Toller sentía una cierta simpatía por Daseene, sabedor de que los traumas de los últimos días habían sido mayores para ella que para cualquier otro de a bordo. Los niños, Colba, Oldo y Setwan, no habían pasado demasiados años en el privilegiado mundo de ensueño de los Cinco Palacios como para considerarlo insustituible, y tenían a su favor un sentido natural de la curiosidad y la aventura. Las responsabilidades y ambiciones de Chakkell lo habían mantenido siempre en pleno contacto con las realidades cotidianas de Kolkorron, y disponía de la energía y el ingenio suficientes como para permitirse anticipar un papel clave en la fundación de una nueva nación en Overland. Sin embargo, Toller se impresionó bastante por la forma en que el príncipe, tras un período inicial de adaptación, había decidido participar en el manejo de la nave sin esquivar ninguna tarea.
Fue particularmente escrupuloso ocupándose durante largos períodos de los micropropulsores, para proporcionar a la nave cierto control de su posición lateral. Se esperaba y aceptaba que las otras naves de la flota serían dispersadas por las corrientes de aire en un área bastante grande de Overland después de un viaje de ocho mil kilómetros, pero Leddravohr había decretado que las naves reales deberían aterrizar juntas.
Los distintos métodos para atar las cuatro naves fueron desechados por impracticables, y al fin se habían incorporado pequeños chorros propulsores horizontales, adonde se desviaba sólo una pequeña fracción de la fuerza producida por los propulsores de control de posición. Cuando se accionaban durante un tiempo largo añadían un componente lateral sutil al movimiento vertical de la nave, sin provocar la rotación sobre su centro de gravedad. Un uso asiduo de ellos había mantenido a las cuatro naves reales en íntima formación durante el vuelo.
La proximidad de las otras proporcionó a Toller uno de los espectáculos más notables de su vida, cuando el grupo pasó el punto medio y llegó el momento de voltear las naves. Aunque ya lo había experimentado antes, encontró impresionantemente bella la visión de los planetas hermanos flotando majestuosos en direcciones opuestas. Overland salió de la ocultación a que lo sometía el globo y bajó, mientras que Land, en el otro extremo de un haz invisible, ascendía sobre la pared de la barquilla.
Y con la transposición a medio completar se añadía una nueva dimensión maravillosa. Una serie de naves alejadas y empequeñecidas parecía cubrir todo el camino entre los dos planetas, con la apariencia de discos que se reducían progresivamente hasta convertirse en puntos brillantes. Varias de las que iban en dirección a Overland habían retrasado su vuelco y podían verse desde abajo con sus barquillas, accesorios y tubos propulsores dibujados con todos sus detalles sobre los mermados círculos.
Como si aquello no fuera suficiente para llenar los ojos y la mente, había también, frente a las profundas infinidades azules sembradas de remolinos y galones y puntos de brillo helado, la visión de las tres naves compañeras que estaban llevando a cabo sus propias maniobras de inversión. Las estructuras, tan frágiles que podrían haber sido destruidas por un viento fuerte, continuaban mágicamente inmunes en su maniobra de inversión como si el universo se volteara con ellas, proclamando que estaban realmente en la región de lo insólito. Sus pilotos, visibles como enigmáticos bultos atados, deberían de ser extraños superhombres dotados de conocimientos y habilidades inaccesibles para los hombres corrientes.
No todas las escenas presenciadas por Toller tenían la misma grandeza, pero estaban impresas en su memoria por distintas razones. El rostro de Gesalla, con sus variados talantes y gestos: dubitativamente triunfante cuando consiguió dominar la rebeldía del fuego de la cocina, lánguidamente introspectiva tras las horas de caída» a través de la región del cero o de baja gravedad. La destrucción de todos los pterthas acompañantes en cuestión de minutos, después del primer día de ascenso… las miradas atónitas y encantadas de los niños cuando su aliento se hizo visible en el ambiente frío… los juegos con que se divirtieron en el breve período en que pudieron suspender pequeñas cosas en el aire para formar esbozos simplificados de caras o construir dibujos tridimensionales…
Y hubo otras escenas, ajenas a la nave, que hablaban de tragedias distantes y de muertes que en otros tiempos habrían pertenecido a los reinos de las pesadillas.
La formación real había despegado en una etapa bastante temprana de la evacuación de la base, y Toller sabía que cuando ya hacía más de un día que habían atravesado el punto medio, tendrían encima una fila de naves en una altura de unos mil quinientos kilómetros. Si no hubiesen estado ocultas a la vista por la sedante magnitud de su propio globo, la mayoría de ellas serían invisibles a causa de la distancia. Sin embargo, había recibido una prueba inquietante de su existencia. Tenía la forma de una lluvia diseminada, espasmódica y terrorífica. Una lluvia cuyas gotas eran sólidas y su tamaño variado, desde naves enteras a cuerpos humanos.
En tres ocasiones diferentes, vio precipitarse naves destrozadas, con las barquillas envueltas en los restos de sus globos que aleteaban lentamente, obligadas a la caída de un día de duración hasta Overland. Esto le hacía suponer que todo vestigio de orden había desaparecido de Ro-Atabri durante las últimas horas; y que en el caos algunas naves habían sido tomadas por pilotos inexpertos o dirigidas por rebeldes sin ningún conocimiento de aviación. Parecía como si muchas de ellas hubiesen pasado el punto medio sin haber dado el vuelco, aumentando su velocidad por la atracción creciente de Overland hasta que las tensiones en las frágiles envolturas las habían desgarrado.
Una vez vio una barquilla cayendo a plomo sin su globo, manteniendo la posición adecuada gracias a las cuerdas de arrastre y a los montantes de aceleración, y una docena de soldados en su barandilla, observando en silencio la procesión de naves que aún se mantenían en el aire, que sería su último y tenue contacto con la humanidad y con la vida.
Pero la mayoría de los objetos que caían eran menores: utensilios de cocina, cajas ornamentadas, sacos de provisiones, cuerpos humanos y animales. Evidencias de accidentes catastróficos a kilómetros de distancia en el bamboleante rimero de naves.
No muy lejos del punto medio, cuando la atracción de Overland era todavía débil y la velocidad de descenso lenta, cayó un joven junto a la nave, tan cerca que Toller pudo distinguir claramente sus facciones. Quizá en un alarde de valentía o en un intento desesperado de establecer una última comunicación con otro ser humano, el joven llamó a Toller, casi con alegría, y lo saludó con la mano. Toller no respondió, sintiendo que hacerlo habría sido contribuir a una parodia atroz, y se quedó petrificado en la baranda, consternado e incapaz de desviar su mirada del hombre condenado durante los minutos que tardó en desaparecer de su vista.
Horas más tarde, cuando la oscuridad le rodeaba por todas partes e intentaba dormir, siguió pensando en el hombre que caía, que ya habría adelantado unos mil quinientos kilómetros a la flota de migración, y se preguntó cómo estaría preparándose para el impacto final…
Confortado por la adormilada presencia de Setwan sobre sus rodillas, Toller manejaba el quemador como un autómata, midiendo inconscientemente las ráfagas con los latidos de su corazón, cuando de pronto la luz del día volvió. Parpadeó varias veces y enseguida se dio cuenta de que algo iba mal, que sólo dos de las tres naves de la formación real se mantenían a su altura.