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¿Podría hacerlo todavía?

El pensamiento, aunque sólo tomado medio en serio, pareció intensificar el frío de la cueva. Lain alzó sus hombros y empezó a tiritar. Se dio cuenta, como en los últimos tiempos le ocurría a menudo, de que estaba intentando analizar su compromiso con el vuelo a Overland.

¿Era lo que lógicamente debía hacer, la decisión meditada de un filósofo, o que sentía que se lo debía a Gesalla y a los niños que ella pudiera tener, para darles otras posibilidades de futuro? Hasta que no empezó a examinar sus propios motivos, el dilema escueto era: volar a Overland y aceptar el futuro o quedarse en Land y morir con el pasado.

Pero la mayoría de la población no había tenido que tomar esa decisión. Seguirían la propia tendencia humana de negarse a rendirse hasta la muerte, o simplemente rechazarían la idea derrotista de que los ciegos e irracionales pterthas podrían triunfar sobre la humanidad. Sin embargo, el vuelo de migración no podía tener lugar sin la cooperación de quienes se quedaban: los equipos encargados de inflar, los hombres de los puestos de observación de pterthas y los militares, que protegerían la Base de Naves Espaciales y continuarían imponiendo el orden después de que el rey y su séquito hubiesen partido.

La vida humana no iba a desaparecer de Land de la noche a la mañana. Lain lo sabía. Pasarían muchos años, décadas, de declive y restricciones, y quizás el proceso originaría al final un foco resistente de invencibles, unos pocos que vivirían míseramente en condiciones de inimaginable privación. Lain no deseaba formar parte de ese escenario grotesco, pero la verdad era que debía encontrar un rincón entre ellos. La verdad era que, si se lo proponía, podría vivir el tiempo que le quedase en el planeta de su nacimiento, donde su existencia tenía sentido e interés.

Pero ¿qué le ocurriría a Gesalla?

Era demasiado leal para que decidiera marcharse sin él. Tal era su carácter, que el hecho de su progresivo alejamiento espiritual la obligaba a una mayor entrega física, en cumplimiento de sus votos matrimoniales. Dudaba incluso de que alguna vez ella hubiera admitido ante sí misma que estaba…

Los ojos de Lain, recorriendo velozmente el oscuro panorama que lo rodeaba, se fijaron en la imagen de un niño jugando. Era una miniatura, en la unión triangular de tres escenas grandes, y mostraba a un niño absorto con lo que parecía ser una muñeca que sostenía en una mano. Su otra mano estaba extendida hacia un lado, como si despreocupadamente intentase llegar a alguna mascota familiar, y justo detrás había un círculo de rasgos indefinidos. El círculo estaba desprovisto de color y podía representar muchas cosas: una pelota grande, un globo, un Overland caprichosamente situado. Pero Lain se inclinaba a verlo como un ptertha.

Cogió una lámpara y la acercó a la pintura. La iluminación más intensa confirmó que el círculo nunca había contenido pigmento, lo cual era extraño teniendo en cuenta que los antiguos artistas demostraban ser muy escrupulosos y precisos en la reproducción de otros objetos menos importantes. Eso implicaba que su interpretación había sido errónea, especialmente porque el niño de la escena fragmentaria estaba obviamente relajado y tranquilo ante la proximidad de lo que habría sido un objeto de terror.

Las meditaciones de Lain fueron interrumpidas por el ruido de algo que entraba en la caverna. Frunciendo el ceño con fastidio, levantó la lámpara, después dio un paso involuntario hacia atrás al ver que el recién llegado era Leddravohr. La sonrisa del príncipe apareció durante un momento cuando surgió del estrecho pasillo, con la espada raspando la pared, y recorrió la cueva con la mirada.

— Buen postdía, príncipe — dijo Lain, consternado al descubrir que empezaba a temblar.

