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— No importa eso — le cortó Toller —. ¿Qué se ha hecho respecto a avisar a los emigrantes y traerlos aquí?

— El rey y el príncipe Chakkell ya están en los recintos. Todos los miembros de la familia real y de la nobleza tienen que llegar aquí bajo la protección de nuestros guardianes. Es un caos, Toller. Los emigrantes normales tendrán que llegar por sí solos, y si las cosas siguen como ahora, dudo de que…

— Estoy en deuda contigo por haberme esperado aquí, Ilven — dijo Toller, volviendo a montar su cuernoazul —. Creo que me explicaste algo cuando estábamos allá arriba muriéndonos de frío y sin nada que hacer excepto contar estrellas fugaces. Que no tenías familia. ¿Es cierto?

— Sí.

— En ese caso debes volver a los recintos y tomar la primera nave disponible que encuentres. Yo todavía no estoy libre para marcharme.

Zavotle se adelantó mientras Toller se acomodaba en la montura.

— Leddravohr quiere que nosotros dos seamos los pilotos reales, Toller. Usted especialmente, porque nadie más ha dado nunca el vuelco a una nave.

— Olvida que me has visto — dijo Toller —. Volveré en cuanto pueda.

Salió cabalgando por el interior de la base, tomando un camino que quedaba alejado de los recintos de los globos. Las redes anti — ptertha s colocadas encima proyectaban sus sombras sobre una escena de actividad confusa y frenética. Se había planeado que la flota de migración partiría de una forma ordenada en un período de entre diez y veinte días, según las condiciones climáticas. Ahora era una carrera para ver cuántas naves podían enviarse antes de que la base fuera tomada por los disidentes, y la situación se hacía aún más desesperada desde que las vulnerables pantallas anti — ptertha s habían sido atacadas. No se apreciaban corrientes de aire, circunstancia que ayudaba a las tripulaciones de las naves espaciales y mantenía la actividad ptertha al mínimo, pero con la llegada de la noche las burbujas lívidas aumentarían su fuerza.

Con la urgencia por cargar las provisiones, los trabajadores rompían los embalajes de madera sin más ayuda que sus manos. Los soldados pertenecientes al recién formado Regimiento de Overland (su lealtad estaba garantizada porque debían volar con Leddravohr) se movían de un lado a otro, exhortando ruidosamente al personal de la base para que se esforzase más, y en algunos casos contribuían personalmente al trabajo. Aquí y allí, entre el caos, deambulaban pequeños grupos de hambres, mujeres y niños que habían obtenido las garantías para emigrar en las provincias y llegado allí con anticipación. Por encima y a través de todo destacaba el estrépito de los ventiladores de inflado, el rugido desconcertante y espasmódico de los quemadores de las naves espaciales y el cenagoso olor de la mezcla de gases liberados.

Toller pasó casi inadvertido por las secciones de almacenaje y talleres, pero al llegar a un camino cubierto que conducía por el este hacia la ciudad, encontró la entrada protegida por un gran destacamento de soldados. Los oficiales que había entre ellos interrogaban a todo aquel que intentaba pasar. Toller se hizo a un lado y usó su telescopio para examinar la distante salida. La corta perspectiva producía una imagen difícil de interpretar, pero pudo ver muchos soldados de a pie y algunos grupos montados; y detrás de ellos a la multitud llenando las empinadas calles donde empezaba propiamente la ciudad. Había pocos indicios de movimiento, pero era obvio que se produciría una confrontación y que el camino normal hacia la ciudad estaba intransitable.

Seguía pensando en cómo actuar, cuando le llamaron la atención unas manchas de color moviéndose en la tierra cubierta de matorrales que se extendía hacia el sureste, en dirección al barrio periférico de Monteverde. El telescopio le reveló que eran civiles corriendo hacia el centro de la base. Por la alta proporción de mujeres y niños, dedujo que se trataba de emigrantes que habían cruzado la cerca del perímetro en algún punto distante de la entrada principal. Se volvió por el túnel, buscó un paso entre las dobles redes anti — ptertha s y salió cabalgando hacia los ciudadanos que se aproximaban. Cuando llegó junto a los cabecillas, éstos blandieron sus salvoconductos blanquiazules de migración.

