— Y mi primera lealtad es hacia mis hijos — declaró inesperadamente la princesa Daseene, asomando la cabeza sobre el tabique del compartimento de los pasajeros —. Ya estoy harta de esto; y de ti, Chakkell.
Con sorprendente agilidad y sin preocuparse de la compostura, se encaramó por la pared de la barquilla y ayudó a Corba a seguirla. Espontáneamente Gesalla se pasó al exterior de la barquilla y ayudó a pasar hasta el reborde a los dos chicos.
Daseene, llevando todavía la incongruente cofia de perlas como la insignia de un general, fijó sobre su marido una imperiosa mirada.
— Estás en deuda con ese hombre por mi vida — dijo enfadada —. Si rehúsas a honrar la deuda, sólo significará que…
— Pero… — Chakkell, perplejo, se pasó la mano por la frente, después señaló hacia Leddravohr, que cabalgaba a toda velocidad hacia la nave que se alejaba a la deriva —. ¿Qué le voy a decir?
Toller logró llegar al compartimento que había compartido con Gesalla y recogió su espada.
— Podría decir que le amenacé con esto.
— ¿Me estás amenazando?
El sonido de la hierba hostigada se hizo mayor, y la barquilla se sacudió ligeramente cuando el propulsor realizó un contacto momentáneo con el suelo. Toller miró a Leddravohr, que a sólo doscientos metros azuzaba al cuernoazul a un galope salvaje, después gritó a Chakkelclass="underline"
— Por su propio bien, ¡abandone la nave ahora!
— Lo recordaré — murmuró Chakkell, mientras soltaba la cuerda de desgarre.
Fue hasta la pared, saltó por encima del reborde e inmediatamente se dejó caer a tierra. Daseene y los niños lo siguieron de inmediato, lanzándose estos últimos con divertido entusiasmo, quedando sólo Gesalla sobre la baranda.
— Adiós — dijo Toller.
— Adiós, Toller.
Continuaba de pie junto a la baranda, mirándolo con expresión sorprendida. Leddravohr estaba ahora a menos de cien metros y el sonido de los cascos del cuernoazul se hacía más fuerte a cada segundo.
— ¿A qué esperas? — Toller oyó que su voz vacilaba ante la urgencia —. ¡Salta de la nave!
— No. Me voy contigo.
Mientras pronunciaba estas palabras, Gesalla trepó de nuevo por la baranda y cayó sobre el suelo de la barquilla.
— ¿Qué estás haciendo? — Cada uno de los nervios del cuerpo de Toller le gritaba que accionase el quemador e intentara levantar la aeronave lejos del alcance de Leddravohr, pero los músculos de sus brazos y sus manos estaban bloqueados —. ¿Te has vuelto loca?
— Creo que sí — dijo Gesalla de repente —. Es una estupidez, pero me voy contigo.
— Eres mío, Maraquine — gritó Leddravohr con un extraño y fervoroso canto mientras sacaba su espada —. Ven aquí. Maraquine.
Casi hipnotizado, Toller empuñó su espada y Gesalla se arrojó sobre él, cayendo encima de la palanca extensible. El quemador rugió inmediatamente, lanzando gas hacia el globo. Toller lo silenció levantando la palanca, después apartó a Gesalla hacia un tabique.
— Gracias, pero es inútil — dijo —. Alguna vez tengo que enfrentarme a Leddravohr y parece que éste es el momento.
Besó a Gesalla en la frente, volvió a la baranda y cruzó su mirada con la de Leddravohr, que estaba a la misma altura que él y sólo a una docena de metros. Éste, aparentemente percibiendo el cambio de actitud de Toller, mostró su habitual sonrisa. Toller sintió las primeras conmociones de una impúdica excitación, un anhelo de que todo fuera saldado con Leddravohr de una vez para siempre, cualquiera que fuese el desenlace, para saber con seguridad si…
Su secuencia de pensamientos se interrumpió cuando vio un cambio brusco en la expresión del rostro de Leddravohr. Fue una alarma repentina, y el príncipe dejó de mirarlo directamente. Toller se volvió y vio que Gesalla aguantaba la culata de uno de los cañones anti — ptertha de la nave. Ya había introducido la aguja de percusión y apuntaba con el arma hacia Leddravohr. Antes de que Toller pudiera reaccionar, el cañón disparó. El proyectil se convirtió en una mancha en el centro de una rociada de cristales, extendiéndose como brazos que volaran.