Las muchas reuniones con Leddravohr durante su trabajo para el E.E.E. le habían enseñado a mantener la compostura cuando estaban con otros en la atmósfera pesada de una oficina, pero aquí, en el espacio restringido de una cueva, Leddravohr era enorme, salvajemente poderoso y aterrador. Estaba tan alejado de los pensamientos de Lain que bien podría haber surgido de una de las escenas primitivas que destacaban en la semioscuridad.

Leddravohr examinó ostentosamente el lugar antes de hablar.

— Me dijeron que había aquí algo extraordinario, Maraquine. ¿Estoy mal informado?

— No lo creo, príncipe.

Lain esperaba haber dominado el temblor de su voz.

— ¿No lo crees? Bueno, ¿qué es lo que tu exquisito cerebro aprecia y el mío no?

Laín trató de encontrar una respuesta que no incluyese el insulto que Leddravohr le facilitaba.

— No he tenido tiempo de estudiar las pinturas, príncipe. Pero me interesa el hecho de su evidente antigüedad.

— ¿Cuánto tiempo crees que llevan ahí?

— Quizá tres o cuatro mil años.

Leddravohr soltó una carcajada burlona.

— Eso es absurdo. ¿Estás diciendo que estos garabatos son más antiguos que Ro- Atabri?

— Es sólo mi opinión, príncipe.

— Te equivocas. Los colores son demasiado vivos. Este lugar fue un escondite durante una de las guerras civiles. Algunos insurgentes se escondieron aquí y… — Leddravohr se detuvo para examinar de cerca un dibujo que representaba dos hombres en una retorcida postura sexual —. Y ya ves lo que hacían para pasar el tiempo. ¿Es esto lo que te intriga, Maraquine?

— No, príncipe.

— ¿No pierdes nunca la paciencia, Maraquine?

— Intento no perderla, príncipe.

Leddravohr soltó otra carcajada, recorriendo con pisadas sonoras la cueva y volviendo a acercarse a Lain.

— Muy bien, puedes dejar de temblar. No voy a tocarte. Puede que te interese saber que estoy aquí porque mi padre ha oído hablar de este nido de arañas. Quiere que las pinturas sean copiadas con exactitud. ¿Cuánto tiempo se tardaría?

Lain echó un vistazo a las paredes.

— Cuatro buenos dibujantes podrían hacerlo en un día, príncipe.

— Tú te encargarás de ello. — Leddravohr lo miró fijamente con una expresión indescifrable en el rostro —. ¿Por qué preocuparse por un sitio como éste? Mi padre está viejo y cansado; pronto tendrá que afrontar el vuelo a Overland; la mayor parte de la población ha sido aniquilada por la plaga, y el resto se está preparando para una revuelta; e incluso algunos cuerpos del ejército se están volviendo indisciplinados ahora que tienen hambre y empiezan a darse cuenta de que pronto yo no estaré aquí para cuidar de su bienestar. Y sin embargo todo lo que se le ocurre a mi padre es ver esos horribles garabatos. ¿Por qué, Maraquine, por qué?

Lain no estaba preparado para la pregunta.

— El rey Prad parece tener los instintos de un filósofo, príncipe.

— ¿Quieres decir que es como tú?

— Ido pretendía elevarme a…

— Todo eso no importa. ¿Es ésa tu respuesta? ¿Quiere saber cosas por el mero hecho de saberlas?

— Eso es lo que significa «filósofo», príncipe.

— Pero…

Leddravohr se interrumpió cuando se produjo un ruido en la entrada de la cueva y apareció el sargento de la guardia personal de Lain. Saludó a Leddravohr y, aunque estaba agitado, esperó su permiso para hablar.

— Adelante, hombre — dijo Leddravohr.

— Se está levantando viento por el oeste, príncipe. Se nos ha avisado que hay peligro de pterthas.

Leddravohr despidió al sargento con un gesto.

— Muy bien, enseguida saldremos.

— El viento se está levantando con rapidez, príncipe — insistió el sargento, obviamente incómodo por tener que volver a hablar tras haber sido despedido.