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El cielo nocturno, aunque en conjunto brillaba menos que en Kolkorron, estaba surcado por una enorme espiral de luz brumosa, cuyos anillos centelleaban llenos de estrellas brillantes blancas, azules y amarillas. Aquélla aparecía flanqueada por dos grandes espirales elípticas y la restante bóveda celestial estaba generosamente salpicada de pequeños remolinos, jirones y manchas refulgentes, además de las brillantes colas de numerosos cometas. Aunque el Árbol no era visible, el cielo estaba cubierto por una multitud de estrellas importantes, cuya intensidad hacía que parecieran más cercanas que cualquier otro objeto celeste, confiriendo un aspecto de profundidad al panorama.

Toller estaba acostumbrado a ver tales configuraciones sólo cuando Land se situaba en el lado opuesto de su recorrido alrededor del sol, en cuyo punto estaban dominados y ensombrecidos por el gran disco de Overland. Permaneció inmóvil en la oscuridad, observando los reflejos de las estrellas temblar en las tranquilas aguas del río Naranja. A su alrededor, las innumerables luces amortiguadas de la sede central del Tercer Ejército iluminaban los tres senderos del bosque. Los días de los campamentos al aire libre habían pasado con la llegada de la plaga de pterthas.

Una pregunta estuvo en su cabeza todo el día: ¿Porqué quiere el general Dalacott tener una entrevista en privado conmigo?

Había pasado varios días de ociosidad en un campamento de paso a treinta kilómetros hacia el oeste, ya que formaba parte de un ejército el cual, de repente, no tenía nada que hacer, e intentaba adaptarse al nuevo ritmo de vida, cuando el comandante del batallón le ordenó presentarse en el cuartel general. A su llegada fue examinado brevemente por algunos oficiales, uno de los cuales supuso que debía de ser Vorict, el general adjunto. Le habían dicho que el general Dalacott deseaba otorgarle personalmente la medalla al valor. Varios oficiales se extrañaron ante una disposición tan poco corriente, y discretamente sondearon a Toller para obtener alguna información antes de que aceptara que sabía tan poco como ellos del asunto.

Un joven capitán surgió de un recinto de administración contiguo, se aproximó a él, y dijo:

— Teniente Maraquine, el general le verá ahora.

Toller saludó y acompañó al oficial a una tienda que, inesperadamente, era bastante pequeña y sobria. El capitán lo anunció y desapareció con rapidez. Toller se quedó de pie ante un hombre delgado, de aspecto austero, que estaba sentado ante un escritorio portátil. Bajo la luz mortecina de las lámparas de campaña, el cortísimo pelo del general podía haber sido blanco o rubio, y su aspecto era sorprendentemente joven para un hombre con cincuenta años de prestigioso servicio. Sólo sus ojos parecían viejos, ojos que habían visto más de lo que era posible soñar.

— Siéntate, hijo — dijo —. Esto es una reunión absolutamente informal.

— Gracias, señor.

Toller se sentó en la silla indicada mientras crecía su curiosidad.

— Veo por tus informes que entraste en el ejército hace menos de un año como un simple soldado combatiente. Sé que éstos son tiempos cambiantes, pero ¿no es un poco extraño en un hombre de tu condición social?

— Fue dispuesto especialmente por el príncipe Leddravohr.

— ¿Es amigo tuyo Leddravohr?

Animado por el comportamiento directo pero cortés del general, Toller se atrevió a sonreír con ironía.

— No puedo asegurar que tenga ese honor, señor.

— ¡Bueno! — Dalacott le devolvió la sonrisa —. Así que lograste el rango de teniente en menos de un año por tus propios medios.

— Fue una comisión de campaña. Ésta podía no haber sido aprobada por completo.

— Lo fue. — Dalacott se detuvo para tomar un sorbo de su taza esmaltada —. Perdona que no te ofrezca ninguna bebida; esto es un brebaje exótico y dudo que te gustase.

— No tengo sed, señor.

— Quizá prefieras esto.

