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— ¿Por qué habría de dejarme? — dijo Toller, con perplejidad creciente —. Si es así, es así.

— Sí, pero ¿por qué exactamente tres? Esto y el hecho de que tenemos doce dedos hace que las operaciones de cálculo sean absurdamente sencillas. Parece un obsequio involuntario de la naturaleza.

— Pero… pero así es. ¿De qué otra forma podría ser?

— Ahora te estás aproximando al tema del ensayo. Puede haber algún otro… lugar… donde la proporción sea de tres y un cuarto, o quizá sólo de dos y medio. De hecho, no hay ninguna razón por la que no deba haber algún número totalmente irracional que diese dolores de cabeza a los matemáticos.

— ¿Algún otro lugar? — dijo Toller —. ¿Quieres decir otro planeta? ¿Como Farland?

— No. — Lain le dirigió una mirada que era franca y enigmática a la vez —. Me refiero a otra totalidad; donde las leyes físicas y las constantes difieran de las que nosotros conocemos.

Toller observó fijamente a su hermano, intentando atravesar la barrera que se había interpuesto entre ellos.

— Todo eso es muy interesante — dijo —. Ahora entiendo por qué has necesitado tanto tiempo para el ensayo.

Lain se rió ruidosamente y dio la vuelta al escritorio para abrazar a su hermano.

— Te quiero, hermanito.

— Yo también.

— ¡Bueno! Deseo que tengas esto presente cuando llegue Leddravohr. Yo soy un pacifista comprometido, Toller, y me abstengo de todo tipo de violencia. El hecho de que no pueda competir con Leddravohr es irrelevante; me comportaría de la misma manera si nuestras fuerzas y nuestra posición social estuviesen invertidas. Leddravohr y su clase son parte del pasado, mientras que nosotros representamos el futuro. Así que quiero que me jures que ante cualquier insulto que me dirija, te mantendrás alejado y dejarás que yo maneje mis propios asuntos.

— Ahora soy otra persona — afirmó Toller, retrocediendo —. Además, puede que Leddravohr esté de buen humor.

— Quiero tu palabra, Toller.

— La tienes. Además, por mi propio interés me conviene estar del lado de Leddravohr si quiero ser piloto de una nave espacial. — Toller se sobresaltó tardíamente por el contenido de sus propias palabras —. Lain, ¿cómo hablamos de todo esto con tanta tranquilidad? Nos acaban de decir que el mundo que nosotros conocemos está llegando a su fin… y que algunos de nosotros tenemos que intentar llegar a otro planeta… sin embargo, nos comportamos como si fuese un asunto corriente, como si todo fuera normal. No tiene sentido.

— Es una reacción más natural de lo que tú te crees. Y no olvides que el vuelo de migración es sólo una posibilidad en esta fase; puede que nunca se produzca.

— La guerra con Chamteth sí se producirá.

— Eso es asunto del rey — dijo Lain, adquiriendo repentinamente un tono brusco —. A mí no me deben involucrar. Ahora tengo que seguir con mi trabajo.

— Debo ir a ver como le va a mi señor.

Mientras Toller recorría el pasillo hacia la escalera principal, volvió a preguntarse por qué Leddravohr habría elegido ir a la Casa Cuadrada en lugar de visitar a Glo en la Torre de Monteverde, que era mucho más espaciosa. El mensaje del luminógrafo había anunciado erróneamente que los príncipes Leddravohr y Chakkell llegarían antes de la noche breve para dar las instrucciones técnicas iniciales, y el débil Glo se había visto obligado a viajar para encontrarse con ellos. Ya era bien entrado el postdía y Glo debería estar empezando a cansarse, con sus fuerzas aún más debilitadas por el intento de ocultar su invalidez.

Toller descendió al vestíbulo de entrada y penetró en la sala donde había dejado a Glo provisionalmente al cuidado de Fera. Los dos mantenían una relación cordial favorecida, según Toller sospechaba por el humilde origen y el comportamiento desenvuelto de ella, aunque esto pudiera sugerir lo contrario. Era otra de las pequeñas frivolidades de Glo, una manera de recordar a los que estaban a su alrededor que era algo más que un filósofo ermitaño.

