Incluso la mayoría, que era demasiado apática para preocuparse por los rumores ampliamente difundidos, se disgustó al oír las historias sobre los vagones cargados con las provisiones que escaseaban, desapareciendo tras las verjas la Base de Naves Espaciales…
En ese ambiente, Lain afirmó que el vuelo de prueba había logrado sus principales objetivos al conseguir dar la vuelta y pasar el punto medio. El descenso a la superficie de Overland habría sido una tarea pasiva y predecible, y los esquemas de Zavotle sobre el continente central, visto a través de los prismáticos, eran lo bastante precisos para mostrar que estaba notablemente despejado de montañas y otros accidentes geográficos que hubieran dificultado un aterrizaje sin problemas.
Incluso la pérdida de un miembro de la tripulación había ocurrido de tal forma que proporcionaba una lección valiosa sobre la inconveniencia de cocinar en condiciones de ingravidez. El comandante de la nave debía ser felicitado por haber llevado a cabo una misión singularmente difícil, había concluido Lain, y la migración debería comenzar en un futuro próximo.
Sus argumentos fueron aceptados.
Se determinó que el primer escuadrón de cuarenta naves, que transportaría principalmente soldados y trabajadores de la construcción, partiría el día 80 del año 2630.
Sólo faltaban seis días para la fecha, y mientras su corcel se abría camino montaña arriba hacia la cueva, Lain se dio cuenta de que, contra lo que cabía esperar, se sentía tranquilo ante la perspectiva del vuelo a Overland. Si todo salía de acuerdo con el plan, Gesalla y él estarían en una de las naves del décimo escuadrón que, contando los retrasos causados por las malas condiciones del tiempo o la actividad ptertha, debía abandonar el planeta en que habían nacido, unos veinte días después. ¿Por qué estaba tan poco conmocionado ante la inminencia de lo que sería la mayor aventura personal de su vida, la mejor oportunidad científica que nunca pudo imaginar, la más intrépida empresa en toda la historia de la humanidad?
¿Estaría demasiado asustado para permitirse siquiera pensar en el acontecimiento? ¿Sería que el creciente distanciamiento de Gesalla, no declarado pero siempre presente en su conciencia, le había causado una herida profunda en su espíritu, dejándolo emocionalmente seco y estéril? ¿O era simplemente una incapacidad de imaginación en una persona que se enorgullecía de sus superiores capacidades mentales?
El torrente de preguntas y dudas se disipó cuando el cuernoazul alcanzó un rellano rocoso y Lain vio la entrada de la cueva enfrente, a poca distancia. Reconfortado por el descanso interior, desmontó y aguardó a que lo alcanzaran los soldados. Las caras de los cuatro hombres estaban cubiertas de gotas de sudor bajo sus cascos de cuero, y era obvio que se encontraban desconcertados por haber tenido que escoltarlo hasta un lugar tan desolado.
— Me esperaréis aquí — dijo Lain al corpulento sargento —. ¿Dónde instalarás a tus vigías?
El sargento se protegió los ojos de los rayos del sol casi verticales que atravesaban rozando el disco bordeado de fuego de Overland.
— En la cima de la montaña, señor. Desde allí podrán ver cinco o seis puestos de observación.
— ¡Bien! Voy a entrar en la cueva y no quiero que se me moleste. Sólo avísame si hay amenaza de pterthas.
— Sí, señor.
Mientras el sargento desmontaba y desplegaba a sus hombres, Lain abrió los cestos que estaban sujetos al cuernoazul y sacó cuatro lámparas de aceite. Prendió las mechas con una lupa y, aguantándolas por las asas de cuerda de vidrio, las llevó consigo hacia la cueva. La entrada era bastante baja y tan estrecha como una puerta de una sola hoja. Durante un momento sintió que el aire estaba más caliente incluso que en el exterior, después encontró una zona de frialdad sombría donde los muros retrocedían para formar una cámara espaciosa. Instaló las lámparas en el sucio suelo y esperó a que sus ojos se adaptaran a la débil luz.
La cueva había sido descubierta a principios de año por un explorador que estudiaba la montaña como posible lugar para un puesto de observación. Quizá por entusiasmo auténtico, quizá por el deseo de probar la famosa hospitalidad del gran Glo, el explorador se había dirigido a Monteverde y descrito allí el sorprendente contenido de la cueva. El informe llegó a Lain poco después y éste decidió investigar el descubrimiento por sí mismo en cuanto tuviese tiempo para ello. Ahora, rodeado por una serie de imágenes que aparecían y se desvanecían, comprendió que su visita a aquel lugar oscuro era simbólica. Estaba volviendo al pasado de Land y alejándose del futuro de Overland, confesándose que no deseaba tomar parte del vuelo o de lo que aguardaba más allá…
Las pinturas de los muros de la cueva se hicieron visibles.
No había ningún orden en las escenas representadas. Parecía como si las zonas más grandes y planas hubiesen sido utilizadas primero, y que las siguientes generaciones de artistas hubiesen llenado los espacios intermedios con escenas fragmentarias, usando el ingenio para incorporar los salientes, agujeros y grietas como rasgos de sus diseños.
El resultado era un montaje laberíntico en donde el ojo se veía obligado a desplazarse incesantemente de cazadores semidesnudos a grupos familiares, de estilizados árboles de brakka a animales extraños o familiares, escenas eróticas, demonios, calderas de cocinar, flores, esqueletos humanos, armas, niños lactantes, dibujos geométricos abstractos, peces, serpientes, aparatos inclasificables y símbolos incomprensibles. En algunos casos, las líneas principales se habían esculpido en la roca y rellenado con resina, produciendo imágenes que saltaban a la vista con implacable poder; en otros había una ambigüedad espacial en la cual una forma humana o animal podía ser definida sólo por el cambio de intensidad de una mancha de color. La mayor parte de los pigmentos aún conservaban su viveza donde se suponía que debían ser vivos, y eran más apagados donde el artista había elegido que lo fuesen, pero en algunos lugares el tiempo había contribuido a la complejidad visual con las manchas de humedad y el crecimiento de los mohos.
Lain se sintió más abrumado que nunca por la idea de la eternidad.
La tesis básica de la religión kolkorroniana era que Land y Overland habían existido siempre y siempre habían sido lo mismo que en los tiempos actuales: dos polos de alternancia continua de los espíritus humanos que se desprendían de la carne. Cuatro siglos antes, una guerra había acabado con la herejía de Bithiana, que afirmaba que una persona sería recompensada por una vida de virtud en uno de los mundos, con una posición superior cuando se reencarnase en el planeta hermano. La principal objeción de la Iglesia había sido contra la idea de una progresión y, en consecuencia, de cambio, que chocaba con la doctrina esencial de que el orden presente era inmutable y eterno. A Lain le parecía fácil creer que el macrocosmos había sido siempre igual, pero en el pequeño escenario de la historia humana existían evidencias de cambios, y extrapolando hacia atrás uno podía llegar a… ¡esto!
Él no disponía de ningún medio para estimar la antigüedad de las pinturas de la cueva, pero su instinto le hacía pensar en milenios, no en siglos. Allí había una prueba de que los hombres habían vivido en circunstancias muy diferentes, que habían pensado de forma distinta, y compartido el planeta con animales que ya no existían. Experimentó una punzada que era mezcla de estímulo intelectual y pesadumbre, al comprender que allí, en los confines de una cavidad rocosa, había material para toda una vida de trabajo. Le habría sido posible completar sus cálculos matemáticos abstractos con el estudio de su propia especie, una trayectoria que parecía infinitamente más natural y gratificante que volar a otro planeta.