Observó a Gesalla, que durante una hora había estado inmóvil apoyada contra la pared de su compartimento, con la atención totalmente absorbida por las vistas crecientes del nuevo planeta. Ya había colgado de su hombro el fardo de equipaje, y daba la impresión de estar impaciente por poner pie sobre Overland y ocuparse de la tarea de esculpir el futuro que había imaginado para ella y la criatura que posiblemente Taller había sembrado. Él se emocionó al contemplar a la mujer delgada, erguida e inexorable; la más compleja que había conocido.
La noche en que se acercó a él, estaba casi seguro de que no podría cumplir con su papel masculino a causa del cansancio, la culpa y la presencia inquietante de Chakkell, que manejaba el quemador a un paso de ellos. Pero Gesalla sabía más. Obró con fervor, habilidad e imaginación. Sólo más tarde, cuando estuvieron hablando, se dio cuenta de que había intentado favorecer al máximo las posibilidades de la concepción.
Y ahora, al tiempo que la amaba, la odiaba por algunas de las cosas que le había dicho aquella noche, mientras los meteoros dentelleaban en la oscuridad circundante. No hubo declaraciones directas, pero ante él se reveló una Gesalla que, mientras mostraba un frío enojo por tener que prescindir de los detalles del protocolo, era capaz de superar cualquier convencionalismo por el futuro niño. En el antiguo Kolkorron, las cualidades ofrecidas por Lain Maraquine le habían parecido las más favorables para su descendencia, y por eso se había casado con él. Había amado a Lain, pero lo que irritaba la sensibilidad de Taller era que había amado a Lain por una razón.
Y ahora que se veía arrojada al ambiente tan distinto de Overland, parecía haber juzgado que los posibles atributos que aportaría la semilla de Taller Maraquine serían más convenientes, y por eso se había unido a él.
Entre la confusión y el dolor, Taller no podía identificar la causa principal de su resentimiento. ¿Era su propio desagrado por haberse dejado seducir tan fácilmente por la viuda de su hermano? ¿Era su orgullo lacerado por haber implicado sus sentimientos más delicados en un ejercicio de eugenesia? ¿O era su furia contra Gesalla por no adaptarse a su idea preconcebida, por no ser lo que él deseaba que fuera? ¿Cómo era posible que una mujer se mostrase a la vez mojigata y lasciva, generosa y egoísta, dura y blanda, accesible y distante, suya y no suya?
Las preguntas eran interminables, Taller lo sabía, y entretenerse con ellas en aquel momento era inútil y peligroso. Las únicas preocupaciones a que debía enfrentarse estaban relacionadas con la conservación de su vida.
Encajó el tubo de extensión de la palanca del quemador y se desplazó al borde de la barquilla para tener una visibilidad máxima en el descenso. Cuando el horizonte empezó a alzarse, fue incrementando gradualmente la velocidad de combustión, permitiendo que la nave de Zavotle bajara más deprisa. Era importante lograr la mayor separación vertical posible sin levantar las sospechas de Leddravohr y Chakkell. Observó cómo la docena de naves que flotaban aún en el aire delante de la formación real iban tocando tierra una a una, siendo evidenciado el instante preciso del contacto por la torsión del globo con el impacto, seguida por la aparición de un desgarro triangular en la corona y la deformación marchita de la envoltura.
Toda la zona estaba copada de naves que habían aterrizado previamente, y ya empezaba a imponerse un cierto orden en la escena. Las provisiones iban siendo apiladas y cada vez que una nueva nave tocaba tierra corría un equipo de hombres hacia ella.
El temor que Toller había esperado, que acompañaría a la visión de un espectáculo como aquél, estaba desapareciendo, desplazado por la urgencia de la situación. Enfocó los gemelos hacia la nave de Zavotle cuando ésta se acercó a tierra y se arriesgó a lanzar una larga ráfaga de gas a su globo. En ese instante, Leddravohr se materializó en la baranda de la barquilla. Sus ojos ensombrecidos apuntaban directamente a la nave de Toller, e incluso a esa distancia pudieron verse fulgurar en un halo blanco al comprender lo que estaba ocurriendo.
