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El capitán Hlawnvert saludó a su teniente entregándole el mando y de nuevo subió por la ladera hasta donde estaban Sisstt y Toller. Por encima de los rizos de su barba se apreciaban muestras de sofoco, y las manchas de sudor de su chaleco se habían agrandado. Levantó la vista hacia la alta cúpula del cielo, donde el borde oriental de Overland había empezado a iluminarse al ir escondiéndose el sol detrás, e hizo un gesto de impaciencia, como ordenando al sol que desapareciera más deprisa.

— Hace demasiado calor para esta clase de contratiempos — gruñó —. Tengo que recorrer un largo camino y la tripulación estará inservible hasta que ese cobarde de Lague sea eliminado. Deberán cambiarse los reglamentos de seguridad si esos nuevos rumores no desaparecen pronto.

— Ah… — exclamó Sisstt con un sobresalto, tratando de mantener la compostura —. ¿Nuevos rumores, capitán?

— Se comenta que ciertos soldados murieron en Sorka por tocar víctimas de los pterthas.

— Pero la pterthacosis no es contagiosa.

— Lo sé — dijo Hlawnvert —. Sólo un cretino pusilánime pensaría dos veces en ello, pero eso es lo que está haciendo la tripulación ahora. Pouksale era uno de los pocos hombres de confianza; y lo hemos perdido por culpa de su maldita neblina.

Toller, que había estado observando los pormenores del entierro de los restos de Pouksale, se sintió nuevamente molesto ante la repetición de la acusación y la complacencia de su jefe.

— No debe seguir culpando a nuestra neblina, capitán — dijo, dirigiendo una significativa mirada a Sisstt —. Nadie con autoridad está discutiendo los hechos.

Hlawnvert se volvió hacia él súbitamente.

— ¿Qué quiere decir?

Toller le dedicó una breve y amable sonrisa.

— Quiero decir que todos vimos claramente lo ocurrido.

— ¿Cuál es su nombre, soldado?

— Toller Maraquine; y no soy soldado.

— Usted no es… — La mirada furiosa de Hlawnvert se transformó en una maliciosa burla — ¿Qué es esto? ¿Qué tenemos aquí?

Toller permaneció impasible ante la mirada del capitán que tomaba nota de los aspectos anómalos de su apariencia: cabello largo y ropas grises de filósofo combinados con una altura y una musculatura típicas de guerrero. La espada que portaba también lo distinguía del resto de su familia. Sólo el hecho de que no presentase cicatrices ni tatuajes lo diferenciaba físicamente de los corpulentos militares.

También él examinó a Hlawnvert, incrementando su hostilidad al seguir el proceso de los pensamientos claramente reflejados en el sonrojado rostro del capitán. Hlawnvert no hubiera sido capaz de ocultar su temor ante una posible acusación de negligencia y ahora se tranquilizaba al comprobar que estaba a salvo. Una simple alusión a la estirpe de su rival era toda la defensa que necesitaría en la jerarquía de Kolkorron, fundamentada en el linaje. Sus labios formaron una mueca mientras intentaba escoger entre la multitud de sarcasmos que tenía a mano.

Adelante, pensó Toller, proyectando el mensaje mudo con toda la fuerza de su ser. Di las palabras que acabarán con tu vida.

Hlawnvert dudó, como si presintiera el peligro, y nuevamente la correlación de sus pensamientos se vio con claridad. Quería humillar y desacreditar al advenedizo de dudoso abolengo que había osado contradecirle, pero sin que implicase un riesgo importante. Y pedir ayuda sería un paso para convertir un hecho trivial en un serio incidente, que podría llamar la atención precisamente sobre el asunto que deseaba ocultar. Al fin, decidió su táctica y forzó una risita.

— Si usted no es soldado, debería tener cuidado llevando esa espada — dijo jovialmente — Podría sentarse sobre ella y lastimarse.

Toller se negó a facilitarle las cosas al capitán.

— El arma no me amenaza a mí.

— Recordaré su nombre, Maraquine — dijo Hlawnvert en voz baja.

