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Al llegar a la cima de Monteverde, galopó por las silenciosas avenidas de la Casa Cuadrada y desmontó en el recinto amurallado. Se dirigió al vestíbulo de entrada y allí se encontró con Sany, la gorda cocinera, y a un criado calvo que le era desconocido.

— ¡Amo Toller! — gritó Sany —. ¿Tiene noticias de su hermano?

Toller sintió que su dolor se renovaba. La rápida sucesión de los acontecimientos había detenido su proceso emocional normal.

— Mi hermano está muerto — dijo —. ¿Dónde está tu señora?

— En su dormitorio. — Sany se llevó las manos a la garganta —. Éste es un día terrible para todos nosotros.

Taller corrió hacia la escalera principal, pero se detuvo ante el primer escalón.

— Sany, volveré a la Base de Naves Espaciales en pocos minutos. Te aconsejo encarecidamente a ti y a… — miró interrogativamente al criado.

— Harribend, señor.

— …a ti y a Harribend, y a los otros sirvientes que aún queden, que vengáis conmigo. La migración ha comenzado antes de tiempo en una gran confusión, y aunque no tengáis salvoconductos, creo que os encontraré un lugar en alguna nave.

Ambos criados retrocedieron.

— Yo no podría ir al cielo antes de que me llegue mi hora — dijo Sany —. No es natural. No está bien.

— Hay revueltas por toda la ciudad y las pantallas anti — ptertha se están quemando.

— Que sea lo que deba ser, amo Toller. Correremos el riesgo aquí, en el lugar a que pertenecemos.

— Pensadlo bien — dijo Toller.

Subió hasta el rellano y atravesó el conocido pasillo que conducía a la parte sur de la casa, incapaz de aceptar del todo que ésta era la última ocasión en que vería las figuritas de cerámica brillando en sus vitrinas, o su reflejo fantasmagórico sobre los paneles de madera de vidrio pulida. La puerta del dormitorio principal estaba abierta.

Gesalla se hallaba de pie junto a la ventana que servía de marco a una vista de la ciudad, cuyos rasgos dominantes eran las columnas de humo negro y blanco intersectando las bandas horizontales azul y verde de la bahía de Arle y el golfo de Tronom. Iba vestida como nunca antes la había visto, con chaleco y pantalones grises de sarga complementados con una blusa de tela más fina, también de color gris. En conjunto era casi una réplica de su propio uniforme de hombre del espacio. Una repentina timidez le impidió hablar o llamar a la puerta. ¿Cómo debían comunicarse el tipo de noticias que llevaba?

Gesalla se volvió y lo miró con ojos sabios y sombríos.

— Gracias por venir, Toller.

— Es sobre Lain — dijo, entrando en la habitación —. Me temo que traigo malas noticias.

— Sabía que estaba muerto cuando no recibí ningún mensaje al anochecer. — Su voz era fría, enérgica —. Sólo me faltaba la confirmación.

Toller no esperaba esa falta de emoción.

— Gesalla, no sé cómo decírtelo… en un momento como éste… pero has visto los incendios de la ciudad. No tenemos otra salida que…

— Estoy preparada para marchar — dijo Gesalla, cogiendo un envoltorio bien atado que había sobre una silla —. Éstas son todas las pertenencias personales que necesito. O, al menos, las que he decidido llevarme. No es demasiado, ¿verdad?

Él observó su bello e imperturbable rostro durante un instante, luchando contra un resentimiento irracional.

— ¿Tienes idea de adónde vamos?

— ¿Dónde sino a Overland? Las naves espaciales están saliendo. Según lo que he podido descifrar de los mensajes de luminógrafo procedentes del Palacio Principal, la guerra civil ha estallado en Ro-Atabri y el rey ya ha escapado. ¿Crees que soy estúpida, Toller?

— ¿Estúpida? No, eres muy inteligente, muy lógica.

— ¿Esperabas que estuviese histérica? ¿Tenía que ser sacada de aquí, gritando que me daba miedo ir al espacio, en donde sólo el heroico Toller Maraquine ha estado?

