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— Y un viejo y experto soldado como tú no ve ninguna razón para correr riesgos innecesarios. — Leddravohr colocó una mano sobre el hombro del sargento y lo zarandeó amigablemente, una familiaridad que no habría dispensado al más alto aristócrata —. Coge a tus hombres y márchate ahora, sargento.

Los ojos del sargento emitieron un destello de gratitud y adoración mientras salía corriendo. Leddravohr observó su marcha, después se volvió hacia Lain.

— Me estabas explicando esta pasión por el conocimiento inútil — dijo —. ¡Continúa!

— Yo… — Lain intentaba organizar sus pensamientos —. En mi profesión todo conocimiento se considera útil.

— ¿Por qué?

— Es parte de un todo… una estructura unificada… y cuando esa estructura se complete también se completará el Hombre y poseerá el control absoluto de su destino.

— ¡Bonitas palabras! — La mirada insatisfecha de Leddravohr se quedó fija en una parte del muro cercana a donde estaba Lain —. ¿Crees de veras que el futuro de nuestra raza depende de la pintura del balón de juguete de un mocoso?

— Eso no es lo que dije, príncipe.

— Eso no es lo que dije, príncipe — se burló Leddravohr —. Tú no me has dicho nada, filósofo.

— Siento que no haya oído nada — respondió Lain tranquilamente.

La sonrisa de Leddravohr asomó un instante.

— Eso puede tomarse como un insulto, ¿no? El amor al conocimiento debe ser una pasión ardiente, desde luego, si empieza a enderezar tu columna vertebral, Maraquine. Seguiremos esta discusión en el camino de vuelta. ¡Vamos!

Leddravohr se dirigió hacia la entrada, se colocó de lado y atravesó el estrecho pasadizo. Lain apagó las cuatro lámparas y, dejándolas donde estaban, siguió a Leddravohr hasta el exterior. Una apreciable brisa corría sobre los contornos irregulares de la montaña desde el oeste. Leddravohr, ya montado en su cuernoazul, observó divertido como Lain se levantaba las sayas de su túnica y trepaba con torpeza a su montura. Tras una mirada escrutadora al cielo, Leddravohr se encaminó montaña abajo, controlando a su animal con la despreocupación del jinete nato.

Lain, cediendo ante un impulso, apremió a su cuernoazul por un camino casi paralelo, decidido a mantenerse a la altura del príncipe. Estaban prácticamente en la mitad de la montaña cuando descubrió que guiaba a su animal a toda velocidad sobre un terreno de piedras de esquisto. Intentó llevar el cuernoazul hacia la derecha, pero sólo consiguió hacerle perder el equilibrio. Éste profirió un ladrido de alarma y tropezó en la superficie traicionera cayendo al lado. Lain escuchó el crujido de la pata del animal al salir disparado hacia una zona de hierba amarilla, que afortunadamente apareció ante su vista. Se golpeó contra el suelo, rodó y se puso de pie de un salto, ileso, pero consternado ante los lamentos de agonía del cuernoazul mientras se agitaba sobre los guijarros.

Leddravohr desmontó con un solo movimiento súbito y avanzó a grandes pasos hasta el animal caído, la espada negra en su mano. Se colocó en posición y rápidamente clavó la hoja en el vientre del cuernoazul, inclinando la estocada hacia arriba para penetrar en la cavidad del pecho. El cuernoazul se agitó convulsivamente, emitió un sonido ronco y murió. Lain se llevó una mano a la boca en un intento de controlar el brusco ascenso del contenido de su estómago.

— He aquí otro bocado de conocimiento útil para ti — dijo Leddravohr con calma —. Cuando estés matando a un cuernoazul, nunca vayas directamente al corazón o te llenarás de sangre por todas partes. De esta forma el corazón se descarga en las cavidades corporales y causa pocos problemas. ¿Ves? — Leddravohr retiró su espada, la limpió sobre la crin del animal muerto y abrió sus brazos, invitando a una inspección de sus ropas inmaculadas —. ¿No estás de acuerdo en que es muy… filosófico?

— Yo lo hice caer — murmuró Lain.

— Sólo era un cuernoazul. — Leddravohr enfundó su espada, volvió a montar y se balanceó sobre la montura —. Vamos, Maraquine. ¿A qué esperas?

