿Por qué?
¿Estaba su padre demasiado atrapado por el entusiasmo hacia todo lo científico, como para darse cuenta de que la migración era imposible? Leddravohr repasó sus recuerdos y se vio obligado a descartar esa teoría. En algún momento de la reunión lo habían convencido los dibujos, gráficos y listas de números, y ahora creía realmente que una nave espacial podría llegar al planeta gemelo. ¿Cuál era entonces la causa oculta del malestar que invadía su espíritu? El futuro no parecía del todo negro, al fin y al cabo. Para empezar, estaba la guerra final contra Chamteth.