Dalacott abrió un compartimento de su escritorio y sacó tres medallas al valor. Eran escamas circulares de brakka con incrustaciones de vidrio rojo y blanco. Se las entregó a Toller y se reclinó para observar su reacción.

— Gracias. — Toller palpó las medallas y se las metió en un bolsillo —. Es un honor para mí.

— Lo disimulas bastante bien.

Toller estaba embarazado y desconcertado.

— Señor, no pretendía…

— Está bien, hijo — dijo Dalacott —. Dime, ¿la vida del ejército es como tú esperabas?

— Desde que era niño soñaba con ser un guerrero, pero ahora…

— Venías dispuesto a limpiar de tu espada la sangre de un enemigo, pero no te diste cuenta de que también encontrarías los restos de su cena.

Toller miró al general a los ojos.

— Señor, no entiendo por qué me ha traído aquí.

— Pensé que debía darte esto.

Dalacott abrió su mano derecha descubriendo un pequeño objeto que dejó caer sobre la palma de Toller.

Toller se sorprendió por el peso, por el impacto contundente en su mano. Acercó el objeto a la luz, intrigado por el color y el brillo de la superficie pulida. El color no se parecía a ninguno que hubiera visto antes; blanco, pero en cierto modo más que blanco, parecido al mar cuando los rayos del sol se reflejaban en él oblicuamente al amanecer. El objeto estaba redondeado como un canto rodado, pero podría haber sido la miniatura labrada de un cráneo, cuyos detalles hubieran sido borrados por el tiempo.

— ¿Qué es esto? — preguntó Toller.

Dalacott negó con la cabeza.

— No lo sé. Nadie lo sabe. Lo encontré en la provincia de Redant hace muchos años, a orillas del Bes-Undar, y nadie ha sido capaz de decirme lo que es.

Toller encerró con sus dedos el objeto caliente y descubrió que su pulgar empezaba a moverse en círculos sobre la superficie lisa.

— Una pregunta conduce a otra, señor. ¿Por qué quiere que yo tenga esto?

— Porque — Dalacott le sonrió de una forma extraña podría decirse que fue lo que nos unió a tu madre y a mí.

— Comprendo — dijo Toller, hablando de forma mecánica pero no falsa, mientras las palabras del general aclaraban su mente, como una fuerte ola alterando el aspecto de una playa, reordenando los fragmentos de la memoria en nuevas configuraciones. Éstas eran desconocidas, pero sin embargo no totalmente extrañas, porque habían estado ocultas en el antiguo orden, aguardando sólo una leve agitación para aparecer.

Hubo un largo silencio interrumpido sólo por el débil chasquido de un insecto del aceite moviéndose torpemente por el tubo de la lámpara y deslizándose hasta el depósito. Toller observó solemnemente a su padre, intentando invocar alguna emoción adecuada, pero en su interior sólo había aturdimiento.

— No sé qué decir — admitió al fin —. Esto llega demasiado… tarde.

— Más tarde de lo que tú crees. — La expresión de Dalacott era legible mientras llevaba la taza de vino a sus labios —. Tenía muchas razones, algunas no del todo egoístas, para no conocerte, Toller. ¿Me guardas algún rencor?

— Ninguno, señor.

— Me alegro. — Dalacott se puso de pie —. No nos volveremos a ver, Toller. ¿Me abrazarás… una vez… como un hombre abraza a su padre?

— Padre.

Toller se puso de pie y rodeó con sus brazos la figura erguida y veterana. Durante los breves instantes que duró el contacto, percibió un curioso olor a especias en el aliento de su padre. Echó un vistazo a la copa apoyada sobre el escritorio, realizando un salto mental medio intuitivo, y cuando se separaron para ocupar de nuevo sus asientos, había excitación en sus ojos.

Dalacott parecía tranquilo, con un dominio total.

— Ahora, hijo, ¿qué te espera? Kolkorron y sus nuevos aliados, los pterthas, han logrado una victoria gloriosa. Ya no que -!a trabajo para los soldados, ¿qué has planeado pata tu futuro?