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Había estado supervisando la ofensiva del Tercer Ejército en la península Loongl, en el extremo oriental de los territorios kolkorronianos, donde se habían recibido noticias de una fuerte e inesperada resistencia en una región montañosa. El dato adicional de que en la zona abundaban los árboles de brakka fue suficiente para atraer a Leddravohr hasta la línea del frente. Cambió su coraza blanca real por una de cuero curtido, tomando personalmente el control de parte de un cuerpo expedicionario.

Fue poco después del amanecer cuando, acompañado por un experto sargento primera llamado Reeff, se abrió camino a través de la maleza del bosque hasta el borde de un gran claro. En esta región el antedía era mucho más largo que el postdía y Leddravohr sabía que contaba con la suficiente luz para organizar un ataque y, después, llevar a cabo una operación de limpieza. Fue una buena decisión, teniendo en cuenta que incluso otros enemigos de Kolkorron pronto se revolcarían en la sangre bajo su propia espada. Cuidadosamente apartó la última cortina de follaje y observó lo que ocurría delante.

Un área circular de unos cuatrocientos metros de diámetro había sido totalmente podada de vegetación, excepto por unos cuantos árboles de brakka que quedaban en el centro. Unos cien hombres y mujeres de la tribu Gethan estaban reunidos alrededor de los árboles, con su atención puesta en un objeto situado en la punta de uno de los rectos y delgados troncos. Leddravohr contó los árboles y vio que había nueve; un número que tenía una relación mágica y religiosa con la constelación celestial del Árbol.

Alzó sus gemelos de campaña y vio, tal como había imaginado, que el objeto encaramado a uno de los árboles era una mujer. Estaba doblada sobre el extremo del tronco, con el estómago contra el orificio central y sostenida inmóvil en tal posición por cuerdas enrolladas alrededor de sus extremidades.

— Los salvajes están haciendo uno de sus estúpidos sacrificios — murmuró Leddravohr, pasando los gemelos a Reeff.

El sargento examinó la escena durante un largo roto antes de devolver los gemelos.

— Mis hombres sabrían hacer mejor uso de esa puta — dijo —, pero al menos esto nos facilita las cosas.

Señaló al delgado tubo de vidrio que llevaba atado a su muñeca. Dentro había un trozo de brote de caña marcado con pigmento negro a intervalos regulares. Un escarabajo marcapasos devoraba un extremo de la caña, moviéndose a velocidad constante como es característico en su especie.

— Pasa de la quinta división — dijo Reeff —. Las otra; formaciones ya deben de estar en sus puestos. Deberíamos entrar mientras los salvajes permanecen distraídos.

— Aún no. — Leddravohr continuaba observando a los hombres de la tribu con sus gemelos —. Veo a dos guardianes que todavía están mirando hacia fuera. Esta gente se está volviendo un poco más cautelosa, y no olvide que han copiado la idea del cañón de algún sitio. A menos que los cojamos completamente por sorpresa, tendrán tiempo de dispararnos. No sé usted, pero yo no quiero desayunar piedras voladoras. Las encuentro bastante indigestas.

Reeff sonrió apreciativamente.

— Esperaremos a que explote el árbol. No puede tardar mucho; las hojas de arriba se están plegando.

Leddravohr observó con interés cómo la parte superior de los cuatro pares de gigantescas hojas del árbol se elevaba de su normal posición horizontal y se enrollaban alrededor del tronco. El fenómeno ocurría unas dos veces al año durante el período de madurez de los árboles de brakka que crecían en estado salvaje, pero era algo que un nativo de Kolkorron raramente presenciaba. Se consideraba un despilfarro de cristales de energía permitir que un brakka se descargase por sí mismo.

Hubo un leve lapso después de que las hojas superiores se cerraron contra el tronco, luego el segundo par trepidó y lentamente osciló hacia arriba. Leddravohr sabía que bajo el suelo, la separación que dividía la cámara de combustión del árbol estaba empezando a disolverse. Pronto, los cristales verdes de pikon, que habían sido extraídos de la tierra por el conjunto superior de raíces, se mezclarían con el halvell púrpura acumulado en el entramado de las raíces inferiores. El calor y el gas que aquello generase, quedaría retenido durante un breve momento; después, el árbol lanzaría su polen hacia el cielo en una explosión que se oiría a kilómetros de distancia.

