El grifo seguía abierto, y empezó a vaciar el resto de la botella en el fregadero. El agua formaba círculos en torno al desagüe, manchado de rojo. Jenna dormía en el piso de arriba. Rebecca estaba planeando enviarla fuera si el detective no lograba librarla pronto de las atenciones del desconocido. De momento, el hombre no se había acercado a Jenna, pero Rebecca temía que eso no tardara en ocurrir, y que el hombre usara a la hija para acceder a la madre. Diría en el colegio que Jenna estaba enferma, y ya haría frente a las repercusiones cuando llegara el momento. Por otra parte, quizá bastaba con que les dijera la verdad: que un hombre la acechaba, que Jenna podía estar en peligro si se quedaba en Portland. Sin duda lo comprenderían.
¿Por qué ahora?, se preguntó. Era la misma duda que le había planteado el detective. ¿Por qué, después de tantos años, acudía alguien a preguntar por su padre? ¿Qué sabía ese hombre de las circunstancias de su desaparición? Había intentado preguntárselo, pero él se había limitado a tocarse la nariz con el dedo índice en un gesto de suficiencia antes de contestar: «No es su desaparición lo que me interesa, señora. Es la de otro. Aunque él lo sabrá. Él lo sabrá».
El desconocido había hablado de su padre como si tuviese la certeza de que seguía con vida. Más aún, parecía creer que también ella tenía la certeza. Quería respuestas que ella no pudo darle.
Levantó la cabeza y se vio reflejada en la ventana. Al verse, se sobresaltó y dio un ligero respingo, y la cara ante ella pasó de ser una única imagen a duplicarse por efecto de una tara en el cristal. Pero cuando recobró la calma, la segunda imagen seguía allí. Se parecía a ella y, sin embargo, no era igual que ella, como si de algún modo hubiera mudado la piel tal como haría una serpiente, y la membrana desechada se hubiera depositado sobre las facciones de otra persona. A continuación, la figura exterior se acercó, y Rebecca ya no tuvo la impresión de estar ante un doble: era el desconocido con su cazadora de cuero y el pelo engominado. Oyó su voz, distorsionada por el grosor del cristal, pero no entendió lo que dijo.
El hombre apretó las manos en el cristal, luego deslizó las palmas hacia abajo hasta apoyar los dedos en el marco de la ventana. Empujó, pero el cierre interior no cedió. Contrajo el rostro en una mueca de ira y enseñó los dientes.
– Aléjese de mí -dijo ella-. Aléjese ahora mismo o le juro que…
El hombre retiró las manos y, acto seguido, Rebecca vio cómo un puño traspasaba el cristal, sacudía el marco y proyectaba una lluvia de esquirlas sobre el fregadero. Rebecca gritó, pero el sonido quedó ahogado por el chirriante timbre de la alarma. La sangre corrió por el vidrio hecho añicos cuando el desconocido retiró la mano a través del cristal, sin intentar evitar siquiera el contacto con los bordes astillados que le desgarraron la piel, a la vez que le abrían vías rojas en las palmas de las manos y le cercenaban las venas. Se miró el puño herido, como si fuera algo que escapara a su control, sorprendido de sus propios actos. Rebecca oyó el teléfono y supo que era la compañía de seguridad. Si no contestaba, avisarían a la policía. Acabarían mandando a alguien a ver qué le pasaba.
– No debería haberlo hecho -dijo el hombre-. Lo siento.
Pero ella apenas lo oyó por encima del ruido de la alarma. Él inclinó la cabeza. Fue un gesto extrañamente respetuoso, casi de una cortesía anticuada. Ella contuvo el impulso de soltar una carcajada, temiendo que si empezaba a reír ya no podría parar, que se sumiría en la histeria y nunca más saldría de ese estado.
El teléfono dejó de sonar, y empezó otra vez. No hizo ademán de cogerlo. En lugar de eso, observó cómo retrocedía el desconocido y dejaba el fregadero cubierto de sangre. La olió mientras, lentamente, se mezclaba con el hedor del vino picado para crear algo nuevo y terrible; sólo faltaba un cáliz con el que beberlo.
