Los miles de kilómetros de aire que separaban los dos planetas siempre habían impedido que los astrónomos, aparte de afirmar la existencia de un continente ecuatorial que se extendía en el hemisferio visible, pudieran decir mucho más. Siempre se había supuesto, en parte por los principios religiosos, que Overland se parecía mucho a Land, pero seguía existiendo la posibilidad de que fuese un lugar inhóspito, tal vez debido a características de su superficie que quedaban fuera del alcance de los telescopios. Y había aún otra posibilidad, que era un artículo de fe para la Iglesia y un tema de discusión para los filósofos: que Overland ya estuviese habitado.
¿Qué aspecto tendrían los overlandeses? ¿Tendría ciudades? ¿Y cómo reaccionarían al ver una flota de extrañas naves flotando en el cielo?
Las meditaciones de Toller fueron interrumpidas por la conciencia de que el frío se había intensificado en la barquilla en cuestión de minutos. Simultáneamente, se le acercó Flenn que tenía su animalito agarrado al pecho y tiritaba de forma notable. La cara del hombrecillo estaba amoratada.
— Esto me va a matar, capitán — dijo, intentando forzar una sonrisa —. El frío ha empeorado de repente.
— Tienes razón. — Toller sintió un estremecimiento de alarma ante la idea de haber cruzado una línea invisible de peligro en la atmósfera; después le llegó la inspiración —. Empezó cuando paramos el quemador. La salida de la mezcla de gases nos ayudaba a calentarnos.
— Había algo más — añadió Zavotle —. El aire que se deslizaba sobre la envoltura caliente también debía contribuir.
— ¡Maldita sea! — Toller miró con el ceño fruncido hacia las tracerías geométricas del globo —. Eso significa que tenemos que aumentar el calor ahí. Disponemos de grandes cantidades de verde y púrpura, así que de momento no hay problema. Pero vamos a tener otro más tarde.
Zavotle asintió, con aire desalentado.
— El descenso — dijo.
Toller se mordió el labio inferior como si otra vez las dificultades no previstas por los científicos del E.E.E. lo desafiasen. La única forma de que una nave de aire caliente perdiese altitud era difundiendo calor, lo que en un primer momento supondría comodidad para la tripulación; pero después empeorarían las cosas: el flujo de aire se invertiría durante el descenso, llevándose el escaso calor hacia arriba y lejos de la barquilla. La perspectiva era soportar durante días condiciones mucho peores que las presentes; y existía la gran posibilidad de que la muerte interviniera.
Un dilema que debía ser resuelto.
¿Era tan importante el resultado del vuelo de prueba como para seguir a toda costa, incluso con el riesgo de traspasar un punto imperceptible de no retorno? ¿O tenía prioridad la obligación de ser prudente y volver con los conocimientos adquiridos a costa de tantas dificultades?
— Éste es tu día de suerte — dijo Toller a Rillomyner, que lo miraba desde su posición habitual recostado en un compartimento de pasajeros —. Querías trabajo para ocupar tu cabeza, pues ya lo tienes. Encuentra una forma de desviar parte del calor del escape del quemador de nuevo hacia la barquilla.
El mecánico se incorporó con una expresión de desconcierto.
— ¿Cómo podemos hacerlo, capitán?
— No lo sé. Tu trabajo es solucionar cosas como ésas. Tendrás que inventar algo. Y empieza inmediatamente; estoy cansado de verte tirado como una cerda embarazada.
Los ojos de Flenn destellearon.
— ¿Es ésa forma de hablar a nuestro pasajero, capitán?
— Tú también pasas demasiado rato sentado — le dijo Toller —. ¿Tienes aguja e hilo en tu equipo?
— Sí, capitán. Agujas grandes, agujas pequeñas, hilos y cordeles suficientes para aparejar un velero.
— Entonces empieza vaciando las bolsas de arena y haciendo ropa de abrigo con la tela de los sacos. También necesitaremos guantes.
— Déjelo de mi cuenta, capitán — dijo Flenn —. Los equiparé a todos como reyes.
Obviamente agradecido por tener algo útil que hacer, Flenn envolvió el carbel entre sus ropas, fue hasta su baúl y empezó a revolver entre los distintos compartimentos. Mientras tanto silbaba un trémulo vibrato.