— Dirigíos hacia los recintos de los globos — les gritó —. Os sacaremos.

Los hombres y mujeres de rostros ansiosos le dieron las gracias y corrieron hacia allí, algunos llevando en brazos o arrastrando a los niños. Volviéndose para seguirlos con la mirada, Toller vio que la llegada de éstos había sido advertida y que se acercaban unos hombres montados para detenerlos. El cielo tras los jinetes era un espectáculo único. Ahora había quizá veinte naves en el aire sobre los recintos, agrupándose peligrosamente en los niveles bajos y dispersándose al alejarse hacia el cenit.

Sin detenerse a ver qué tipo de recibimiento daban a los emigrantes, Toller azuzó al cuernoazul hacia Monteverde. A lo lejos, a su izquierda, en Ro-Atabri, el fuego parecía haberse extendido. La ciudad estaba construida en piedra, pero las vigas de madera y cuerdas con las que se había revestido para protegerla de los pterthas, eran altamente inflamables y los incendios empezaban a ser lo bastante grandes como para crear sus propios sistemas de transmisión, ganando terreno sin ayuda de los elementos. Sólo haría falta, y Toller lo sabía, que se levantase una leve brisa, y la ciudad ardería en cuestión de minutos.

Hostigó al cuernoazul para que galopase, eligiendo su camino basándose en los grupos de refugiados que encontraba y divisando finalmente un lugar donde la barricada del perímetro había sido derribada. Atravesó la abertura, ignorando las miradas recelosas de la gente que trepaba entre las estacas, tomando un camino directo hacia la montaña de la Casa Cuadrada. Las calles por las que había correteado siendo un niño estaban sucias y abandonadas, como un extraño territorio del pasado.

Un minuto más tarde, ya en el barrio de Monteverde, al dar la vuelta a una esquina encontró una partida de cinco civiles armados con palos. Aunque obviamente no eran emigrantes, se dirigían a toda prisa hacia la base. Toller adivinó enseguida que su intención era acosar y quizá robar a algunas de las familias de emigrantes que había visto antes.

Se separaron para bloquear la estrecha calle y el líder, un hombre robusto de mandíbula caída ataviado con una capa, le preguntó:

— ¿Qué te crees que estás haciendo, chaqueta azul?

Toller, que fácilmente podría haber derribado al hombre desde su montura, tiró de las riendas para detenerse.

— Ya que me lo preguntas con tanta amabilidad, no me importa decirte que estoy dudando entre si matarte o no.

— ¡Matarme! — El hombre golpeó el suelo imperiosamente con su palo, en la creencia de que los tripulantes espaciales no iban armados —. ¿Y cómo vas a hacerlo?

Toller sacó su espada con un movimiento horizontal, haciendo saltar el garrote de la mano del hombre.

— Eso podría haber sido tu muñeca o tu cuello — dijo suavemente —. ¿Alguno más desea seguir con el asunto?

Los cuatro se miraron entre sí y retrocedieron.

— No tenemos nada contra usted — dijo el hombre de la capa, acariciándose la mano resentida por el violento impacto en el garrote —. Seguiremos nuestro camino.

— No lo haréis. — Toller usó la hoja de brakka para señalar un callejón que conducía en dirección contraria a la base espacial —. Seguiréis ese camino, y volveréis a vuestras guaridas. Dentro de pocos minutos pasaré de nuevo hacia la base, y juro que si me encuentro a cualquiera de vosotros otra vez, será mi espada quien hable. ¡Ahora marchaos!

En cuanto los hombres desaparecieron de su vista, guardó la espada y reemprendió el ascenso hacia la montaña. Dudó de que su aviso tuviese un efecto definitivo en los rufianes, pero ya había perdido demasiado tiempo ayudando a los emigrantes, quienes deberían aprender a afrontar muchos rigores en los días venideros. Una mirada al semicírculo que se estrechaba sobre el disco de Overland, le dijo que no quedaba mucho más de una hora para la llegada de la noche breve, y era necesario que llevase a Gesalla a la base antes de que ocurriera.