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Recorrí Willard Street hasta la playa. La marea estaba baja, y la arena cambiaba de color espectacularmente, pasando del blanco al marrón oscuro allí donde se había interrumpido el avance del mar. A la izquierda, la playa se extendía formando una media luna y terminaba en el faro de Spring Point, que señalaba el peligroso saliente en el lado oeste del principal canal navegable hacia el puerto de Portland. Más allá se encontraban las dos islas de Cushing y Peaks, y la fachada veteada de herrumbre de Fort Gorges. A la derecha, una escalera de hormigón daba acceso a un camino que discurría por un promontorio y acababa en un pequeño parque.

Antes, una línea de tranvía bajaba por Willard Street hasta la playa en verano. Aun después de dejar de circular por allí el tranvía, siguió habiendo un antiguo puesto de refrescos cerca de lo que en su día fue el final de la línea. Se remontaba a la década de 1930, y todavía vendía comida en los años setenta, cuando se llamaba Dory y la familia Carmody servía perritos calientes y patatas fritas a los bañistas por la ventanilla. A veces mi abuelo me llevaba allí de niño, y me contó que el puesto había formado parte en otro tiempo del imperio de Sam Silverman, que en su época fue una especie de leyenda. Según contaban, tenía un mono y un oso en una jaula a fin de atraer a la gente a sus establecimientos comerciales, que incluían la casa de baños de Willard Beach y el tenderete Sam's Lunch. Los perritos calientes de los Carmody eran bastante buenos, pero desde luego no podían competir con un oso en una jaula. Después de pasar un rato en la playa, mi abuelo siempre me llevaba a la tienda de los señores B, el Supermercado Bathras, en Preble Street, donde pedía bocadillos italianos para llevarlos a casa de cena y el señor B consignaba meticulosamente la cantidad adeudada en la cuenta de mi abuelo. La familia Bathras era famosa en South Portland por su costumbre de vender a crédito; tanto es así que, al parecer, casi todos los clientes abrían una cuenta allí para saldar la deuda con pagos semanales o quincenales, y rara vez se intercambiaba dinero en efectivo por pequeñas compras.

Me pregunté si fue la nostalgia lo que me llevó a reflexionar con afecto sobre algo tan elemental como una tienda de comestibles o un viejo puesto de refrescos. En parte sí, supuse. Mi abuelo había compartido aquellos sitios conmigo, pero ahora tanto él como los propios lugares habían desaparecido, y yo ya no tendría ocasión de compartirlos con nadie. Aun así, había otros sitios y otras personas. Jennifer, mi primera hija, nunca había tenido la oportunidad de verlos, no realmente. Era demasiado pequeña cuando su madre y ella vinieron aquí conmigo, y murió cuando aún no tenía edad para valorar el mundo en que daba sus primeros pasos. Pero me quedaba Sam. Su vida estaba empezando. Si yo conseguía protegerla de todo mal, llegaría un día en que podríamos pasear juntos por la arena, o a lo largo de una apacible calle transitada antes por ruidosos tranvías, o junto a un río o por un camino de montaña. Yo podría transmitirle algunos de estos secretos, y ella podría conservarlos y saber que pasado y presente formaban un todo moteado de resplandor, y que en este mundo había tanto luz como sombra, en este mundo semejante a una colmena.

Cruzando la playa por el entarimado volví hacia Willard Haven Road y de pronto me detuve. Más adelante, hacia la mitad de Willard Street, había un coche rojo al ralentí junto a la acera. El parabrisas era casi reflectante, de modo que cuando lo miré, sólo vi el cielo. Al acercarme, el conductor retrocedió despacio Willard arriba, manteniendo la distancia entre nosotros; cuando encontró un hueco donde cambiar de sentido, se dirigió hacia Preble. Era un Ford Contour, probablemente un modelo de mediados de los años noventa. No vi el número de la matrícula; ni siquiera podía saber con certeza que el ocupante fuese el hombre que acechaba a Rebecca Clay, pero tuve el presentimiento de que era él. Supongo que habría sido mucho esperar que aún no me hubiese relacionado con ella, pero tampoco era una catástrofe. Tal vez mi sola presencia bastase para provocarlo. No para ahuyentarlo, pero sí, quizá, para que él intentara ahuyentarme a mí. Quería verlo cara a cara. Quería oír qué tenía que decir. Hasta que no lo hiciera, no podría empezar a resolver el problema de Rebecca Clay.

