— Creo que sabes por qué estoy aquí. — Balountar hizo una pausa de unos tres segundos antes de añadir el tratamiento real, separándola así de su primer comentario y manifestando una insolencia deliberada —. Príncipe.
— Si vienes a pedir algún puesto en la migración, llegas demasiado tarde; todos están ocupados.
— No vengo a pedir nada — dijo Balountar alzando la voz, dirigiéndose a la multitud más que a Leddravohr —. Vengo a exigir. Exigir lo que debe cumplirse.
— ¡Exigir!
Nadie se habría atrevido nunca a usar esa palabra con Leddravohr, y al repetirla, le sucedió algo extraño. Su cuerpo se convirtió en dos cuerpos: uno físico y firme, anclado a la tierra; y otro ingrávido y etéreo, aparentemente capaz de ser arrastrado por la brisa más ligera. Esta última naturaleza rompió la conexión entre las dos dando un paso hacia atrás. Sentía como si ya no estuviese en contacto con la superficie de la llanura, sino suspendido a la altura de la hierba, como un ptertha, con una visión inteligente pero distante de lo que sucedía. Desde ese lugar superior observó, absorto, cómo su naturaleza corpórea acababa con un estúpido juego…
— ¿Cómo te atreves a hablarme a mí de exigencias? — gritó el Leddravohr carnal —. ¿Has olvidado la autoridad que me confirió mi padre?
— Hablo como autoridad superior — insistió Balountar, no cediendo ni un ápice —. Hablo en nombre de la Iglesia, de la Gran Permanencia, y te ordeno que destruyas los vehículos en los que planeas profanar el Camino de las Alturas. Además, todos los alimentos y cristales y otras provisiones vitales que habéis robado ala gente, deben ser devueltos de inmediato. Éstas son mis últimas palabras.
— Tienes más razón de lo que crees — susurró Leddravohr.
Desenvainó su espada de batalla, pero algún vestigio rezagado de consideración hacia la ley le disuadió de atravesar con la hoja negra el cuerpo del gran Prelado. En vez de ello, se apartó de Balountar, se volvió hacia los oficiales armados que observaban de cerca y se dirigió al coronel Hippern que aguardaba con el rostro pétreo.
— Arresten al traidor — dijo incisivamente.
Hippern dio una orden en voz baja y dos soldados se adelantaron empuñando sus espadas. Un curioso sonido como de gruñido y protesta surgió de entre la multitud cuando los soldados tomaron a Balountar por los brazos y lo llevaron, a pesar de sus forcejeos, hasta el otro lado de la valla que rodeaba la base. Hippern miró a Leddravohr, como interrogándolo.
— ¿Qué esperabas? — Leddravohr señaló con el dedo índice hacia el suelo, indicando que quería que el gran Prelado fuese obligado a arrodillarse —. Ya conoces el castigo por alta traición. ¡Adelante!
Hippern, con el rostro impasible bajo su casco ornamentado, habló otra vez a los oficiales que estaban junto a él y, un segundo más tarde, un corpulento sargento primera corrió hacia los dos soldados que aguantaban a Balountar. El gran Prelado duplicó sus esfuerzos por liberarse, con su cuerpo vestido de negro sometido a contorsiones forzadas mientras los soldados lo obligaban a inclinarse. Alzó el rostro hacia su verdugo. Abrió la boca como si intentara articular una oración o un juramento, creando una diana que el sargento eligió inconscientemente en el momento de la ejecución. La espada penetró por la boca de Balountar y surgió por la base del cerebro, atravesando la espina dorsal, acabando con su vida en el acto. Los dos soldados soltaron el cuerpo y dieron un paso atrás, y se oyó un gemido entre la multitud Una piedra recorrió el aire en arco y cayó cerca de los pies de Leddravohr.
Durante un momento pareció que el príncipe iba a lanzarse contra la multitud y a atacarla sin ayuda, después se volvió hacia el sargento primera.
— Córtale la cabeza al cura Álzala en una pica para que sus seguidores puedan seguir venerándolo.
El sargento asintió y llevó a cabo su espeluznante misión con la destreza serena de un carnicero; y en un minuto, la cabeza de Balountar estuvo sobre el asta de la pica que fue clavada en un poste de la verja. Riachuelos de sangre se deslizaron rápidamente por el asta.