Leddravohr lo esquivó con éxito, apartando a su animal de la trayectoria, pero algunas partículas de vidrio se incrustaron en su rostro haciéndolo sangrar. Tras emitir un gemido, dirigió nuevamente hacia su anterior posición al galopante cuernoazul y recuperó el terreno perdido.
Mirando petrificado a Leddravohr, sabiendo que las reglas de su guerra privada se habían alterado, Toller accionó el quemador. La nave espacial era más ligera tras la marcha de Chakkell y su familia, y debería haber respondido alzándose, pero la inercia de las toneladas de gas del globo la obligaba a moverse con desesperante lentitud. Toller mantuvo el quemador rugiendo y la barquilla empezó a elevarse sobre la hierba. Leddravohr casi podía tocarla ahora y se alzaba apoyándose en los estribos. Sus ojos enajenados miraban a Toller desde una máscara de sangre.
¿Estará tan loco como para saltar a la barquilla?, se preguntó Toller. ¿Quiere encontrarse con mi espada?
En el segundo siguiente, Toller se dio cuenta de que Gesalla había pasado rápidamente junto a él y estaba en el otro cañón, en el lado de barlovento. Leddravohr la vio, echó el brazo hacia atrás y lanzó su espada.
Toller gritó una advertencia, pero la espada no iba dirigida a un blanco humano. Pasó por encima de él y se hundió hasta el mango en una banda inferior del globo. La tela se rajó y la espada cayó limpiamente, clavándose en la hierba. Leddravohr detuvo a su cuernoazul, saltó y recuperó su hoja negra. Nuevamente montó y hostigó al animal para que avanzara, pero ya no iba a alcanzar la nave, teniendo que contentarse con seguirla a distancia. Gesalla disparó el segundo cañón, pero el proyectil se hundió inofensivamente en la hierba cerca de Leddravohr, que respondió con un cortés ademán de su brazo.
Accionando aún el quemador, Toller levantó la vista y vio que la raja del lienzo barnizado de la envoltura se había extendido en la banda. A través de ella el gas iba escapando invisiblemente, pero la nave había alcanzado al fin cierto impulso y continuaba su perezoso ascenso.
Toller se sobresaltó por los gritos roncos que oyó junto a él. Dio la vuelta y descubrió que, mientras su atención se concentraba en Leddravohr, la nave había avanzado a la deriva hacia una hilera dispersa de soldados. La barquilla pasó sobre ellos a poca altura, y los soldados empezaron a correr a su lado, saltando para intentar llegar al reborde.
Sus caras eran más ansiosas que hostiles, y Toller pensó que probablemente sólo tendrían una ligera idea de lo que ocurría. Deseando no tener que atacar a ninguno de ellos, siguió lanzando gas al interior del globo y fue recompensado con una ganancia de altura angustiosamente lenta pero constante.
— ¿Puede volar la nave? — Gesalla se acercó, esforzándose por hacerse oír sobre el rugido del quemador —. ¿Estamos a salvo?
— La nave puede volar, a su manera — dijo Toller, decidiendo ignorar la segunda pregunta —. ¿Por qué lo hiciste, Gesalla?
— Seguro que lo sabes.
— Ido.
— El amor volvió a mí — dijo sonriendo con serenidad —. Después de eso no tuve elección.
El atribulado Toller debería haberse sentido perdido en los oscuros territorios del terror.
— ¡Pero atacaste a Leddravohr! Y él no perdona, ni siquiera a las mujeres.
— No necesito que me lo recuerden. — Gesalla volvió la mirada a la figura de Leddravohr que los acompañaba y, durante un momento, el desprecio y el odio velaron su belleza —. Tienes razón, Toller, no debemos rendirnos a los carniceros. Leddravohr destruyó una vez la vida que había dentro de mí, y Lain y yo completamos el crimen dejando de amarnos el uno al otro, dejando de querernos a nosotros mismos. Dimos demasiado.