Detrás de las líneas protectoras de guardianes había un mar de actividad aparentemente caótica, mientras continuaba el trabajo de preparar la flota. Los hombres coman de un lado a otro, y los vagones de suministros se movían entre las pesadas carretas que transportaban las naves espaciales hasta los recintos. A lo lejos, en el campo abierto de la base, aprovechando las condiciones climáticas casi perfectas, los pilotos de las naves de carga inflaban sus globos y despegaban sin la ayuda de protecciones contra el viento. El cielo estaba ahora atestado de naves, que se alzaban como una nube de extrañas esporas transportadas por el viento hacia el ardiente semicírculo de Overland.
Taller se sentía perplejo ante aquel espectáculo, la prueba de que, llevados al límite, los miembros de su propia especie tenían el valor y la capacidad de saltar como dioses de un planeta a otro, pero también se sentía estupefacto por lo que acababa de oír de boca de Leddravohr.
El juramento del que había hablado Leddravohr explicaba ciertas cosas, pero ¿por qué se le había exigido eso de forma primordial? ¿Qué había impulsado al rey a elegir a uno de entre sus tantos súbditos para colocarlo bajo su protección personal? Intrigado por el nuevo misterio, Taller dirigió una mirada a la figura sentada del rey y experimentó un estremecimiento al descubrir que éste le observaba fijamente. Un momento después el rey apuntaba con un dedo a Taller, lanzando una cuerda de fuerza psíquica a través de los grupos de espectadores, y haciéndole señas después. Ignorando las curiosas miradas de los ayudantes reales, Taller se aproximó al rey e hizo una reverencia.
— Me has servido bien, Taller Maraquine — dijo Prad con voz cansada pero firme —. Y ahora pienso encomendarte otra responsabilidad más.
— Sólo tiene que mencionarla, majestad — replicó Toller, incrementando su sensación de irrealidad cuando Prad le indicó que se acercara y agachase para recibir un mensaje privado.
— Ocúpate de que — susurró el rey — mi nombre sea recordado en Overland.
— Majestad… — Toller se incorporó confundido —. Majestad, no entiendo.
— Ya lo entenderás. Ahora ve a tu puesto.
Toller hizo una reverencia y se retiró, pero antes de que tuviera tiempo de analizar la breve conversación, fue requerido por el coronel Kartkang, antiguo administrador jefe del E.E.E. Tras la disolución del Escuadrón Experimental, el coronel había adquirido la responsabilidad de coordinar la marcha del vuelo real, una tarea que difícilmente podía haber previsto que tendría lugar en condiciones tan adversas. Sus labios se movieron silenciosamente mientras indicaba a Toller el lugar donde Leddravohr daba instrucciones a tres pilotos. Uno de ellos era Ilven Zavotle y otro Gollav Amber, un hombre experto que se había presentado como candidato para el vuelo de prueba. El tercero era robusto, con barba rojiza, de unos cuarenta años, que llevaba el uniforme de comandante espacial. Tras pensar un momento, Toller lo identificó como Halsen Kedalse, antes capitán del aire y mensajero real.
— …decidido que viajaremos en naves independientes — decía Leddravohr, mientras su mirada aleteaba hacia Toller —. Maraquine, el único oficial que tiene experiencia en conducir una nave más allá del punto medio, tendrá la responsabilidad de pilotar la nave de mi padre. Yo volaré con Zavotle. El príncipe Chakkell irá con Kedalse y el príncipe Pouche con Amber. Cada uno de vosotros se dirigirá ahora la nave designada y se preparará para ascender antes de que la noche breve esté sobre nosotros.
Los cuatro pilotos saludaron, e iban a dirigirse a los recintos, cuando Leddravohr los detuvo alzando una mano. Los estudió durante lo que pareció un largo rato, con gesto vacilante, antes de hablar de nuevo.
— Pensándolo bien, Kedalse ha llevado a mi padre muchas veces durante su largo servicio como capitán del aire. Él volará en la nave del rey en esta ocasión, y el príncipe Chakkell irá con Maraquine. Eso es todo.