Se produjo un largo silencio, un silencio que penetraba en los oídos y pareció que se había llegado a un punto muerto. Después, poco a poco, se hizo claro para aquellos que observaban desde dentro de la base, que la situación no era en realidad estática; el semicírculo formado al otro lado de la verja se encogía con lentitud Los que estaban en los límites de la masa de seres humanos parecían inmóviles, pero sin embargo avanzaban, como filas de estatuas que fuesen empujadas por una presión inexorable desde atrás. La evidencia de que se estaba ejerciendo una fuerza tremenda se produjo cuando un poste de la cerca, a la derecha de la entrada, crujió y empezó a inclinarse hacia delante.
— Cierren la verja — gritó el coronel Hippern.
— ¡Déjenla! — Leddravohr se dirigió al coronel —. El ejército no huye de una chusma de civiles. Ordena a tus hombres que limpien toda la zona.
Hippern tragó saliva, evidenciando su inquietud, pero hizo frente a la mirada directa de Leddravohr.
— La situación es difícil príncipe. Éste es un regimiento local la mayoría reclutados en Ro-Atabri, y los hombres no aceptarán la idea de atacar a los suyos.
— ¿Le estoy oyendo bien, coronel? — Leddravohr apretó el puño sobre la espada y una luz blanca apareció en sus ojos —. ¿Desde cuándo son los simples soldados árbitros de los asuntos de Kolkorron?
La garganta de Hippern tragó de nuevo, pero su valor no le abandonó.
— Desde que tienen hambre, príncipe. Siempre ocurre lo mismo.
Inesperadamente Leddravohr sonrió.
— Ése es su juicio profesional, ¿verdad coronel? Ahora obsérveme atentamente. Voy a enseriarle algo que es esencial para mandar.
Se giró, dio varios pasos hacia la triple fila de soldados que aguardaban y alzó su espada.
— ¡Dispersen a la chusma! — gritó, deslizando su espada hacia delante para indicar la dirección del ataque contra la multitud que avanzaba. Los soldados rompieron filas inmediatamente y corrieron a enfrentarse con los primeros intrusos, y el relativo silencio que había dominado la escena desapareció en un súbito alboroto. La multitud retrocedió, pero en vez de huir en completo desorden, sus miembros se reunieron de nuevo. Habían retrocedido pero sólo a corta distancia, y fue entonces cuando un hecho significativo se hizo evidente: sólo un tercio de los soldados habían obedecido la orden de Leddravohr. Los otros apenas se habían movido y miraban descontentos a sus oficiales más jóvenes. Incluso los soldados que se habían enfrentado al tumulto parecían haberlo hecho por sumisión, sin convencimiento. Se dejaban vencer fácilmente, perdiendo sus armas con tal rapidez que pronto pasaron a disposición de la muchedumbre que se agitaba. Se oyeron gritos alentadores cuando una parte de la cubierta del camino fue arrancada y su estructura rota para proporcionar más armas…
El otro Leddravohr, frío, etéreo y ajeno a la situación, observaba con cierto interés, mientras el Leddravohr carnal, encerrado en el cuerpo, corría hacia un teniente de rostro inocente y le ordenaba que dirigiese a sus hombres contra la multitud Se vio cómo el teniente movía la cabeza, argumentando, y un segundo más tarde estaba muerto, casi decapitado de una sola estocada de la espada del príncipe. Leddravohr había perdido su humanidad, había dejado de sentir como un ser humano. Con la cabeza hacia delante y arrastrando los pies, se movía entre sus oficiales y hombres como un terrible demonio, prodigando destrucción.
¿Cuánto tiempo continuará esto? se preguntó el otro Leddravohr. ¿Existe límite en lo que puede soportar el hombre?
Su atención fue atraída de repente por un nuevo fenómeno. El cielo se estaba oscureciendo por el oeste mientras ascendían columnas de humo desde varios distritos de la ciudad. Sólo podía significar que las pantallas anti — ptertha estaban ardiendo, que algunos de sus habitantes, impulsados por la ira y la frustración, manifestaban su última protesta contra el orden presente.