En ese momento el reloj de la estación anunció la noche breve, tañendo el toque convenido cuando la actividad de los pterthas era alta. Esto produjo un movimiento general entre los trabajadores del pikon para ponerse a salvo en los edificios. Hlawnvert dio la espalda a Toller, pasó un brazo sobre el hombro de Sissu y lo condujo hacia la aeronave amarrada.

— Venga a bordo a beber una copa en mi cabina — dijo —. Se sentirá a gusto y cómodo allí con la escotilla cerrada y podrá recibir el mensaje del gran Glo en privado.

Toller se encogió de hombros y sacudió la cabeza al ver alejarse a los dos hombres. La excesiva familiaridad del capitán era una violación de cualquier norma de conducta, y su descarada hipocresía al abrazar a un hombre a quien acababa de derribar, sólo podía considerarse un insulto. Trataba a Sisstt como a un perro que podía ser azotado o mimado según el capricho de su amo. Pero, a la vista de los hechos, al jefe de la estación parecía no importarle. Una repentina carcajada de Hlawnvert evidenció que Sisstt había empezado con sus chistecitos, preparando el terreno para la versión del encuentro que más tarde relataría a sus ayudantes y que esperaba que creyesen. Al capitán le gusta que la gente piense que es un auténtico ogro; pero cuando se le llega a conocer como yo…

De nuevo, Toller se preguntó sobre el carácter de la misión de Hlawnvert. ¿Qué órdenes podían ser tan urgentes e importantes para que el gran Glo decidiese enviarlas con un mensajero especial en vez de esperar a un transporte cotidiano? ¿Existía la posibilidad de que ocurriera algo que interrumpiese la mortal monotonía de la vida en la apartada estación? ¿O era esperar demasiado?

Cuando la oscuridad cubrió el oeste, Toller miró hacia el cielo y vio la última esquirla ardiente del sol desvaneciéndose tras la creciente inmensidad de Overland. Mientras la luz desaparecía bruscamente, las zonas sin nubes del cielo aparecían atestadas de estrellas, cometas y espirales de brumosas radiaciones. La noche breve comenzaba y, bajo su cobertura, las silenciosas burbujas de los pterthas pronto abandonarían las nubes y, arrastradas por el viento, bajarían hasta la tierra en busca de sus víctimas naturales.

Mirando alrededor, Toller se dio cuenta de que era el único que quedaba fuera. Todo el personal de la estación se había retirado, y la tripulación de la aeronave estaba encerrada a salvo en la cubierta inferior. Podía ser acusado de temeridad por permanecer tanto tiempo en el exterior, pero era algo que solía hacer a menudo. Los flirteos con el peligro añadían interés a su monótona existencia y era una forma de demostrar la diferencia esencial entre él y un típico miembro de una familia de filósofos. Subió la suave pendiente hacia el edificio de los supervisores con paso más lento y despreocupado que nunca. Era probable que alguien lo hubiese visto, pero su norma de conducta particular le dictaba que cuanto mayor fuese el riesgo de encontrarse con pterthas menos temor debía demostrar. Al llegar a la puerta, a pesar de la sensación de hormigueo que sentía en la espalda, se detuvo un momento antes de levantar la falleba y entrar.

Tras él, dominando la parte sur del cielo, las nueve estrellas brillantes del Árbol declinaban hacia el horizonte.

Capítulo 2

El príncipe Leddravohr Neldeever se entregaba a la única actividad que podría hacerle sentirse joven nuevamente.

Como hijo mayor del rey y jefe de todas las fuerzas militares de Kolkorron, se esperaba que dedicara la mayor parte de su tiempo a los asuntos políticos y la estrategia esencial de la guerra. En cuanto a batallas concretas, su lugar estaba lejos, en la retaguardia, en un puesto de mando perfectamente protegido desde el cual podía dirigir las operaciones sin ningún riesgo. Pero encontraba poco gusto o ninguno en quedarse atrás o en nombrar delegados, de cuya competencia, por otra parte, pocas veces se fiaba, en vez de disfrutar la auténtica vida militar. Prácticamente, todos los suboficiales o soldados de infantería contaban alguna anécdota sobre cómo el príncipe había aparecido de repente a su lado en medio de una batalla, para ayudarles a abrirse paso hasta ponerse a salvo. Leddravohr favorecía esas leyendas en provecho de la disciplina y el valor.