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— Hay otro ptertha — exclamó Gesalla —. ¡Mira! Veo siete u ocho yendo hacia el agua.

Taller miró en la dirección que ella indicaba y tuvo que variar el enfoque de sus ojos varias veces antes de poder discernir los destellos de las esferas incoloras, casi invisibles. Se movían flotando lentamente por la ladera en una corriente de aire generada por el enfriamiento nocturno de la superficie.

— Distingues esas cosas mejor que yo — dijo con pesar —. El de ayer estaba casi delante de mis narices cuando lo vi.

El ptertha que había sido atraído hacia ellos poco después de la noche breve del día anterior, se había acercado a diez pasos del lecho de Toller, y a pesar de lo que había sabido por Lain, la proximidad le inspiró el mismo temor que habría experimentado en Land. Si hubiera podido moverse, probablemente le habría sido imposible evitar atravesarlo con su espada. La burbuja había rondado cerca durante unos segundos antes de flotar a la deriva por la ladera en una serie de bandazos titubeantes.

— ¡Tu cara era un cuadro! — Gesalla dejó de comer un momento para parodiar la expresión de terror.

— Se me acaba de ocurrir una cosa — dijo Toller —. ¿Tenemos algo para escribir?

— No. ¿Por qué?

— Tú y yo somos las únicas personas en todo Overland que sabemos lo que Lain escribió sobre los pterthas. Ojalá se lo hubiera comentado a Chakkell. ¡Tantas horas juntos en la nave y ni siquiera lo mencioné!

— No tenías por qué saber que habría brakkas y pterthas aquí. Pensabas que todo eso lo dejabas atrás.

Toller fue poseído por una nueva y mayor urgencia que ya no tenía que ver con sus aspiraciones personales.

— Escucha, Gesalla, esto es lo más importante que cualquiera de los dos tendrá ocasión de hacer. Tienes que asegurarte de que Pouche y Chakkell escuchen y entiendan las ideas de Lain. Si dejamos tranquilos a los brakkas, para que vivan y mueran naturalmente, los pterthas de aquí nunca serán nuestros enemigos. Incluso el uso de cantidades modestas de desechos, como hacían en Chamteth, es tentar a la suerte demasiado, porque los pterthas de allí se habían vuelto rosas y eso es un signo de que…

Dejó de hablar al darse cuenta de que Gesalla lo miraba fijamente, con una extraña expresión de preocupación y reproche a la vez.

— ¿Ocurre algo?

— Dijiste que yo tenía que asegurarme de que Pouche y… — Gesalla dejó su plato y se arrodilló junto a él —. ¿Qué nos va a pasar, Toller?

Hizo esfuerzos por reírse, exagerando después los efectos del dolor que le había causado, ganando tiempo para disimular su desconcierto.

— Vamos a fundar nuestra propia dinastía, eso es lo que vamos a hacer. ¿Crees que permitiría que te ocurriese algo malo?

— Sé que no lo harías; y por eso me asustas.

— Gesalla, lo único que quise decir es que debemos dejar un mensaje aquí… o en algún otro sitio donde sea encontrado y llevado al rey. Yo no puedo moverme demasiado, así que debo encomendarte la responsabilidad a ti. Te enseñaré cómo fabricar carbón y entonces encontraremos algo para…

Gesalla movía lentamente la cabeza de un lado a otro y sus ojos se ampliaron con las primeras lágrimas que Toller veía en ellos.

— Todo es falso, ¿verdad? Sólo es un sueño.

— Volar a Overland era un sueño, pero ahora estamos aquí, y a pesar de todo estamos vivos. — La atrajo hacia sí, haciendo que apoyase la cabeza en su hombro —. Yo no sé lo que nos va a ocurrir, Gesalla. Lo único que puedo prometerte es que… ¿cómo dijiste?… que no vamos a rendir nuestra vida a los carniceros. Eso debe ser suficiente para nosotros. Ahora, ¿por qué no descansas y dejas que yo te cuide, sólo para variar?

