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– ¿Sí?

– Ha matado. -Y en el momento en que se oía pronunciar estas palabras, Dave se veía desde fuera. Flotando, se apartaba de la escena que se desarrollaba ante él; su alma se anticipaba ya a la separación de esta vida que iba a producirse.

El desconocido movió la cabeza en un gesto de incredulidad y se miró las manos, como si hubiera quedado mudo de asombro ante tal revelación.

– Bueno -dijo por fin-, supongo que eso vale cincuenta centavos del dinero de cualquier hombre, las cosas como son. Tal cual. Tal cual. -Y asintió, ensimismado-. Ajá -susurró-. Ajá.

– ¿Quiere reclamar el premio? -preguntó Dave-. Tiene derecho a un premio si no he acertado.

Señaló hacia atrás, en dirección a las gomas elásticas, las horquillas, los paquetes de globos.

Llévese uno. Llévese uno, por favor. Lléveselos todos, lo que quiera, pero aléjese de mí. Váyase por donde ha venido, sin detenerse, y no vuelva nunca por aquí, jamás. Y si le sirve de consuelo, sepa que nunca olvidaré su olor o su aspecto. Nunca. Los grabaré en mi memoria, y permaneceré siempre atento por si vuelve a aparecer.

– No -dijo el desconocido-. Quédeselos. Me he entretenido. Usted me ha entretenido.

Se apartó de Dave el Adivinador, aún asintiendo, aún repitiendo «ajá» una y otra vez.

En el preciso momento en que el Adivinador tenía la certeza de que iba a librarse de él, el desconocido se detuvo.

– Orgullo profesional -dijo de pronto.

– ¿Disculpe? -preguntó el Adivinador.

– Creo que es eso lo que tenemos en común: estamos orgullosos de lo que hacemos. Usted podría haberme mentido, pero no lo ha hecho. Y yo podría haberle mentido a usted y llevarme esos globos de mierda, pero tampoco lo he hecho. Usted me ha respetado a mí, y a cambio yo lo he respetado a usted.

El Adivinador no contestó. No había nada que decir. Notó un sabor en la boca. Era agrio y desagradable. Deseó abrir la boca y aspirar una bocanada de aire salitroso, pero aún no, no mientras el desconocido estuviese cerca. Antes quería deshacerse de él, por temor a que algo de su esencia penetrase en su cuerpo con esa única bocanada y corrompiese su ser.

– Puede hablarle a la gente de mí si quiere -dijo el desconocido-. Tanto me da. Pasará mucho tiempo antes de que alguien se plantee ir en mi busca, e incluso si me encuentran, ¿qué van a decir? ¿Que un charlatán de feria con una camiseta barata los ha mandado por mí, que quizá tengo algo que esconder o una historia que contar?

Se entretuvo con las manos en recuperar del vaquero el paquete de tabaco, manoseado y un poco chafado. Sacó de dentro un estilizado mechero metálico y a continuación un cigarrillo. Hizo rodar el cigarrillo entre el dedo medio y el pulgar antes de encenderlo, y luego el mechero y el paquete volvieron a desaparecer en el bolsillo.

– Puede que algún día me pase otra vez por aquí -dijo-. Lo buscaré.

– Aquí estaré -respondió el Adivinador.

Vuelva si quiere, animal. No me malinterprete: le tengo miedo, y creo que no me falta razón para ello, pero no piense que voy a exteriorizarlo. De mí no recibirá esa satisfacción.

– Eso espero -dijo el desconocido-. Eso espero, no le quepa duda.

Pero el Adivinador nunca volvió a verlo, aunque pensó en él a menudo, y una o dos veces en los años que le quedaron de vida, mientras estaba en el paseo y evaluaba a los transeúntes, se sintió observado y tuvo la certeza de que, en algún lugar cercano, el desconocido lo miraba; quizá por diversión o quizá, como con frecuencia temía el Adivinador, arrepentido de permitir que la verdad sobre él se hubiera revelado de ese modo, y deseando enmendar el error.

