Hostigó al cuernoazul para que galopase. El potente animal respondió con prontitud, recorriendo la distancia que lo separaba del lugar en pocos segundos. Toller esperaba sorprender a los alborotadores completamente desprevenidos y abrirse paso entre ellos sin que tuvieran tiempo de reaccionar, pero los golpes de los cascos contra el barro duro atrajeron la atención de los hombres, que se volvieron para coger piedras.
— Allí hay un chaqueta azul — oyó gritar —. ¡Coged a ese sucio chaqueta azul!
La vista del animal cargando decididamente y la espada de batalla de Toller fueron suficientes para despejar su camino, pero no pudieron evitar las rociadas intermitentes de proyectiles. Toller recibió fuertes golpes en el brazo y en el muslo, y un trozo de esquisto incidió directamente sobre los nudillos de la mano que aguantaba las riendas. Condujo al cuernoazul a través de los maderos derribados de la barricada y casi había llegado a las líneas de soldados, cuando oyó un golpe y sintió el impacto transmitido a través del cuerpo de Gesalla. Ésta jadeó y se soltó durante un breve momento, recobrando de inmediato el dominio de sí misma. Las líneas de soldados se apartaron para abrirle paso. Después obligó al cuernoazul a pararse.
— ¿Te hizo daño? — preguntó a Gesalla, sin poder volverse en la silla o desmontar por lo fuertemente que ella le agarraba.
— No es nada serio — respondió con una voz apenas audible —. Debes seguir.
Un teniente con barba se aproximó a ellos, los saludó y cogió la brida del cuernoazul.
— ¿Es usted el capitán espacial Toller Maraquine?
— Sí.
— Debe presentarse inmediatamente ante el príncipe Leddravohr en el Recinto 12.
— Eso es lo que intento hacer, teniente — dijo Toller —. Será mejor que se aparte.
— Señor, las órdenes del príncipe Leddravohr no mencionaban a una mujer.
Toller levantó las cejas y miró al teniente a los ojos.
— ¿Cómo dice?
— Yo… nada, señor.
El teniente soltó la brida y se apartó.
Toller animó al cuernoazul para que avanzase, conduciéndolo entre el alboroto de los recintos de los globos. Se había descubierto, aunque nadie había explicado el fenómeno, que las barreras perforadas protegían mejor a los globos de las alteraciones del aire que las cubiertas continuas. El cielo brillaba en el oeste a través de las aberturas cuadradas de los recintos, haciendo que pareciesen más que nunca una hilera de torres altas, a los pies de las cuales estaba la hirviente actividad de miles de trabajadores, la tripulación aérea y los emigrantes con todos sus bultos y provisiones.
El hecho de que el sistema funcionara incluso en circunstancias tan extremas, hablaba bien de la capacidad organizativa de Leddravohr, Chakkell y el personal designado por ellos. Las naves seguían despegando en grupos de dos o tres, y a Toller se le ocurrió que era casi un milagro que no se produjese ningún accidente serio.
En ese momento, como si su pensamiento hubiera engendrado el suceso, la barquilla de una nave que se alzaba demasiado deprisa golpeó el borde de su recinto. La nave empezó a oscilar y, a una altura de unos sesenta metros, alcanzó a otra que había salido unos segundos antes. En uno de sus movimientos pendulares, la barquilla de la nave descontrolada chocó lateralmente contra el globo de la aeronave más lenta. La cubierta de la última se rajó y ésta perdió su simetría, agitándose y trepidando como una criatura herida que surgiera de las profundidades, y la nave se precipitó hacia tierra, arrastrando sus montantes de aceleración que se habían soltado. Cayó sobre un grupo de vagones de suministros. El impacto debió de romper los conductos de alimentación del quemador, produciendo de inmediato una llamarada y humo negro; y los ladridos de los cuernoazules lastimados o aterrorizados se sumaron a la conmoción general.