— Muy bien, Toller.

Gesalla se acomodó, amoldando su cuerpo al de él, pero teniendo cuidado con las heridas, y en un tiempo asombrosamente breve se quedó dormida. Su transición de la vigilia ansiosa a la tranquilidad del sueño fue anunciada por el más débil de los ronquidos, y Toller sonrió almacenando en la memoria el hecho para usarlo en una broma futura. El único hogar que probablemente conocerían en Overland estaría construido de tales andamiajes inmateriales.

Trató de permanecer despierto, velando por ella, pero los vapores de una insidiosa debilidad se arremolinaban en su cabeza; y la lámpara del último overlandés de nuevo resplandecía en el montón de rocas.

La única forma de escapar era cerrar los ojos…

El soldado que estaba de pie junto a él sostenía una espada.

Toller intentó moverse, para realizar alguna acción defensiva a pesar de su debilidad y del impedimento del cuerpo de Gesalla, que estaba echado sobre el suyo. Después vio que la espada de la mano del soldado era la de Leddravohr e incluso en su estado de aturdimiento pudo determinar la situación correctamente.

Era demasiado tarde para hacer algo, cualquier cosa, porque su pequeño dominio había sido rodeado, conquistado e invadido.

Otras evidencias llegaron con un cambio de la luz cuando otros soldados se movieron por la zona inmediata a la boca de la cueva. Había ruido de hombres que empezaron a hablar cuando se dieron cuenta de que ya no era preciso el silencio, y de algún sitio en la proximidad llegaron resoplidos y traspiés de un cuernoazul que caminaba por la montaña. Toller presionó el hombro de Gesalla para despertarla y aunque ésta permaneció inmóvil, advirtió su sobresalto.

El soldado con la espada se apartó y su lugar fue ocupado por un mayor de ojos rasgados, cuya cabeza era casi una silueta contra el cielo cuando bajó la vista hacia Toller.

— ¿Puedes levantarte?

— No, está demasiado enfermo — dijo Gesalla, poniéndose de rodillas.

— Puedo levantarme. — Toller se cogió al brazo de ella —. Ayúdame, Gesalla, prefiero estar de pie en este momento.

Con su ayuda logró mantenerse en una posición erguida, mirando hacia el mayor. Se sorprendió desconcertado al descubrir que, en un momento en que debería estar agobiado por el fracaso y la perspectiva de morir, le incomodaba el hecho trivial de no estar vestido.

— Bueno, mayor — dijo —, ¿es esto lo que quería?

El rostro del mayor estaba profesionalmente impasible.

— El rey te hablará ahora.

Se apartó y Toller vio la figura panzuda de Chakkell que se aproximaba. Sus ropas eran sencillas, adecuadas para un paseo campestre, pero colgado del cuello llevaba una gran joya azul que Toller había visto sólo una vez antes en Prad. Chakkell había cogido la espada de Leddravohr que sostenía el primer soldado y la aguantaba con la hoja apoyada sobre su hombro derecho, una posición neutral que rápidamente podría transformarse en un ataque. Su cara carnosa y morena y la calva marrón brillaban bajo el calor ecuatorial.

Dio dos pasos hacia Toller y lo examinó de la cabeza a los pies.

— Bien, Maraquine, te prometí que me acordaría de ti.

— Majestad, supongo que usted y sus seres queridos tienen una buena razón para recordarme. — Toller percibió que Gesalla se acercaba a él, y por el bien de ella, intentó librar sus palabras de cualquier posible ambigüedad —. Una caída de mil quinientos kilómetros habría…

— No empieces con el mismo verso otra vez — le cortó Chakkell —. ¡Y túmbate, hombre antes de que te caigas!

Hizo un gesto a Gesalla ordenándole que ayudara a Toller a echarse sobre los edredones, y al mayor y al resto de su escolta les indicó que se retiraran. Cuando se alejaron fuera del alcance de la voz, se agachó e, inesperadamente, lanzó la espada negra por encima de Toller y hacia la oscuridad de la cueva.