Dave Glovsky el Adivinador murió en 1997, casi cincuenta años después de llegar por primera vez a Old Orchard Beach. Les habló del desconocido a quienes estuvieron dispuestos a escucharle, les habló del hedor a grasa que despedía, de la mugre bajo las uñas y de las manchas de color cobre en la camiseta. La mayoría de quienes le prestaron oídos se limitaron a menear la cabeza ante lo que, creían, era sólo un intento más por parte de un feriante de alimentar su leyenda; pero algunos lo escucharon con atención y encomendaron sus palabras a la memoria, y las hicieron correr para que otros estuvieran alerta por si regresaba aquel hombre.

El Adivinador, claro está, tenía razón: el hombre volvió años después, en efecto, a veces por iniciativa propia y a veces por órdenes de otros, y quitó vidas pero también creó una. Sin embargo, cuando regresó por última vez, atrajo las nubes y se envolvió en ellas a modo de capa, oscureciendo el cielo a su paso, buscando la muerte y el recuerdo de una muerte en los rostros de los demás. Era un hombre roto y, en su cólera, rompería a otros.

Era Merrick, el vengador.

1

Era una mañana encapotada de finales de noviembre, la hierba se quebraba a causa de la escarcha, y el invierno sonreía por los huecos entre las nubes igual que un mal payaso que escudriña desde detrás del telón antes de empezar el espectáculo. La ciudad se ralentizaba. Pronto arreciaría el frío, y Portland, como un animal, había acumulado grasas para los largos meses venideros. En el banco se hallaban los dólares del turismo; suficientes, cabía esperar, para llegar hasta el 30 de mayo, día de los Caídos. En las calles se respiraba una mayor tranquilidad que tiempo atrás. Los lugareños, que a veces no coexistían cómodamente con el ecoturismo otoñal y los buscadores de gangas, ahora tenían la ciudad casi para ellos solos una vez más. Reclamaban sus mesas habituales en los restaurantes, bares y cafeterías. Disponían de tiempo para la conversación ociosa con camareras y cocineros, los profesionales ya no sudaban tinta por las exigencias de clientes cuyos nombres desconocían. En esa época del año era posible sentir el verdadero ritmo de la pequeña ciudad, el lento palpitar de su corazón sin los agobios del falso estímulo de aquellos que venían de otras partes.

Yo, sentado a una mesa en un rincón del Porthole, comía beicon y patatas fritas, sin mirar a Kathleen Kennedy y Stephen Frazier mientras charlaban de la visita sorpresa a Irak de la secretaria de Estado. Como el televisor estaba sin sonido, era mucho más fácil no prestarle atención. Una estufa eléctrica con fuego de imitación ardía al lado de la ventana que daba al mar; los mástiles de los barcos de pesca oscilaban en la brisa matutina, y unas cuantas personas ocupaban las otras mesas, no muchas, las justas para crear el acogedor ambiente que requería una cafetería durante el desayuno, ya que tales cosas se basan en un sutil equilibrio.

El Porthole seguía igual que cuando yo era niño, quizás incluso igual que cuando abrió sus puertas por vez primera en 1929. Placas de linóleo marmolado verde, agrietado aquí y allá pero inmaculadamente limpio, cubrían el suelo. Una larga barra de madera con superficie de cobre recorría el local casi de punta a punta, salpicada de vasos, condimentos y dos bandejas de cristal con bollos recién hechos, y los taburetes estaban sujetos al suelo. Las paredes eran de color verde claro, y bastaba con ponerse en pie para ver el interior de la cocina a través de las dos ventanillas de servir idénticas, separadas por un letrero donde se leía: VIEIRAS. Una pizarra anunciaba los platos del día, y había cinco surtidores de cerveza, que servían Guinness, alguna que otra Allagash y Shipyard, y para quienes no conocían nada mejor, o sí conocían pero les importaba un carajo, Coors Light. De las paredes colgaban boyas, lo que en cualquier otra casa de comidas del Puerto Antiguo habría resultado kitsch pero allí reflejaba la simple circunstancia de que aquél era un lugar frecuentado por lugareños que pescaban. Una pared era casi por entero de cristal, así que incluso en las mañanas más grises el Porthole parecía inundado de luz.