— Bueno, no creo que estés lo bastante fuerte para viajar — dijo Gesalla con firmeza —, así que no tiene ningún sentido continuar esta conversación.
— Pero estoy recuperado casi del todo — protestó Toller, moviendo los brazos para demostrar su afirmación.
— La lengua es la única parte de ti que se ha recuperado, e incluso está haciendo demasiado ejercicio. Déjala quieta un rato y permíteme seguir con mi trabajo.
Le dio la espalda y tomó una ramita para remover el pote en donde hervían sus vestidos.
Después de siete días, las heridas de la cara y la mano izquierda no necesitaban excesivos cuidados, pero los dos pinchazos del costado todavía supuraban. Gesalla limpiaba y cambiaba los trapos cada pocas horas, un tratamiento que exigía reutilizar las escasas provisiones de compresas y vendas que había logrado fabricarse.
Toller no dudaba que habría muerto de no ser por su ayuda, pero su gratitud se teñía de preocupación por su seguridad. Suponía que la confusión inicial en la zona de aterrizaje de la flota casi había superado a la confusión de la partida, pero le parecía casi un milagro que Gesalla y él hubieran permanecido tanto tiempo sin que nadie los molestase. Cada día que pasaba, al ir disminuyendo la fiebre, la sensación de urgencia se incrementaba.
Saldremos mañana por la mariana, amor mío, pensó. Tanto si estás de acuerdo como si no.
Se recostó en la cama de edredones plegados tratando de contener su impaciencia, y dejó que su mirada vagase por el panorama que le proporcionaba la boca de la cueva. Laderas cubiertas de hierba, salpicadas aquí y allá de árboles desconocidos, bajando suavemente hacia el oeste, hasta el borde de un gran lago cuyas aguas eran de un añil puro sembrado de destellos de sol. En las orillas norte y sur había árboles alineados, franjas que se estrechaban en la lejanía de un color que, como en Land, estaba compuesto por un millón de puntos que iban desde el verde amarillento al rojo oscuro, representando árboles en diferentes estados de su ciclo de foliación. El lago se extendía hacia un horizonte occidental compuesto por los etéreos triángulos azules de las distantes montañas, sobre las cuales un cielo claro se remontaba hasta abarcar el disco del Viejo Mundo.
Era un escenario que Toller encontraba indescriptiblemente bello, y durante los primeros días pasados en la cueva fue capaz de distinguirlo con certeza de los productos de su delirio. Sus recuerdos de esos días eran fragmentarios. Tardó un tiempo en comprender que no había logrado disparar el cañón, y que Gesalla había decidido por su cuenta volver. Ella intentó restarle importancia al asunto, afirmando que si Leddravohr hubiese vencido, enseguida le habría anunciado que iba en su busca. Toller sabía que no era así.
Tumbado en la tranquilidad de las primeras horas de la mañana, observando cómo Gesalla realizaba las tareas que ella misma había establecido, sintió una oleada de admiración por el valor e ingenio que ésta había demostrado tener. Nunca entendería cómo había logrado llevarlo hasta la silla del cuernoazul de Leddravohr, cargar las provisiones de la barquilla, y conducir al animal a pie durante kilómetros antes de encontrar la cueva. Habría sido una hazaña considerable para un hombre, pero para una mujer de frágil complexión enfrentada sola a un planeta desconocido y a todos los posibles peligros que éste pudiera deparar, era verdaderamente excepcional.
Gesalla es verdaderamente una mujer excepcional, pensó Toller. ¿Cuánto tiempo tardaría en darse cuenta de que no tenía ninguna intención de llevarla con él a los bosques?
La clara inviabilidad de su plan original abrumaba enormemente a Toller desde que había empezado a recobrar el conocimiento. Sin contar con un bebé, habría sido posible para dos personas adultas llevar algún tipo de existencia fugitiva en los bosques de Overland; pero aunque Gesalla no hubiese estado embarazada, habría hecho lo necesario para estarlo.
