— Muy bien — dijo Toller, reconociendo el esfuerzo del mecánico por superar su acrofobia ante la necesidad. Se apartó para permitirle realizar el lanzamiento. El mecánico ató el extremo libre de la cuerda de vidrio a la baranda, calculó las distancias y arrojó el martillo al espacio.
Toller vio enseguida que había cometido el error de apuntar alto, como para compensar una caída por la gravedad que no iba a producirse. El martillo arrastró la cuerda tras él y se detuvo en el aire a unos cuantos metros de Flenn, que estaba absorto moviendo los brazos como aspas de molino en un intento inútil de alcanzarlo. Rillomyner movió la cuerda intentando hacer bajar el martillo, pero sólo consiguió atraerlo una corta distancia hacia la nave.
— Así no puede ser — comentó Toller irritado —. Recógelo deprisa y lánzalo directamente hacia él.
Intentaba aplacar un sentimiento creciente de pánico y desesperación. Ahora Flenn se hundía visiblemente bajo la barquilla y era menos probable que el martillo lo alcanzase a medida que la velocidad aumentaba y los ángulos se hacían menos propicios para un lanzamiento certero. Lo que Flenn necesitaba con desesperación era un medio de reducir la distancia que lo separaba de la barquilla, y eso era imposible, a menos que… a menos que…
Una voz familiar habló dentro de la cabeza de Toller. Acción y reacción, decía Lain. Ése es el principio universal…
— Flenn puedes acercarte tú mismo — gritó Toller —. ¡Usa al carbel! Lánzalo directamente en dirección opuesta a la nave, tan fuerte como puedas. Eso hará que te desplaces hacia aquí.
Hubo una pausa antes de que Flenn respondiese.
— No puedo hacer eso, capitán.
— Es una orden — gritó Toller —. ¡Lanza el carbel y hazlo ahora mismo! Se nos acaba el tiempo.
Hubo una nueva espera inquietante, después Flenn empezó a rebuscar entre sus ropas. La luz del sol resaltó la superficie de su cuerpo cuando lentamente extrajo el animal verde rallado.
Toller maldijo con impotencia.
— ¡Deprisa, deprisa! Vamos a perderte.
— Ya me han perdido, capitán. — La voz de Flenn era resignada —. Pero quiero que lleven a Tinny a casa.
Realizó un movimiento repentino de barrido con el brazo y salió dando volteretas hacia atrás mientras el carbel volaba hacia la nave. Éste se desplazó demasiado bajo. Toller lo observó pasmado mientras el animal aterrorizado, maullando y arañando el aire, pasó de largo por debajo de la barquilla. Sus ojos amarillos parecieron clavársele. Flenn retrocedió una corta distancia antes de estabilizarse abriendo los brazos y las piernas. Se quedó descansando en la postura de un hombre ahogado, flotando con la cara hacia abajo sobre un océano invisible, su mirada dirigida a Overland, situado a miles de kilómetros, que lo había apresado en sus brazos gravitacionales.
— Estúpido enano — dijo Rillomyner sollozando mientras enviaba de nuevo el martillo, que serpenteó en el aire hacia Flenn. Se detuvo a poca distancia y a un lado de su objetivo. Flenn, con el cuerpo y los miembros rígidos, continuaba hundiéndose con velocidad creciente.
— Estará cayendo un día entero — susurró Zavotle —. Imaginadlo… un día entero… cayendo… Me pregunto si aún estará vivo cuando se golpee contra el suelo.
— Tenemos otras cosas en que pensar — dijo Toller con aspereza, apartándose de la pared de la barquilla, incapaz de observar cómo Flenn se reducía cada vez más.
Tenía instrucciones de abortar el vuelo en caso de perder a un miembro de la tripulación o de sufrir serios daños en la estructura de la nave. Nadie podía haber previsto que ambas circunstancias se producirían como resultado de un accidente aparentemente trivial con la estufa de la cocina, pero no podía dejar de sentirse responsable; y quedaba por ver si los administradores del E.E.E. lo considerarían también responsable.
— Conecta de nuevo los chorros — dijo a Rillomyner —. Volvemos a casa.
