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El Adivinador percibía el sabor del mar y de la arena adherida a la piel, un sabor salado, una reafirmación de la vida. Lo notaba en todo momento, aun después de tantos años. El mar le proporcionaba su medio de vida, ya que atraía a los veraneantes, y el Adivinador estaba allí esperándolos cuando llegaban; pero su afinidad con el mar no se reducía al dinero que le daba. No, reconocía algo de su propia esencia en él, en el sabor de su sudor, que era un eco de su propio origen lejano y del origen de todas las cosas, y opinaba que un hombre incapaz de comprender la atracción del mar era un hombre que se había perdido a sí mismo.

Pasó los billetes diestramente con el pulgar, moviendo un poco los labios mientras llevaba la cuenta en la cabeza. Cuando acabó, sumó la cantidad al total y luego lo comparó con las ganancias del último año por las mismas fechas. Habían bajado, del mismo modo que el último año habían bajado respecto al anterior. Ahora la gente era más cínica, y tanto ellos como sus hijos estaban menos dispuestos a pararse ante un hombrecillo extraño y su barraca de aspecto primitivo. Se veía obligado a trabajar cada vez más para ganar incluso menos, aunque no tan poco como para plantearse abandonar la profesión que había elegido. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Recoger las mesas en un bufé libre? ¿Trabajar detrás de la barra en un McDonald's, como algunos de los jubilados más desesperados que conocía, reducidos a limpiar lo que ensuciaban niños lloricas y adolescentes descuidados? No, eso no era para el Adivinador. Él había seguido ese camino durante casi cuarenta años y, por cómo se sentía, calculaba que le quedaban todavía unos cuantos, siempre y cuando así lo decidiese el que repartía las cartas allá en el cielo. Conservaba la mente despierta, y los ojos, detrás de las gafas de montura negra, le permitían aún captar todo aquello que necesitaba saber sobre los incautos a fin de seguir ganándose modestamente la vida. Quizás algunos calificarían lo suyo de don, pero él no lo llamaba así. Era una aptitud, un oficio, perfeccionado y desarrollado año tras año, un vestigio de un sexto sentido que fue poderoso en nuestros antepasados pero que ahora se había atrofiado a causa de las comodidades del mundo moderno. Lo que él poseía era algo elemental, como las mareas y las corrientes oceánicas.

Dave Glovsky, alias «el Adivinador», llegó por primera vez a Old Orchard Beach en 1948, cuando tenía treinta y siete años, y desde entonces su fraseología y las herramientas de su oficia apenas habían cambiado. En su pequeña barraca del paseo destacaba una vieja silla de madera que pendía, sujeta mediante cadenas, de una antigua balanza R.H. Forschner. Un letrero amarillo, toscamente pintado a mano con una vacilante caricatura de Dave, anunciaba la actividad a la que se dedicaba y su emplazamiento, para aquellos que, al llegar allí, acaso no estuvieran del todo seguros de dónde se hallaban o qué tenían ante los ojos. El letrero rezaba: EL ADIVINADOR, PALACE PLAYLAND, OLD ORCHARD BEACH, YO.

El Adivinador formaba parte de la decoración de Old Orchard. Estaba tan integrado en aquel centro de veraneo como la arena en los refrescos y los caramelos blandos que provocaban la caída de los empastes de las muelas. Aquél era su sitio, y él lo tenía interiorizado. Llevaba tanto tiempo acudiendo allí, para ejercer su oficio, que percibía todo cambio en su entorno, por intrascendente que pareciese: una mano de pintura aquí, un bigote afeitado allá. Para él, esas cosas tenían su importancia, ya que así era como mantenía alerta la mente, y como, a la vez, llevaba comida a su mesa. El Adivinador reparaba en todo cuanto ocurría alrededor y archivaba los detalles en su fabulosa memoria, a punto para utilizarlos en el momento más oportuno. En cierto modo, su sobrenombre era poco apropiado. Dave Glovsky no adivinaba. Percibía. Calculaba. Evaluaba. Por desgracia, Dave Glovsky el Percibidor no sonaba tan bien. Como tampoco Dave el Calculador, así que era Dave el Adivinador, y con Dave el Adivinador se quedaría.

