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— No te preocupes tanto si pierdes el ritmo de combustión — dijo Toller tranquilamente, volviéndose a Zavotle —. Y no te olvides de comprobar las lecturas del indicador de altura midiendo el diámetro aparente de Land cuatro veces al día.

Dirigió su mirada a Rillomyner y a Flenn.

— Y respecto a vosotros dos, ¿por qué se molestó el escuadrón en enviaros a clases especiales? El muelle no se ha alterado. Nos volvemos más ligeros a medida que subimos y consideraré cualquier discusión sobre este tema como insubordinación. ¿Está claro?

— Sí, capitán.

Ambos hombres hablaron al unísono, pero Toller advirtió una expresión inquieta en los ojos de Rillomyner, y se preguntó si el mecánico tendría problemas para adaptarse a la creciente ingravidez. Para eso es el vuelo de pruebas se recordó. Estamos probándonos tanto a nosotros mismos como a la nave.

Al caer la noche, el peso del indicador de altura había llegado hasta casi la mitad de la escala y los efectos de la reducción de gravedad eran apreciables. Ya no había lugar a dudas.

Cuando se soltaba un objeto pequeño, caía al suelo de la barquilla con evidente lentitud, y todos los miembros de la tripulación comentaron que tenían una curiosa sensación de vacío en el estómago. En dos ocasiones, Rillomyner se despertó de su sueño con un grito de pánico, explicando después que había sentido que se caía.

Toller observó su propia facilidad para moverse al ir de un lado a otro, y le pareció estar soñando. Recordó que pronto sería aconsejable que la tripulación permaneciera atada siempre. La idea de un movimiento violento imprevisible que alejase a un hombre de la nave era algo que no quería presenciar.

Observó también que, a pesar del peso decreciente, la nave tendía a subir con más lentitud. El efecto había sido predicho exactamente; una consecuencia de la desaparición de la diferencia entre el peso del aire caliente en el interior de la envoltura y el de la atmósfera circundante. Para mantener la velocidad, alteró el ritmo del quemador a cuatro- ocho, y después a cuatro-seis. Los tanques alimentadores de pikon y halvell cada vez tenían que rellenarse con más frecuencia y, aunque había amplias reservas, Toller empezó a desear ansiosamente llegar a la altura de cuatrocientos ochenta kilómetros. En ese punto, el peso de la nave sería sólo un cuarto del normal, y resultaría más económico usar la potencia de los chorros propulsores hasta que hubiese pasado la zona de gravedad cero.

La necesidad de interpretar cada acción y cada suceso con el arduo lenguaje de las matemáticas, la ingeniería y la ciencia, dificultaba las respuestas naturales de Toller en su nuevo ambiente. Descubrió que pasaba largos ratos asomado al borde de la barquilla, sin mover un músculo, hipnotizado, con todas sus fuerzas físicas anuladas por la simple fascinación. Overland estaba justo encima de él, pero oculto de la vista por la perseverante e infatigable enormidad del globo; y mucho más abajo su planeta, que poco a poco se convertía en un lugar misterioso cuando sus caracteres familiares se borraban por los cientos de kilómetros de aire que se interponían.

El tercer día de ascenso, el cielo, aunque conservaba su coloración normal arriba y abajo, iba ensombreciéndose a los costados de la nave en un azul más oscuro que resplandecía con el aumento constante del número de estrellas.

Cuando Toller se perdía en sus vigilias extasiadas, la conversación de los miembros de la tripulación e incluso el rugido del quemador desaparecían de su conciencia, y se quedaba solo en el universo, como único poseedor de su tesoro centelleante. En una ocasión, durante las horas de oscuridad, mientras se hallaba de pie junto al puesto del piloto, vio pasar un meteoro atravesando el cielo bajo la nave. Trazó una línea de fuego que parecía ir de una punta a otra del infinito; y minutos después de su paso, se produjo el pulso de un sonido de baja frecuencia, confuso, débil y gimiente, causando en la nave un balanceo que provocó un gruñido en uno de los hombres que dormían. Cierto instinto, una especie de avidez espiritual, impulsó a Toller a comunicar el acontecimiento a los otros.