PARTE III — LA REGIÓN DE LO INSÓLITO
Capítulo 16
La cueva estaba en el lateral de una colina serrada, en una zona de terreno agreste con numerosos barrancos y salientes rocosos y abundante maleza espinosa que dificultaban el paso a hombres y animales.
Lain Maraquine se complacía en dejar al cuernoazul elegir su camino entre los distintos obstáculos, dándole sólo de vez en cuando un tirón para mantenerlo en la dirección de la bandera naranja que marcaba el lugar de la cueva. Los cuatro soldados montados de su guardia personal, obligatorios para cualquier oficial superior del E.E.E., le seguían detrás a corta distancia, y los murmullos de sus conversaciones se mezclaban con el zumbido penetrante de los insectos. La noche breve no hacía mucho que había pasado y el sol en lo alto caldeaba la tierra, vistiendo al horizonte con un trémulo manto púrpura de aire caliente.
Lain se sentía extrañamente relajado, contento por la oportunidad de salir de la Base de Naves Espaciales y dedicar sus pensamientos a cosas que nada tenían que ver con la crisis mundial o el viaje interplanetario. La vuelta prematura de Toller del vuelo de prueba, diez días antes, había obligado a Lain a una agobiante ronda de reuniones, consultas y estudios extensos sobre los nuevos datos científicos obtenidos. Una parte de la administración de la E.E.E. deseaba un segundo vuelo de prueba con un descenso completo a Overland y mapas detallados del continente central. En circunstancias normales Lain habría estado de acuerdo, pero la situación de Kolkorron, que empeoraba rápidamente, restaba importancia a cualquier otra consideración…
El objetivo de producción de mil naves espaciales se había logrado con creces, gracias a la dureza de los directores y a Chakkell y Leddravohr.
Cincuenta naves estaban reservadas para el transporte de la realeza y la aristocracia del país en pequeños grupos familiares que viajarían con un lujo relativo, aunque esto no significaba que toda la nobleza hubiera decidido tomar parte en la migración. Otras doscientas estaban designadas como embarcaciones de carga que transportarían comida, ganado, semillas, armas, materiales y la maquinaria imprescindible; y otras cien destinadas al personal militar. Eso dejaba seiscientas cincuenta naves que, descontando los dos hombres que tripularían cada una de ellas, tenían capacidad para transportar a casi mil doscientas personas corrientes a Overland.
Al inicio de la gran empresa, el rey Prad decretó la voluntariedad de la migración, que los hombres debían igualar en número a las mujeres, y que tendrían preferencia aquellos hombres que poseían habilidades especiales.
Durante un largo período, los obstinados ciudadanos se negaron a tomar en serio la propuesta, considerándola como un diversión, una locura real sobre la que se bromeaba en las tabernas. Los pocos que se apuntaron eran tratados con sorna, y daba la impresión de que si alguna vez la flota de naves espaciales debía llenarse, sólo sería a punta de espada.
Prad optó por esperar su momento, sabiendo de antemano que fuerzas mayores de las que él nunca podría reunir estaban en marcha La plaga de los pterthas, el hambre y el brusco desmoronamiento del orden social ejercieron una poderosa persuasión; y a pesar de la condena de la Iglesia, el registro de emigrantes voluntarios fue incrementándose. Pero el conservadurismo de los kolkorronianos era tan grande y tan radicales las soluciones a sus problemas que aún debía superarse un cierto grado de reserva, un sentimiento persistente de que cualquier privación o peligro en Land era preferible a la casi inevitable muerte contranatural en la extraña inmensidad azul del cielo.
Después llegó la noticia de que una nave del E.E.E. había recorrido más de la mitad del camino a Overland y retornado intacta.
En pocas horas, todos los puestos que quedaban aún libres del vuelo de migración se cubrieron, y de repente aquellos que poseían las garantías necesarias fueron objeto de envidia y resentimiento. Se produjo una inversión en la opinión pública, súbita e irracional y muchos de los que se habían burlado de la idea del vuelo al mundo hermano empezaron a considerarse víctimas de discriminación.