Le llevó un tiempo entender que en el núcleo del problema estaba también la solución. Con Leddravohr muerto, el príncipe Pouche se habría convertido en rey, y Taller sabía que era un hombre seco y desapasionado que respetaría la indulgencia tradicional que en Kolkorron se tenía con las mujeres embarazadas, especialmente cuando Leddravohr era la única persona que podría haber atestiguado sobre el uso del cañón contra él.
La tarea principal, había decidido Taller mientras se esforzaba por ignorar el resplandor de una persistente lámpara de los overlandeses en el montículo de piedras, sería mantener a Gesalla viva hasta que se hiciese evidente que esperaba al niño. Cien días le pareció un plazo razonable, pero el propio hecho de establecer un plazo había agravado e incrementado en cierto modo su inquietud por el paso veloz del tiempo. ¿Cómo hallar el equilibrio adecuado entre salir pronto, siendo sólo capaz de viajar con lentitud, y salir más tarde, cuando la rapidez de un venado podría ser insuficiente?
— ¿Qué estás rumiando? — dijo Gesalla, apartando el pote hirviendo del calor.
— Pienso en ti, y en preparar la salida de mañana.
— Te he dicho que aún no estás bien.
Se arrodilló junto a él para examinar sus vendajes, y el roce de sus manos le produjo un estremecimiento placentero.
— Creo que otra parte de mí se está empezando a recuperar — dijo.
— Eso es otra cosa para la que no estás preparado. — Le sonrió, mientras le pasaba un trapo húmedo por la frente —. En vez de eso debes comer algo.
— Un buen sustituto — gruñó, haciendo un intento vano de abrazarla mientras ella se escabullía. El movimiento repentino de su brazo, aunque fue leve, le produjo un dolor agudo en el costado y le hizo preguntarse si lograría montar el cueruoazul por la mañana.
Relegó la preocupación al fondo de sus pensamientos y observó cómo Gesalla preparaba un sencillo desayuno. Había encontrado una piedra ligeramente cóncava que usaba como hornillo. Mezclando en ella diminutos fragmentos de pikon y halvell traídos de la nave, había logrado crear calor sin humo, que no delataría su paradero a los perseguidores. Cuando terminó de calentar el guiso, una mezcla de cereales, legumbres y trozos de buey salado, le pasó un plato y le permitió comer por sí solo.
A Taller le había divertido notar, como un eco de la antigua Gesalla que él creía haber conocido, que entre «las cosas indispensables que había salvado de la barquilla había platos y utensilios de mesa. Era chocante comer en esas condiciones, con elementos domésticos comunes en el insólito marco de un mundo virgen, en la aventura romántica que habría colmado el momento de no haber sido por la incertidumbre y el peligro.
Taller no tenía hambre, pero comía con perseverancia y determinación para recuperar su fuera lo antes posible. Aparte de los resoplidos ocasionales del cuernoazul amarrado, los únicos sonidos que llegaban a la cueva eran los estruendos de las descargas polinizadoras de los brakkas. La frecuencia de las explosiones indicaba que la región estaba llena de ellos, y seguía en pie la pregunta realizada por Gesalla: si las otras formas vegetales de Overland eran desconocidas en Land. ¿por qué los dos mundos tenían en común los brakkas?
Gesalla había recogido puñados de hierba, hojas, flores y bayas para realizar un escrutinio conjunto, y con la posible excepción de la hierba sobre la que sólo un botánico podría haber emitido un juicio, todo lo demás compartía la característica común de lo insólito. Taller había reiterado su idea de que el brakka era una forma universal, que podía encontrarse en cualquier otro planeta; pero aunque no estaba acostumbrado a ponderar tales asuntos, reconoció que aquella idea le producía una cierta insatisfacción filosófica, que le hacía desear la presencia de Lain para que lo orientara.