Estaba sentado ante una mesa leyendo un librito y Fera permanecía de pie junto a una ventana mirando hacia el intrincado mosaico del cielo. Llevaba un sencillo vestido de batista de color verde claro que resaltaba su figura escultural.

Se volvió al oír entrar a Toller y dijo:

— Me aburro aquí. Quiero ir a casa.

— Creí que querías ver de cerca a un príncipe auténtico.

— He cambiado de idea.

— Están a punto de llegar — dijo Toller —.,¿Por qué no haces como mi señor y te entretienes leyendo?

Fera contestó silenciosamente, formando con los labios palabras maldicientes para que no cupiese la menor duda de lo que pensaba del consejo.

— No estaría tan mal si hubiese algo que comer — dijo en voz alta.

— ¡Pero si hace menos de una hora que has comido! — Toller lanzó una mirada crítica a su mujer —. No me extraña que estés engordando.

— ¡No estoy engordando!

Fera contrajo rápidamente el vientre y el estómago. Toller la observó con cariñosa estima. Con frecuencia, se preguntaba cómo era posible que Fera, a pesar de su apetito y su costumbre de pasarse días enteros tendida en la cama, tuviese exactamente el mismo aspecto que dos años antes. El único cambio apreciable era que su diente partido había empezado a volverse gris. Ella dedicaba mucho tiempo a frotarlo con esmero con un polvo blando comprado en el mercado de Samlue, que se suponía contenía perlas trituradas.

El gran Glo levantó la vista de su libro, reavivando momentáneamente su cara marchita.

— Llévate a esta mujer arriba — le dijo a Toller —. Eso es lo que yo haría si fuese cinco años más joven.

Fera entendió perfectamente su insinuación y respondió siguiéndole la corriente.

— Ojalá fuese usted cinco años más joven, señor. El solo hecho de subir las escaleras ya acabaría con mi marido.

Glo profirió una exclamación de complacencia.

— En ese caso lo haremos aquí mismo — dijo Toller.

Dio un salto, abrazó a Fera y la atrajo hacia sí simulando pasión. Había un elemento sexual indiscutible en la actitud de ambos, pero la relación establecida entre los tres era tal, que más podía interpretarse como una de las frecuentes payasadas comunes entre amigos y compañeros. Sin embargo, tras unos segundos de estrecho abrazo, Toller sintió que Fera se apretaba contra él sugiriendo claramente su auténtico propósito.

— ¿Todavía puedes usar tu antiguo dormitorio? — le susurró rozándole la oreja con los labios —.Empieza a apetecerme…

De repente dejó de hablar aunque continuó abrazada, al darse cuenta de que alguien había entrado en la habitación. El se volvió y vio a Gesalla Maraquine observando con frío desdén; la expresión normal que parecía tener reservada para él. Su fino vestido negro resaltaba su delgadez. Era la primera vez que se encontraban desde hacía casi dos años y le llamó la atención el hecho de que, al igual que Fera, no hubiese cambiado en ningún aspecto significativo. Los trastornos asociados a su segundo embarazo, los cuales le habían hecho prescindir de la comida de la noche breve, habían añadido a sus rasgos pálidos una dignidad casi sobrenatural, que de alguna forma hizo que Toller se sintiera marginado de todo lo importante de la vida.

— Buen postdía, Gesalla — dijo —. Veo que no has perdido tu habilidad para aparecer justo en el peor momento.

Fera se libró de sus brazos, Toller sonrió y miró a Glo, esperando su apoyo moral, pero éste, divirtiéndose en su interior, fijó la vista en su libro y fingió estar absorto y ajeno a lo que Toller y Fera estuviesen haciendo.

Gesalla escrutó con sus ojos grises a Toller mientras pensaba si valía la pena responder. Después los fijó en el gran Glo.