El Adivinador te adivinaba el peso con un margen de error de un kilo y medio, y si fallaba, ganabas un premio. Aunque igual que había gente que no tenía el menor interés en que se pregonase su peso ante una risueña muchedumbre un radiante día de verano -no, ni hablar, decían, gracias por preguntar pero métase en sus asuntos-, del mismo modo el Adivinador no se moría de ganas por poner a prueba la resistencia de su balanza colgando de ella ciento cincuenta kilos de pura fémina americana sólo para demostrar que acertaba el peso, y en tales casos lo intentaba muy gustosamente con la edad, la fecha de nacimiento, el empleo, la elección de coche (extranjero o nacional), o incluso la marca de tabaco preferida. Si el Adivinador se equivocaba, seguías tan campante por tu camino con una horquilla de plástico o una bolsa de gomas elásticas en la mano, ufanándote de haberle ganado la partida al hombrecillo raro de los letreros torcidos e infantiles -¿acaso no eras tú el listo?-, y tardarías un rato en darte cuenta de que acababas de pagarle cincuenta centavos a un hombre por el placer de saber algo que ya sabías antes de llegar, y que para colmo habías recibido diez gomas elásticas que al por mayor costaban alrededor de un centavo. Y podía ser que te volvieras a mirar al Adivinador, con su camiseta blanca en la que aparecía escrito con letras mayúsculas: DAVE EL ADIVINADOR, y que le habían estampado como un favor, pues todo el mundo conocía a Dave, en la barraca de camisetas situada un poco más allá, y llegaras a la conclusión de que el Adivinador era en realidad un tipo listo.

Porque el Adivinador sí era listo, listo en el sentido en que lo eran Sherlock Holmes, Dupin o Poirot, el pequeño belga. Era un observador, un hombre capaz de determinar las circunstancias de la existencia de otro a partir de su ropa, su calzado, la manera de llevar el dinero, el estado de sus manos y uñas, las cosas que atraían su atención y despertaban su interés mientras recorría el paseo, e incluso las más nimias pausas y vacilaciones, las inflexiones vocales y los gestos inconscientes mediante los cuales se delataba de mil maneras distintas. El Adivinador prestaba atención en el marco de una cultura que ya no atribuía valor alguno a un acto tan simple. La gente no escuchaba ni veía: sólo creía escuchar o ver. Pasaban por alto más cosas de las que percibían. Sus ojos y sus oídos se adaptaban continuamente a lo nuevo, a la última novedad que les arrojaba la televisión, la radio, el cine, y desechaban lo viejo aun antes de empezar a comprender su sentido y su valor. El Adivinador no era como ellos. Pertenecía a un orden distinto, a un sistema organizativo más antiguo. Estaba preparado para identificar imágenes y olores, susurros que llegaban altos y claros a sus oídos, insignificantes aromas que le producían un cosquilleo en el vello de la nariz y se traducían en forma de luces y colores en su mente. La vista era sólo una de las facultades que usaba, y a menudo desempeñaba un papel secundario respecto a las otras. Al igual que el hombre primitivo, no dependía de los ojos como principal fuente de información. Confiaba en todos sus sentidos y los aprovechaba al máximo. Su mente era como una radio, sintonizada siempre para captar incluso las transmisiones más débiles de los demás.

Había una parte fácil, claro: la edad y el peso le resultaban relativamente sencillos. También los coches estaban casi cantados, por lo menos al principio, cuando la mayoría de la gente que iba de vacaciones a Old Orchard tenía coches de fabricación nacional. Sólo más tarde proliferarían los automóviles de importación, pero aun así las probabilidades seguían siendo de un cincuenta por ciento para el Adivinador.