Se volvió a decir algo a su piloto, pero Zavotle, sin esperar a tomar contacto con tierra, tiró de la cuerda de desgarre. El globo empezó a producir las convulsiones de su agonía. La barquilla patinó sobre la hierba y desapareció cuando el velo marrón de su envoltura cayó aleteando sobre ella. Grupos de soldados, entre los que figuraba un oficial montado en un cuernoazul, corrieron hacia esta nave y hacia la de Pouche, que aterrizaba más lentamente a unos doscientos metros.
Toller bajó sus gemelos y se dirigió a Chakkell.
— Príncipe, por razones que deben ser obvias para usted, no voy a tomar tierra ahora. No deseo arrastrarle a usted ni a ningún otro pasajero no implicado — se detuvo para mirar a Gesalla — a una selva extraña conmigo, por eso voy a acercarme a la superficie. En ese momento, les será muy fácil abandonar la nave, pero deben actuar deprisa y con decisión, ¿me entienden?
— ¡No! — Chakkell salió del compartimento de pasajeros y dio un paso hacia Toller —. Aterrizarás la nave siguiendo en todo el procedimiento normal. Ésa es mi orden, Maraquine. No tengo ninguna intención de someterme ni someter a mi familia a ningún peligro innecesario.
— ¡Peligro! — Toller forzó sus labios en una sonrisa —. Príncipe, estamos hablando de un salto de unos centímetros. Compárelo con la caída de mil quinientos kilómetros a la que casi nos lanzamos hace dos días.
— Entiendo lo que dices. — Chakkell vaciló y echó una ojeada a su esposa —. Pero sigo insistiendo en aterrizar.
— Y yo insisto en no hacerlo — dijo Toller, endureciendo la voz.
La nave estaba todavía a unos diez metros de tierra y cada momento que pasaba la brisa iba alejándola más del lugar donde Leddravohr había bajado, pero el tiempo de gracia estaba llegando a su fin. Cuando Toller intentaba imaginar cuánto le quedaría, Leddravohr surgió bajo el globo deformado. Simultáneamente, Gesalla trepó por la pared de la barquilla y se colocó sobre el reborde exterior, lista para saltar. Sus ojos se cruzaron en un breve instante con los de él, y no se produjo ninguna comunicación. Toller dejó que el descenso continuara hasta que pudo distinguir las briznas de hierba.
— Príncipe, debe decidirse deprisa — dijo —. Si no deja la nave pronto, nos alejaremos todos juntos.
— No necesariamente. — Chakkell se inclinó sobre el puesto del piloto y agarró la cuerda roja que estaba conectada con la banda de desgarre del globo —. Creo que esto restablece mi autoridad — dijo, y le amenazó con un dedo acusador cuando Toller instintivamente aferró la palanca extensible —. Si intentas ascender abriré el globo.
— Eso podría ser peligroso a esta altura.
— No si lo hago sólo parcialmente — replicó Chakkell, demostrando los conocimientos que había adquirido mientras controlaba la fabricación de la flota de migración —. Puedo hacer que la nave baje con bastante suavidad.
Toller miró tras él y vio a Leddravohr tomando el cuernoazul del oficial que había avanzado hasta su nave.
— Cualquier aterrizaje sería suave — dijo — comparado con el que sus hijos habrían hecho al caer desde mil quinientos kilómetros.
Chakkell negó con la cabeza.
— Las repeticiones no te ayudarán, Maraquine; sólo me recuerdan que también salvaste tu propia piel. Leddravohr es ahora el rey, y mi primer deber es hacia él.
Debajo de la nave se produjo un zumbido cuando el escape del propulsor rozó las puntas de las hierbas altas. A unos setecientos metros hacia el este, Leddravohr, montado sobre el cuernoazul, galopaba hacia la aeronave, seguido de un grupo de soldados a pie.