Mientras el ascenso continuaba, Zavotle seguía ocupado con sus abundantes anotaciones sobre el vuelo, muchas de ellas relativas a los efectos psicológicos. Incluso en la cima de la montaña más alta de Land no había una disminución apreciable de la presión del aire, pero en anteriores salidas en globo hasta mayores alturas, algunos tripulantes habían comentado tener la impresión de que el aire era menos denso y la necesidad de respirar más notable. El efecto había sido suave y, según las estimaciones de los más prestigiosos científicos, la atmósfera seguiría permitiendo la vida a medio camino entre los dos planetas, pero era del todo necesario que la predicción se confirmara con exactitud.

Toller casi se sintió confortado al notar que sus pulmones funcionaban más intensamente al tercer día, una evidencia más de que los problemas del vuelo interplanetario habían sido previstos correctamente, y en consecuencia se decepcionaba cuando un fenómeno inesperado llamaba su atención. Desde hacía largo rato era consciente de tener frío, pero no había querido dar importancia al hecho. Ahora, sin embargo, los otros se quejaban casi continuamente y la conclusión era ineludible: a medida que la nave ganaba altitud, el aire se enfriaba.

Los científicos del E.E.E., incluido Lain Maraquine, opinaban que habría un incremento de temperatura cuando la nave entrase en zonas de aire más sutil, con menor capacidad de protección de los rayos del sol. Como nativo del Kolkorron ecuatorial, Toller no había experimentado nunca un frío demasiado riguroso, y emprendió el viaje vestido solamente con una camisa, unos pantalones y un chaleco sin mangas. Ahora, aunque no llegaba a temblar, era consciente de que su incomodidad aumentaba y un pensamiento desalentador comenzó a acechar su mente: que el vuelo tuviera que ser abandonado por la carencia de ropas de lana.

Dio permiso a la tripulación para que llevase toda su ropa de repuesto bajo los uniformes, y a Flenn para que preparase té cuando alguien lo solicitara. Esto último, en vez de mejorar la situación, condujo a una serie de discusiones. Una y otra vez Rillomyner insistía en que Flenn, guiado por la malicia o la incompetencia, echaba el té en el agua antes de que hirviese o bien lo dejaba enfriar antes de servirlo. Sólo cuando Zavotle, que también se había quejado, observó con ojo crítico el proceso de preparación de la infusión, se descubrió la verdad: el agua empezaba a hervir antes de alcanzar la temperatura adecuada. Estaba caliente, pero no «hirviente».

— Me preocupa este hecho, capitán — dijo Zavotle al completar la importante anotación en el diario de vuelo —. La única explicación que se me ocurre es que cuando el agua se hace menos pesada hierve a una temperatura más baja. Y si realmente es así, ¿qué nos pasará cuando ya no pesemos nada? ¿Hervirá la saliva en nuestra boca? ¿Mearemos vapor?

— Nos veremos obligados a volver antes de que tengas que soportar tal humillación — dijo Toller, demostrando su desagrado ante la actitud negativa del otro hombre —, pero no creo que vaya a ocurrir eso. Debe de haber otra razón, tal vez relacionada con el aire.

Zavotle parecía dubitativo.

— No veo cómo puede afectar el aire al agua.

— Ni yo tampoco; así que no voy a perder el tiempo con especulaciones inútiles — dijo Toller secamente —. Si quieres ocupar en algo tu cabeza, mira bien el indicador de altura. Dice que estamos a mil setecientos kilómetros; y si eso es correcto, hemos subestimado bastante nuestra velocidad durante todo el día.

Zavotle examinó el indicador, tocó con los dedos el cabo de desgarre y levantó la vista hacia el globo, el interior del cual se volvía más oscuro y misterioso con la llegada de las sombras nocturnas.

— Ahora veo que aquello podría tener que ver con el aire — dijo —. Creo que lo que usted ha descubierto es que el aire poco denso ejerce menos presión sobre la corona del globo, de manera que éste incrementa su velocidad sin que lo notemos.