Viendo que los tres estaban muy ocupados, Toller fue al departamento donde yacía Gesalla. Sus ojos estaban alerta y la expresión tensa había desaparecido de su rostro. Extendió una mano y le ofreció una venda enrollada que debía de haber sacado del fardo que constituía su equipaje.
Se arrodilló junto a ella sobre el lecho de blandos edredones, reprochándose por su momentánea excitación sexual anterior, y tomó la venda.
— ¿Cómo estás? — le preguntó en voz baja.
— No creo que ninguna de mis costillas esté rota, pero será mejor vendarlas para que pueda hacer el trabajo que me corresponde. Ayúdame a levantarme. — Asistida por Toller se irguió cautelosamente hasta quedarse de rodillas. Dio media vuelta y se levantó la blusa gris para descubrir un gran cardenal que había a un costado de sus costillas inferiores —. ¿Qué te parece?
— Debe vendarse — dijo, sin saber bien lo que esperaba de él.
— Bueno, ¿por qué no empiezas?
— Ya voy.
Pasó la venda a su alrededor y empezó a envolverla ajustadamente, pero el chaleco y la camisa recogida entorpecían su tarea. Una y otra vez, a pesar de su esfuerzo por evitarlo, sus nudillos la rozaban y la sensación que le producía era como descargas que aumentaban su confusión.
Gesalla lanzó un suspiro.
— Eres un inútil, Taller. Espera. — Se desabrochó la camisa y se la quitó junto con el chaleco con un solo movimiento. Su delgadez quedó expuesta de cintura para arriba —. Continúa ahora.
El recuerdo del cuerpo encapuchado de Lain, lo convirtió en una máquina insensible. Acabó de vendarla con la eficiencia y energía de un cirujano en el campo de batalla, y dejó que sus manos cayesen a los costados. Gesalla permaneció inmóvil durante varios segundos, con la mirada cálida y solemne, antes de coger la camisa y ponérsela de nuevo.
— Gracias — dijo; después alargó una mano y le rozó levemente los labios.
Se produjo una llamarada con los colores del arco iris y de repente la nave se sumió en la oscuridad. En el otro compartimento de pasajeros, Daseene o su hija gimoteaba asustada. Toller se levantó y miró por el costado. La orlada sombra curva de Overland se desplazaba a toda velocidad hacia el horizonte del este, y casi directamente bajo la nave, Ro-Atabri era una maraña de hilos de ardiente color naranja atrapados en un amplio estanque de brea.
Cuando volvió la luz del día, las cuatro naves del vuelo real habían llegado a una altura de unos treinta kilómetros; y estaban acompañadas por un grupo de pterthas.
Toller escrutó el cielo que los rodeaba y vio que una de las burbujas estaba sólo a treinta metros, en el norte. Fue inmediatamente hacia uno de los dos cañones montados a cada lado sobre la baranda, apuntó y soltó el pasador que destrozó el doble recipiente de vidrio en la recámara del arma. Hubo una pausa mientras que las cargas de pikon y halvell se mezclaron, reaccionaron y explotaron. El proyectil recorrió una trayectoria borrosa, seguido de un resplandor de fragmentos de vidrio, extendiendo sus brazos radiales en el vuelo. Atravesó al ptertha, aniquilándolo, liberándose una nube de polvo púrpura que se disipó con rapidez.
— Ha sido un buen tiro — comentó Chakkeil detrás de Toller —. ¿Crees que estamos a salvo del veneno a esta distancia?
Toller asintió.
— La nave se mueve sin viento, así que el polvo no puede alcanzarnos. Ahora esos pterthas ya no son una amenaza en realidad, pero destruí a ése porque puede haber alguna turbulencia del aire al fila de la noche breve. No quiero arriesgarme a que una burbuja sea arrastrada por un remolino y se acerque a nosotros.
El moreno rostro de Chakkell reflejaba preocupación al mirar con fijeza las burbujas restantes.
— ¿Cómo logran acercarse?
— Parece ser que por pura casualidad. Si se hallan dispersas en un área del cielo y la nave se eleva a su través, ellas igualan su velocidad de ascenso. Como ocurre…
Toller se interrumpió al oír otros dos tiros de cañones, a cierta distancia, seguidos de un débil grito que parecía proceder de abajo.