Toller volvió a saludar antes de volverse, preguntándose qué sentido tendría el cambio de idea de Leddravohr. Había comprendido la insinuación de Toller cuando éste expresó sus dudas sobre la muerte de Lain. ¡Mi hermano está muerto! ¿Era eso un indicio de culpabilidad? ¿Había sido un pensamiento retorcido y grotesco lo que había hecho que Leddravohr se negase a confiar la vida de su podré a un hombre cuyo hermano había asesinado, o al menos causado la muerte?
El inconfundible sonido de un pesado cañón disparado en algún lugar lejano le recordó a Toller que no había que perder tiempo en especulaciones. Buscó a Gesalla. Estaba de pie, sola, aislada de la actividad circundante, y algo en su postura le indicó que continuaba sintiendo un profundo dolor. Corrió a la barquilla donde el príncipe Chakkell aguardaba con su esposa, hija y dos hijos pequeños. La princesa Daseene, con su diadema de perlas, y los niños miraron a Toller con una expresión de cautelosa curiosidad, e incluso Chakkell parecía cuidar de sus modales. Estaban todos tremendamente aterrados, comprendió Toller, y una de las incógnitas que les preocupaba era el tipo de relación que sería dictado por el hombre en cuyas manos la suerte había confiado sus vidas.
— Bueno, Maraquine — dijo Chakkell —, ¿vamos a salir?
Toller asintió.
— Podemos despegar sin ningún riesgo dentro de unos minutos, príncipe; pero hay una dificultad.
— ¿Una dificultad? ¿Qué dificultad?
— Mi hermano murió ayer. — Toller hizo una pausa, aprovechando la ansiedad que asomaba en los ojos de Chakkell —. Mi obligación hacia su viuda sólo puede ser saldada si la llevo conmigo en este vuelo.
— Lo siento, Maraquine, pero es imposible — dijo Chakkell —. Esta nave está destinada a mi uso personal.
— Lo sé, príncipe, pero usted es un hombre que entiende los lazos familiares, y puede apreciar que es imposible para mí abandonar ala viuda de mi hermano. Si ella no puede viajar en esta nave, debo declinar el honor de ser su piloto.
— Estás hablando de traición — dijo airadamente Chakkell, secándose el sudor de su calva morena —. Yo… Leddravohr debería haberte ejecutado en el acto cuando te atreviste a desobedecer sus órdenes.
— También lo sé, príncipe, y hubiera sido una gran pérdida para muchos. — Toller dirigió una sonrisa sutil a los niños que observaban —. Si yo no estuviese aquí, un piloto inexperto le hubiera llevado junto con su familia por esa extraña región que se interpone entre dos mundos. Yo conozco todos los terrores y peligros del punto medio, ya sabe, y podría protegerles contra ellos.
Los dos chicos mantuvieron la mirada sobre él, pero la niña escondió la cara en las faldas de su madre. Chakkell la miró con ojos apenados y arrastró los pies en una agonía de frustración como si, por primera vez en su vida, tuviera que pensar en subordinarse a los deseos de un hombre corriente. Toller le sonrió con falsa simpatía y pensó, si esto es el poder, espero no necesitarlo nunca más.
— La viuda de tu hermano puede viajar en mi nave — dijo al fin Chakkell —. Y no olvidaré esto, Maraquine.
— Yo también lo recordaré siempre con gratitud — dijo Toller.
Mientras subía al puesto del piloto en la barquilla, se resignó a acrecentar la enemistad de Chakkell hacia él, pero no podía sentir culpa ni vergüenza por ello. Había actuado deliberaba y racionalmente para lograr lo que necesitaba, contrastando con el Toller Maraquine de antes, y tenía el consuelo adicional de saber que estaba en armonía con la realidad de la situación. Lain, ¡Mi hermano está muerto!, había dicho una vez que Leddravohr y los suyos pertenecían al pasado, y Chakkell acababa de justificar esas palabras. A pesar de los cambios catastróficos que habían trastornado al mundo, hombres como Leddravohr y Chakkell actuaban como si Kolkorron fuera a reproducirse en Overland. Sólo el rey parecía haber intuido que todo sería diferente.