Lain miró al príncipe, que tenía una mano extendida para ayudarle a subir al cuernoazul, y sintió una fuerte aversión al pensar en el contacto físico con él.

— Gracias, príncipe, pero no sería propio para alguien de mi posición cabalgar con usted.

Leddravohr estalló de risa.

— ¿De qué hablas, imbécil? Ahora estamos fuera del mundo real, del mundo de los soldados, y los pterthas se encuentran a un paso.

La referencia a los pterthas cayó sobre Lain como una daga de hielo. Se adelantó, vacilante.

— No seas tan tímido — dijo Leddravohr, con ojos divertidos y burlones —. Después de todo, no sería la primera vez que compartimos una montura.

Lain se quedó petrificado, invadido por un sudor frío, y se oyó a sí mismo decir:

— Pensándolo mejor, prefiero volver a la base caminando.

— Se me acaba la paciencia contigo, Maraquine. — Leddravohr se protegió los ojos de la luz solar y examinó el cielo por el oeste —. No voy a suplicarte que salves tu propia vida.

— Mi vida es mi responsabilidad, príncipe.

— Eso debe ser algo de la sangre de los Maraquine — dijo Leddravohr, encogiéndose de hombros, como si se dirigiera a una tercera persona invisible.

Volvió la cabeza del cuernoazul hacia el este y azuzó al animal al galope. En pocos segundos desapareció de la vista tras una roca y Lain se quedó solo en un accidentado paisaje, que de repente le pareció tan extraño e implacable como un planeta lejano. Dejó escapar una carcajada temblorosa de incredulidad al apreciar la situación en la que se había colocado a sí mismo por un simple abandono de la razón.

¿Por qué ahora?, se preguntó. ¿Por qué he esperado hasta ahora?

Se produjo un leve sonido de algo que arañaba en las proximidades. Lain se volvió asustado y vio a uno de esos bichos pálidos de múltiples patas que salía culebreando de su madriguera, abriéndose paso ansiosamente entre los guijarros para llegar hasta el cuernoazul muerto. Se apartó con rapidez para no presenciar el espectáculo. Durante un momento pensó en volver a la cueva, después se dio cuenta de que sólo le ofrecería una mínima protección durante el día; y al caer la noche probablemente toda la montaña estaría plagada de burbujas, acechando y escudriñando. Lo mejor sería dirigirse hacia el este, a la Base de Naves Espaciales, lo más aprisa posible e intentar llegar allí antes de que los pterthas llegasen transportados por el viento.

Tomada la decisión, Lain empezó a correr a través del calor susurrante. Cerca del inicio de la colina encontró una ladera abierta que le permitió una visión ilimitada hacia el este. Una lejana estela de polvo marcaba el camino de Leddravohr; y mucho más allá, casi en los borrosos límites de la base, una gran nube mostraba lo lejos que se hallaban ya los cuatro soldados. No había considerado la diferencia entre la velocidad de un hombre caminando y otro cabalgando a galope sobre un cuernoazul. Podría avanzar más cuando llegase al prado llano, pero incluso así era probable que tardara más de una hora en ponerse a salvo.

¡Una hora!

¿Tengo alguna esperanza de sobrevivir todo ese tiempo?

Como para distraerse de su angustia, intentó buscar en sus conocimientos profesionales una respuesta a la pregunta. Las estadísticas, cuando se analizaban desapasionadamente, eran más alentadoras de lo que se podía esperar.

La luz del día y el terreno llano no ofrecían condiciones favorables a los pterthas. No tenían capacidad autónoma para impulsarse en un plano horizontal, dependían de las corrientes de aire que los transportaban por la superficie de la tierra, lo que significaba que un hombre en movimiento tenía poco que temer de un ptertha si atravesaba campo abierto. Teniendo en cuenta que no habían cubierto la zona, cosa que no solía ocurrir durante el día, todo lo que tenía que hacer era observar a las burbujas con cuidado y estar atento a la dirección del viento. Cuando amenazase un ptertha, era simplemente cuestión de esperar hasta que se acercara, después correr en dirección opuesta al viento durante una corta distancia y dejar que la burbuja se alejase impotente.