3
Sentado a la mesa de la cocina en casa de Rebecca Clay, la observé mientras limpiaba con un cepillo y un recogedor los cristales rotos caídos en el fregadero. Aún quedaba sangre en el vidrio de la ventana. Había avisado a la policía justo después de telefonearme y un coche patrulla de South Portland había llegado poco antes que yo. Me había identificado al agente y escuchado la declaración de Rebecca, pero, por lo demás, no me había inmiscuido en modo alguno. Su hija, Jenna, sentada en el sofá del salón, abrazaba a una muñeca de porcelana que, por el aspecto, debía de haber sido de su madre. La muñeca tenía el pelo rojo y llevaba un vestido azul. Obviamente era una posesión antigua y preciada. El simple hecho de que la niña buscara consuelo en ella en una ocasión así daba fe de su valor. Menos alterada que su madre, parecía más desconcertada que inquieta. También me dio la impresión de que aparentaba más años de los que tenía y a la vez menos -más por su presencia física y menos, sin embargo, por su actitud-, y me pregunté si acaso su madre la amparaba y protegía demasiado.
Había otra mujer sentada al lado de Jenna. Rebecca la presentó como April, una amiga que vivía cerca. Me estrechó la mano y dijo que, como yo estaba allí y Jenna parecía tranquila, regresaba a su casa para no estorbar. Rebecca le dio un beso en la mejilla y se abrazaron; luego April se echó atrás y, sin soltarla, la miró a un paso de distancia. Cruzaron una mirada, que revelaba complicidad, años de amistad y lealtad.
– Llámame -dijo April-. A cualquier hora.
– Lo haré. Gracias, cariño.
April dio un beso de despedida a Jenna y se marchó.
Observé a Jenna mientras Rebecca acompañaba afuera al policía y le indicaba el lugar donde había visto al desconocido. La niña, de mayor, sería una mujer hermosa. Tenía algo de su madre, pero en ella esas mismas facciones se veían realzadas por una estilizada y aquilina gracia que surgía de otra parte. Me pareció ver también un poco de su abuelo en ella.
– ¿Estás bien? -le pregunté.
Ella asintió con la cabeza.
– Cuando pasa algo así, puede dar miedo -continué-. A mí me pasó y tuve miedo.
– Yo no he tenido miedo -contestó, y lo dijo con tal naturalidad que supe que no mentía.
– ¿Por qué no?
– Ese hombre no quería hacernos daño. Sólo está triste.
– ¿Y eso cómo lo sabes?
Sonrió y movió la cabeza en un gesto de negación.
– Da igual.
– ¿Has hablado con él?
– No.
– Entonces, ¿cómo sabes que no quiere haceros daño?
Desvió la mirada, con la sonrisa casi beatífica aún en la cara. Era evidente que la conversación había terminado. Su madre volvió a entrar con el policía, y Jenna anunció que se iba a la cama. Rebecca la abrazó y le dijo que después iría a ver cómo estaba. La niña se despidió del policía y de mí y subió a su habitación.
Rebecca Clay vivía en una zona conocida como Willard. Su casa, una construcción compacta pero imponente del siglo XIX, se hallaba en Willard Haven Park, una calle sin salida perpendicular a Willard Beach, a un paso de Willard Haven Road; allí se había criado y, tras la desaparición de su padre, había vuelto a ocuparla. Cuando finalmente se fue el policía, tras prometer que más tarde esa misma noche o a la mañana siguiente pasaría por allí un inspector, salí a echar una ojeada y repetí el recorrido del agente, pero saltaba a la vista que el hombre que había roto el cristal se había marchado hacía rato. Seguí el rastro de sangre hasta Deake Street, paralela a Willard Haven Park por el lado derecho, y lo perdí allí donde el hombre se había subido a un coche y se había marchado. Telefoneé a Rebecca Clay desde la acera, y me dio los nombres de algunos de los vecinos desde cuyas casas se veía el lugar donde había estado aparcado el coche. Sólo uno de ellos había visto algo, una mujer de mediana edad llamada Lisa Hulmer, cuya mirada inducía a pensar que tal vez considerase un cumplido el apelativo «fulana», y ni siquiera su declaración me fue de gran ayuda. Recordaba un coche de color rojo oscuro aparcado al otro lado de la calle, pero no supo decirme la marca ni la matrícula. No obstante, me invitó a entrar en su casa e insinuó que quizá me apeteciera tomar una copa. Era evidente que la había sorprendido tras haberse bebido ya media jarra de algo afrutado y alcohólico. Cuando entré y cerró la puerta a mis espaldas, me recordó, con una incómoda sensación, el portazo de la celda de un condenado.