Se inclinó sobre el borde de la barquilla y miró hacia allí. La convexa inmensidad de Land proporcionaba un intrincado fondo verdiazul a lo que parecía una serie interminable de globos, el más cercano de los cuales estaba a sólo cien metros y parecía muy grande. Muchos otros iban enfilados bajo ellos a distancias irregulares y en grupos azarosos, reduciendo progresivamente su tamaño aparente hasta volverse casi invisibles.
Se podían ver pterthas mezclándose con las naves que estaba más altas y, mientras Toller observaba, otro cañón disparó y acertó en una burbuja. El proyectil perdió el impulso rápidamente y desapareció de la vista en una vertiginosa caída, perdiéndose entre las nubes bajas. El grito continuó, regular como la respiración, hasta que se desvaneció gradualmente.
Toller se apartó de la baranda, preguntándose si los gritos habrían nido ocasionados por un pánico sin fundamento, o si alguien habría visto realmente a una de las burbujas revoloteando ciega, maligna y absolutamente invencible, junto a la pared de una barquilla justo antes de lanzarse a matar. Estaba experimentando una especie de alivio teñido de angustia por haber escapado de tal destino, cuando un nuevo pensamiento entró en su mente. Los pterthas no necesitaban esperar al día para acercarse. No había ninguna garantía de que una o más burbujas no llegasen hasta su propia nave al abrigo de la oscuridad; y si eso ocurría, ni él, ni Gesalla, ni ningún otro pasajero viviría para poner un pie sobre Overland.
Mientras intentaba hacerse a la idea, deslizó una mano en su bolsillo, localizando el curioso recuerdo que le había dado su padre, y dejó que su pulgar empezara a describir círculos sobre la suave superficie.
Capítulo 19
Al décimo día de vuelo, la nave se encontraba sólo a mil seiscientos kilómetros sobre la superficie de Overland, y las antiguas pautas de la noche y del día se habían invertido.
El período que Toller aún tendía a considerar como noche breve, cuando Overland ocultaba al sol, había aumentado hasta siete horas; mientras que la noche, cuando estaba en la sombra de su planeta de origen, duraba ahora menos de la mitad de ese tiempo. Estaba sentado solo en el puesto del piloto, esperando el amanecer e intentando prever el futuro de su gente en el nuevo mundo. Le parecía que incluso los nativos kolkorronianos que estaban acostumbrados a vivir siempre bajo la esfera inmóvil de Overland, podían sentirse oprimidos ante la vista del gran planeta suspendido directamente sobre ellos y privándoles de una parte mayor de día. Suponiendo que Overland no estuviera habitado, los emigrantes podrían construir su nueva nación en el lado más lejano del planeta, en las latitudes correspondientes a Chamteth en Land. Quizá llegase un tiempo en que todos los recuerdos de su origen se hubiesen olvidado y…
Los pensamientos de Toller fueron interrumpidos por la aparición, en la entrada del compartimento, del hijo de siete años de Chakkell, Setwan. El niño se acercó y apoyó la cabeza sobre el hombro de Toller.
— No logro dormir, tío Toller — murmuró —. ¿Puedo quedarme aquí contigo?
Toller colocó al niño sobre sus rodillas, sonriendo para sí al imaginar la reacción de Daseene si oyese a uno de sus hijos dirigirse a él llamándole tío.
De las siete personas confinadas en el agobiante microcosmos de la barquilla, Daseene era la única que no había cedido en nada a causa de la situación en que se encontraban. No hablaba con Toller ni con Gesalla, continuaba llevando su cofia de perlas, y únicamente se dignaba salir del compartimento de los pasajeros cuando le era imprescindible. Estuvo sin comer ni beber durante tres días enteros para no someterse a la penosa experiencia de usar el aseo primitivo hasta que no estuviesen cerca del punto medio del viaje. Sus rasgos se habían vuelto pálidos y angustiados, y, aunque la nave ya había descendido a niveles más cálidos de la atmósfera de Overland, seguía acurrucada en sus vestidos acolchados, fabricados con urgencia para el vuelo de migración. Respondía con monosílabos cuando le hablaba alguien de su familia.