Toller lo observó durante un momento, después se volvió a Zavotle, que se soplaba las manos para hacerlas entrar en calor.
— ¿Sigues preocupado por la forma de orinar en condiciones de ingravidez?
Los ojos de Zavotle se volvieron cautelosos.
— ¿Por qué lo pregunta, capitán?
— Deberías estarlo. Se podría apostar a si producirás vapor o nieve.
Poco después de la noche breve del quinto día de vuelo, el indicador marcaba una altura de 4.200 kilómetros y una gravedad cero.
Los cuatro miembros de la tripulación iban atados en sus sillas de mimbre junto al equipo propulsor, con los pies extendidos hacia la base caliente del tubo de propulsión. Iban envueltos en bastos y harapientos vestidos hechos con los sacos marrones, que enmascaraban sus formas humanas y ocultaban el abultamiento de sus pechos al intentar respirar el aire ligero y gélido. Dentro de la barquilla, los únicos signos de movimiento eran las nubes de vapor del aliento de los hombres; y en el exterior, los meteoros titilando en la profunda inmensidad azul, enlazando al azar y fugazmente una estrella con otra.
— Bueno, ya estamos — dijo Toller, rompiendo un largo período de silencio —. La parte más dura del vuelo ha llegado; hemos superado todas las sorpresas desagradables que los cielos nos han deparado, y todavía estamos vivos. Yo diría que nos merecemos bebernos el coñac en la próxima comida.
Hubo otro silencio dilatado, como si el mismo pensamiento helado se hubiese vuelto perezoso, y Zavotle dijo:
— Sigo preocupado por el descenso, capitán. Por el asunto del calentador.
— Si sobrevivimos a esto, superaremos mucho más.
Toller miró el aparato calentador que Rillomyner había diseñado e instalado con ayuda de Zavotle. No consistía en nada más que unos tubos de brakka en forma de S unidos con cuerda de vidrio y arcilla refractaria. Su extremo superior curvado sobre la boca del quemador y su extremo inferior fijado a la cubierta en el lugar del piloto. Una pequeña proporción de cada ráfaga del quemador era conducida hacia atrás a través del tubo, enviando la mezcla de gases calientes para que se extendiese en una oleada por la barquilla, produciendo diferencias apreciables de los niveles de temperatura. Aunque inevitablemente el quemador se usaría menos en el descenso, Toller creía que con el calor que se extraía de esa forma bastaría para las necesidades de los dos días más críticos.
— Ha llegado el momento del informe médico — dijo, indicando a Zavotle que tomase nota —. ¿Cómo se siente todo el mundo?
— Yo sigo sintiéndome como si estuviésemos cayéndonos, capitán. — Rillomyner iba agarrado a los lados de su silla —. Me provoca náuseas.
— ¿Cómo vamos a caernos si no pesamos? — dijo Toller con lógica, ignorando la ligereza oscilante de su propio estómago —. Tendrás que acostumbrarte. ¿Y tú qué tal, Flenn?
— Estoy muy bien, capitán. Las alturas no me molestan. — Flenn acarició al carbel de rayas verdes acurrucado en su pecho, con solo la cabeza asomando a través de una abertura de sus ropas —. Tinny está muy bien también. Nos calentamos uno a otro.
— Supongo que yo estoy relativamente bien. — Zavotle hizo una anotación en el cuaderno, escribiendo torpemente con la mano enguantada, y alzó una mirada interrogadora hacia Toller —. ¿Puedo poner que está en forma, capitán? ¿Salud óptima?
— Sí, y todo el sarcasmo del mundo no conseguirá que cambie mi decisión. Voy a dar vuelta a la nave en cuanto pase la noche breve.
Toller sabía que el copiloto continuaba aferrado a su opinión, manifestada anteriormente, de que debían retrasar el inicio de vuelco un día, o incluso más, después de pasar el punto de gravedad cero. Su razonamiento era que haciéndolo así, atravesarían con más rapidez la región del frío intenso y con el calor que perdiese el globo se protegerían de la congelación. Toller reconocía cierta base a la idea, pero habría excedido su autoridad poniéndola en práctica.