Subí por Willard Street hasta donde tenía aparcado el coche. Si el tipo me había descubierto, al menos no tendría que seguir conduciendo el Saturn, y eso, ya de por sí, era motivo de celebración. Telefoneé a Rebecca para prevenirla de que quizás el hombre que la molestaba no anduviese lejos. La informé del color y el modelo del coche y le pedí que no saliera de la oficina, ni siquiera un momento. Si de pronto cambiaba de planes, debía avisarme y yo iría a buscarla. Me comunicó que planeaba comer en su despacho, y había llamado al director del colegio de Jenna para pedirle que permitieran que la niña se quedara allí, con la secretaria, hasta que ella fuera a buscarla. Rebecca permanecería en la oficina un rato más, y eso me dejaba una hora libre poco más o menos. Si bien me había contado algunos detalles sobre su padre, yo deseaba más información, y pensé que conocía a alguien que podría proporcionármela.

Fui a Portland y aparqué delante del mercado público. Pasé a buscar dos cafés y unas pastas por la panadería Big Sky, con la idea de que siempre convenía llegar a cualquier sitio con un soborno en mano, y me encaminé hacia la Facultad de Arte de Maine, en Congress. June Fitzpatrick tenía un par de galerías de arte en Portland, y un perro negro que miraba con malos ojos a cualquiera que no fuese June. Encontré a June en el espacio que tenía en la universidad para su galería, preparando una nueva exposición en sus inmaculadas paredes blancas. Era una mujer menuda y entusiasta, que apenas había perdido su acento inglés en los años que llevaba en Maine, y tenía buena memoria para las caras y los nombres del mundo del arte. El perro me ladró desde un rincón y luego se conformó con mantenerme bajo vigilancia por si se me ocurría robar un lienzo.

– Daniel Clay -dijo, y tomó un sorbo de café-. Lo recuerdo, aunque no habré visto más de una o dos muestras de su obra. Entraba en la categoría de amateur con talento. Al principio era todo muy… atormentado, podríamos decir: cuerpos entrelazados, pálidos con estallidos de rojo y negro y azul, y toda clase de iconografía católica en segundo plano. Un buen día abandonó esos temas y empezó a dedicarse a los paisajes. Arboles envueltos en bruma, ruinas en primer plano, esas cosas…

Rebecca me había enseñado unas diapositivas de la obra de su padre ese mismo día, junto con el único cuadro que conservaba. Era una pintura de Rebecca de niña, un poco oscura para mi gusto, donde se la representaba como un borrón pálido entre sombras. Confesé a June que el resto de su obra tampoco me había impresionado.

– No es de mi agrado, debo decir. Siempre pensé que su obra de la segunda etapa estaba apenas un peldaño por encima de los cuadros de alces y yates, pero eso a mí no me atañía. Él vendía por su cuenta y no exponía, así que nunca tuve que buscar la manera cortés de decirle que no. Pero hay un par de coleccionistas en Portland seriamente interesados en su obra, y me consta que regaló muchos de sus cuadros a amigos. Su hija vende de vez en cuando alguno de los que le quedan, y siempre cae del cielo algún comprador potencial. Creo que la mayoría de los coleccionistas de su obra lo conocían personalmente, o les atrae el misterio que lo envolvió, a falta de una palabra mejor. Oí decir que dejó de pintar por completo poco antes de desaparecer, así que poseen cierto valor como rarezas, imagino.

– ¿Recuerdas algo sobre su desaparición?

– Bueno, corrieron rumores. Los periódicos no dieron muchos detalles sobre las circunstancias. La prensa local tiende a ser parca sobre esas cuestiones en el mejor de los casos, pero casi todos sabíamos que algunos de los niños a los que él había intentado ayudar sufrieron abusos posteriormente. Algunos quisieron echarle la culpa, supongo, incluso entre quienes estaban dispuestos a creer que él no había tenido participación directa.