¿Tenía que llorar y rogar que me diesen tiempo para poner flores sobre la tumba de mi marido?

— No, no esperaba que llorases. — Toller estaba consternado por lo que decía, pero era incapaz de contenerse —. No esperaba que fingieses pesar.

Gesala le abofeteó la cara con un movimiento tan rápido de la mano que no tuvo oportunidad de evitarlo.

— No vuelvas a decirme algo así otra vez. ¡No vuelvas a hacer ese tipo de presuposiciones sobre mí! Ahora, ¿nos marchamos o vamos a quedarnos aquí hablando todo el día?

— Cuanto más pronto nos marchemos mejor — dijo él petrificado, resistiendo las ganas de tocarse la mejilla que le escocía —. Llevaré tu paquete.

Gesalla le arrebató el fardo y lo colgó de su hombro.

— Lo hice para llevarlo yo; tú ya tienes bastante que hacer.

Se deslizó ante él hacia el pasillo y, moviéndose con suavidad y rapidez, llegó a la escalera principal antes que él la alcanzara.

— ¿Qué hay de Sany y los otros criados? — preguntó Toller —. No me gusta la idea de dejarlos.

Ella negó con la cabeza.

— Lain y yo intentamos convencerlos de que pidieran los salvoconductos, y no lo conseguimos. No puedes obligar a la gente a irse, Toller.

— Supongo que tienes razón. — Caminó junto a ella hasta la puerta, dirigiendo una mirada nostálgica al vestíbulo, y salió hacia el patio donde aguardaba el cuernoazul —. ¿Dónde está tu carruaje?

— No lo sé. Lain se lo llevó ayer.

— ¿Eso significa que tendremos que montar juntos?

Gesalla suspiró.

— No pienso ir corriendo a tu lado.

— Muy bien.

Sintiéndose extrañamente cohibido, Toller trepó a la montura y extendió una mano a Gesalla. Se sorprendió de la poca fuerza que tuvo que hacer para ayudarle a colocarse de un salto tras él, y aún más cuando ella deslizó los brazos alrededor de su cintura y se apretó contra su espalda. Era preciso cierto contacto corporal, pero casi parecía como si… Rechazó el pensamiento antes de que se completara, avergonzado por su obscena predisposición a pensar en Gesalla dentro de un contexto sexual puso el cuernoazul a trote rápido.

Al salir del recinto y tomar el camino del noroeste, vio que había muchas más naves en el cielo sobre la base, reduciéndose a pequeñas manchas al ser absorbidas por las profundidades azules de la atmósfera superior. Por él movimiento de éstas, se apreciaba una ligera corriente hacia el este, lo que significaba que el caos de la salida podía complicarse aún más por la llegada de los pterthas. A su izquierda, las torres de humo que subían de la ciudad eran cortadas horizontalmente y dispersadas al alcanzar las corrientes de aire de los niveles altos. Los árboles que se quemaban producían de vez en cuando explosiones polvorientas.

Toller cabalgó montaña abajo con tanta rapidez como era posible manteniendo la seguridad. Las calles estaban vacías como antes, pero se habían incrementado los ruidos de tumultos que provenían directamente del frente hacia donde iban. Emergió de la última protección de edificios abandonados y descubrió que había cambiado el escenario en la periferia de la base.

La ruptura de la barricada se había agrandado y varios grupos, en un total de unas cien personas, se habían reunido allí, siéndoles impedida la entrada al recinto por las filas de infantería. Arrojaban piedras y trozos de madera a los soldados, quienes a pesar de estar armados con espadas y jabalinas, no respondían al ataque. Varios oficiales montados, permanecían tras los soldados, y Toller supo por sus espadas empuñadas y los destellos verdes en sus hombros que pertenecían al regimiento de Sorka, hombres que eran leales a Leddravohr y no tenían ningún vínculo particular con Ro-Atabri. Era una situación que podía desencadenar una carnicería en cualquier momento; y si eso ocurría, los soldados rebeldes se verían obligados a convertir aquello en el teatro de una guerra en miniatura.