Toller trató de no pensar en la suerte de los que iban a bordo. El despegue nefasto de la otra nave parecía obra de un novato, cosa probable ya que los mil pilotos cualificados asignados a la flota de migración no estarían disponibles, posiblemente atrapados en los disturbios de la ciudad. Nuevos peligros se añadían a la estremecedora serie de riesgos que esperaban a los viajeros interplanetarios.
Sintió la cabeza de Gesalla apoyada sobre su espalda mientras atravesaban el lugar y su ansiedad por ella creció. Su delicado cuerpo estaba poco preparado para resistir el golpe que él sintió de rebote. Al acercarse al duodécimo recinto, vio que éste y otros tres adyacentes en dirección norte estaban densamente rodeados de soldados de infantería y caballería. En la zona protegida había un área de relativa calma. Cuatro globos aguardaban en su recinto, con los equipos de inflado dispuestos, y corros de hombres y mujeres lujosamente vestidos junto a montones de cajas ornamentadas y otras pertenencias. Algunos de los hombres bebían mientras estiraban el cuello para ver la nave accidentada, y un pequeño grupo de niños correteaba alrededor de sus piernas como si estuviesen jugando durante una excursión familiar.
Toller recorrió la zona con la mirada y distinguió un grupo en el que estaban Leddravohr, Chalckell y Pouche, todos de pie junto a la figura sentada del rey Prad. El soberano, acomodado en una silla corriente, miraba con fijeza al suelo, en apariencia ajeno a lo que estaba ocurriendo. Parecía viejo y deprimido, contrastando notablemente con el aspecto vigoroso que Toller recordaba.
Un joven capitán del ejército se adelantó a recibir a Toller cuando éste detuvo el cuernoazul. Pareció sorprenderse al ver a Gesalla, pero le ayudó a bajar con amabilidad y sin ningún comentario. Toller desmontó y vio que el rostro de ella estaba totalmente blanco. Se tambaleaba un poco y sus ojos tenían una mirada distante, abstraída, que le confirmó que había sido seriamente lastimada.
— Quizá deba llevarte — le dijo cuando las filas de soldados se apartaron a una señal del capitán.
— Puedo andar, puedo andar — murmuró —. Aparta tus manos, Taller; la bestia no debe ver que necesito ayuda.
Taller asintió, impresionado por su valor, y caminó delante de ella hacia el grupo real. Leddravohr volvió la cabeza hacia él y por una vez no mostró su malévola sonrisa. Sus ojos llameaban en su rostro marmóreo. Había una salpicadura roja en diagonal sobre su coraza blanca, y la sangre se estaba coagulando alrededor de la vaina de su espada, pero su comportamiento sugería más una ira controlada que la rabia enloquecida de la que había hablado Zavotle.
— Hace horas que mandé que te avisaran, Maraquine — dijo con frialdad —. ¿Dónde has estado?
— Viendo los restos de mi hermano — dijo Taller, omitiendo deliberadamente la forma de tratamiento requerida —. Hay algo muy sospechoso en su muerte.
— ¿Sabes lo que estás diciendo?
— Sí.
— Veo que has vuelto a tus antiguos modales — Leddravohr se acercó y bajó la voz —. Mi padre me hizo jurar una vez que no te haría daño, pero me permitiré faltar a ese juramento en cuanto lleguemos a Overland. Entonces, te lo prometo, te daré lo que has estado buscando desde hace tanto tiempo; pero ahora hay cosas más importantes de las que debo ocuparme.
Leddravohr se volvió y se apartó con andar cansado, haciendo una señal a los supervisores del lanzamiento. Enseguida, el equipo encargado de inflar el globo inició su trabajo, accionando con la manivela los enorme ventiladores. El rey Prad alzó la cabeza, sobresaltado, y miró a su alrededor con su único ojo inquieto. El falso talante festivo abandonó a los nobles cuando el repiqueteo de los ventiladores les comunicó que el inaudito vuelo a lo desconocido estaba a punto de empezar. Los grupos familiares se unieron, los niños dejaron de jugar, y los criados se dispusieron a transferir las pertenencias de sus amos a las naves que partirían inmediatamente después de la nave real.