Ninguno de los subsiguientes brotes de la plaga de pterthas fue tan bien controlado como el de Trompha y cientos de personas murieron antes de que las autoridades se diesen cuenta de que la guerra entre los habitantes de Kolkorron y los pterthas había entrado en una nueva fase.
En general, la población del imperio sufrió el efecto de dos formas. Las zonas de separación se incrementaron al doble, pero ya no había ninguna garantía de su eficacia. La brisa ligera y constante era la condición climática más temida, porque podía transportar a lo largo de muchos kilómetros vestigios invisibles de la toxina ptertha hasta una comunidad, antes que la concentración disminuyese a niveles subletales. Pero incluso con viento racheado y variable, una cantidad suficientemente grande de toxina podía posar su furtiva mano de muerte sobre un niño dormido y, a la mañana siguiente, una familia entera estaría afectada.
Otro factor que aceleró la mengua de la población fue la nueva disminución en las producciones agrarias. Las regiones que habían sufrido restricciones de alimentos, empezaron a soportar una extremada escasez. El sistema tradicional de siembras continuas funcionaba ahora en perjuicio de los kolkorrónianos, porque no tenían experiencia en el almacenamiento de cereales y otros cultivos comestibles durante períodos largos. Las limitadas reservas de alimentos se pudrían o se convertían en transmisoras de la peste en los graneros improvisados con urgencia, y enfermedades no relacionadas con los pterthas cobraron su precio de vidas humanas.
El transporte de grandes cantidades de cristales de energía desde Chamteth hasta Ro- Atabri continuó a pesar del empeoramiento de la crisis, pero las organizaciones militares no se libraron de perjuicios. A los cinco ejércitos se les obligó a permanecer en Chamteth. Les fue negado el regreso a Kolkorron y a las provincias cercanas, y se les ordenó que instalasen su residencia permanente en la Tierra de los Largos Días, donde los pterthas, como si advirtieran su vulnerabilidad, formaban enjambres cada vez más numerosos. Sólo aquellas unidades relacionadas con la explotación de los bosques de brakkas y el envío de los cargamentos de cristales verdes y púrpuras, siguieron bajo el manto protector del alto mando de Leddravohr.
Y el propio príncipe cambió.
Al principio había aceptado la responsabilidad sobre la migración a Overland casi únicamente por lealtad hacia su padre, compensando sus particulares reservas con la oportunidad de dirigir una guerra contra Chamteth. Durante toda su preparación para construir la flota de aeronaves, alimentó dentro de sí la creencia de que la poco atractiva aventura nunca llegaría a realizarse, que se encontraría una solución menos radical para los problemas de Kolkorron, algo que estaría más de acuerdo con los patrones de la historia humana establecidos.
Pero por encima de todo era un hombre realista, que entendía la vital importancia de equilibrar la ambición y la capacidad, y cuando previó el inevitable resultado de la guerra contra los pterthas, cambió de opinión.
La emigración a Overland ahora era parte de su futuro personal y el de los suyos. Reconociendo su nueva actitud, comprendió que no debería permitirse que nada se interpusiese en su camino.
Capítulo 14
— ¡Pero hoy es el gran día! — dijo el coronel Kartkang enfurecido —. Supongo que sabes que tu despegue está fijado para las diez.
Era poco robusto para ser un miembro de la casta militar, con una cara redonda y una boca tan ancha que, entre cada uno de sus diminutos dientes, quedaba un espacio apreciable. Su talento para la administración y su vista certera para los detalles le habían procurado el nombramiento de jefe del Escuadrón Experimental del Espacio, y claramente le desagradaba la idea de permitir a un piloto abandonar la base poco antes del vuelo de prueba más importante del programa.
— Habré vuelto mucho antes de esa hora, señor — dijo Toller —. Usted sabe que no me arriesgaría lo más mínimo.
— Sí, pero… ¿Sabes que el príncipe Leddravohr piensa presenciar en persona el ascenso?
— Razón — de más para que vuelva a tiempo, señor. No quiero arriesgarme a ser acusado de alta traición.
Kartkang, todavía nervioso, empezó a ordenar unos papeles de su escritorio.
— ¿Era el gran Glo importante para ti?
— Hubiera arriesgado mi vida por él.
— En ese caso, supongo que será mejor que le presentes tus últimos respetos — dijo Kartkang —. Pero no te olvides del príncipe.
— Gracias, señor.
Toller le saludó y salió de la oficina, con la cabeza convertida en un campo donde batallaban emociones incompatibles. Parecía irónicamente cruel, casi la prueba de la existencia de una deidad maligna, que Glo fuera a ser enterrado el mismo día en que una nave espacial iba a partir para probar la posibilidad del vuelo a Overland. El proyecto había sido concebido por el cerebro de Glo y, al principio, sólo le había deparado el ridículo y la vergüenza, seguidos de un ignominioso retiro; y justo en el momento en que estaba a punto de lograr su venganza personal, su cuerpo impedido le había fallado. No habría ninguna estatua de vientre dilatado en los jardines del Palacio Principal, y era dudoso que el nombre de Glo fuese ni siquiera recordado por la nación que él habría ayudado a establecerse en otro mundo.
Las visiones de la flota de migración aterrizando en Overland reavivaron nuevamente en Toller la helada excitación con la que había vivido durante días. Absorbido por su monomanía durante tanto tiempo, trabajando con total dedicación para ser elegido en la primera misión interplanetaria, en cierto modo dejó de ver la asombrosa realidad. Su impaciencia había retardado tanto el paso del tiempo que empezó a creer que su meta nunca llegaría, quedándose por siempre lejana como un espejismo, y ahora, de pronto, el presente chocaba con el futuro.
El momento del gran viaje estaba a un paso, y durante éste se aprenderían muchas cosas, no todas relacionadas con la técnica de los vuelos interplanetarios.
Toller salió del complejo administrativo del E.E.E. y trepó por una escalera de madera hasta la superficie de una llanura que llegaba hasta el norte de Ro-Atabri, hasta las estribaciones de las montañas de Slaskitan. Tomó un cuernoazul del establo y emprendió el viaje de tres kilómetros hacia Monteverde. El lienzo barnizado del túnel que cubría el camino resplandecía bajo la luz del sol del antedía, envolviendo a Toller; el aire del interior era sofocante, cargado y olía a excrementos de animales. La mayor parte del tráfico venía de la ciudad, carretas cargadas con piezas de barquillas y cilindros propulsores de brakka.
Toller se precipitó hacia la confluencia este, entró en el tubo que conducía a Monteverde y pronto llegó a la zona protegida por las viejas pantallas de redes abiertas a las afueras de Ro-Atabri. Cabalgó atravesando una morrena y casas abandonadas que flanqueaban la colina, llegando finalmente al pequeño cementerio privado adyacente al ala encolumnada, al oeste de la Torre de Monteverde.
Varios grupos de asistentes aguardaban ya, y entre ellos vio a su hermano y a la esbelta figura de Gesalla Maraquine vestida de gris. Era la primera vez que la veía desde la noche en que Leddravohr abusó de ella, hacía algo más de un año, y su corazón se sobresaltó desagradablemente al darse cuenta de que no sabía cómo comportarse ante ella.