Tendido boca abajo sobre un blando lecho de vegetación, Leddravohr dirigió sus gemelos hacia la mujer atada en la cumbre del árbol, intentando atisbar detalles de su físico. Hasta entonces ella había permanecido tan inmóvil, que la creyó inconsciente, tal vez drogada. Ido obstante, el movimiento de las enormes hojas pareció alertarla de que su vida estaba a punto de terminar; pero sus miembros estaban demasiado bien atados como para permitirle cualquier forcejeo. Empezó a mover la cabeza de un lado a otro, balanceando la larga melena negra que ocultaba su rostro.

— Ramera estúpida — murmuró Leddravohr.

Había centrado su estudio sobre las tribus gethanas en la determinación de sus capacidades militares, pero suponía que su religión era una simple mezcolanza de supersticiones sacadas de la mayoría de los antiguos pueblos de Land. Era probable que la mujer se hubiera ofrecido voluntariamente para este papel en el rito de la fertilidad, creyendo que su sacrificio le garantizaría la reencarnación como princesa en Overland. Con generosas dosis de vino y de hongos secos se podía hacer que tales ideas pareciesen convincentes durante cierto tiempo, pero no había nada como la inminencia de la muerte para inducir a una forma más racional de pensamiento.

— Será una ramera estúpida, pero quisiera que en este momento estuviese junto a mí — masculló Reeff —. No sé lo que va a explotar antes, si ese árbol o yo.

— Te la daré en cuanto hayamos terminado el trabajo — le dijo Leddravohr sonriente —. ¿Qué mitad prefieres primero?

Reeff hizo una mueca de asco, manifestando su admiración por la forma en que el príncipe podía compenetrarse con los mejores de sus hombres en cualquier aspecto de la vida militar, incluso en el de planear obscenidades.

Leddravohr volvió su atención a los vigilantes gethanos. Sus gemelos de campaña le mostraron, como había supuesto, que dirigían miradas frecuentes al árbol del sacrificio, en el que el tercer par de hojas había empezado a levantarse. Él sabía que existía una simple razón botánica que explicaba el comportamiento del árboclass="underline" las hojas en posición horizontal se habrían roto por la reacción a la descarga polinizadora. Pero el simbolismo sexual se mostraba claro e inevitable. Leddravohr era consciente de que todos los guardianes gethanos estaría mirando al árbol cuando llegase el momento culminante. Apartó los gemelos y agarró firmemente su espada en el momento en que las hojas chocaron contra el tronco del brakka y, casi sin demora, el último par empezó a agitarse. Las sacudidas de la melena de la mujer eran ahora frenéticas y sus gritos se oían débilmente en los límites del claro, mezclados con el canto de una sola voz masculina que surgía del centro de la asamblea tribal.

— Diez nobles extra para el hombre que silencie al sacerdote — dijo Leddravohr, reafirmando su desagrado por todos los traficantes de supersticiones, en especial por aquellos que eran demasiado cobardes para realizar sus propias matanzas absurdas.

Alzó una mano hacia su casco y se quitó la capucha que ocultaba el penacho escarlata. Los jóvenes tenientes que dirigían a las otras formaciones estarían alertas al destello de color cuando él saliese del bosque. Leddravohr se dispuso para la acción en el momento en que el cuarto par de hojas se enderezó y se cerró suavemente alrededor del tronco de brakka, como las manos de un amante. La mujer amarrada a la punta del árbol se calmó de golpe, tal vez desmayada, quizá petrificada de pánico. Leddravohr sabía que la separación en la cámara de combustión habría empezado a ceder, que ya se habrían mezclado parte de los cristales verdes y púrpuras, que la energía liberada por ellos sólo sería retenida unos segundos más…