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Se interrumpió. Preferí callar para dejarla buscar la mejor manera de expresarse.

– Usa alguna colonia de un olor muy fuerte, espantoso, pero mientras me hablaba me llegó un tufillo de lo que se escondía detrás. Apestaba, era una especie de hedor animal. Al notarlo, deseé escapar de él de inmediato.

– ¿Le dijo cómo se llamaba?

– No. Sólo dijo que tenía negocios con mi padre. Insistí en que mi padre había muerto, pero él negaba con la cabeza y sonreía. Dijo que no creía que un hombre estuviera muerto hasta que olía el cadáver.

– ¿Tiene alguna idea de por qué se ha presentado ese hombre justo ahora, tantos años después de la desaparición de su padre?

– No lo dijo. Quizá se haya enterado de que mi padre ha sido declarado legalmente muerto.

Con fines testamentarios, bajo la ley de Maine, se daba por muerta a una persona después de una ausencia continuada de cinco años durante los que no se había tenido noticia de ella ni existía una explicación satisfactoria de su desaparición. En algunos casos, el juzgado ordenaba una búsqueda «razonablemente diligente», la notificación a las fuerzas del orden y los funcionarios de asistencia social de los detalles del caso, y la solicitud de información a través de la prensa. Según Rebecca Clay, había cumplido todos los requisitos exigidos por el juzgado, pero no se había obtenido más información sobre su padre.

– También se publicó un artículo sobre mi padre en una revista de arte hace unos meses, este mismo año, después de vender yo un par de cuadros suyos. Necesitaba el dinero. Mi padre era un artista con cierto talento. Pasaba mucho tiempo en el bosque, pintando y dibujando. Su obra no es nada extraordinario si se juzga con criterios modernos… Lo más que he sacado por un cuadro son mil dólares…, pero he podido vender alguno que otro cuando el dinero escaseaba. Mi padre nunca expuso, y dejó una obra relativamente pequeña. Su nombre circulaba de boca en boca; así es como vendía, y siempre eran coleccionistas que conocían ya su obra los que buscaban sus pinturas. Hacia el final de su vida recibía ofertas de compra por cuadros que aún ni siquiera existían.

– ¿De qué clase de pinturas se trata?

– Paisajes, en su mayoría. Puedo enseñarle fotografías si le interesa. Excepto una, las he vendido ya todas.

Conocía a gente del mundillo artístico de Portland. Pensé que podría pedirles información sobre Daniel Clay. Entretanto, estaba el asunto del hombre que molestaba a su hija.

– No sólo me preocupo por mí -dijo-. Mi hija, Jenna, tiene once años. Ahora me da miedo dejarla salir de casa sola. He intentado explicarle un poco lo que está ocurriendo, pero tampoco quiero asustarla demasiado.

– ¿Qué quiere que haga yo respecto a ese hombre? -dije. Parecía una pregunta extraña, lo sabía, pero era necesaria. Rebecca Clay tenía que comprender en qué estaba metiéndose.

– Quiero que hable con él. Quiero que lo obligue a marcharse.

– Son dos cosas distintas.

– ¿Qué cosas?

– Hablar con él y obligarlo a marcharse.

Pareció desconcertada.

– Tendrá que disculparme, pero no le sigo -dijo.

– Es necesario poner los puntos sobre las íes antes de empezar. Puedo abordarlo en nombre de usted, y podemos intentar aclarar todo esto sin mayor problema. Es posible que él entre en razón y se vaya por donde ha venido, pero, por lo que me ha contado, da la impresión de que es un hombre de ideas fijas, lo que significa que tal vez no esté dispuesto a irse sin plantar cara. En ese caso, o bien podemos intentar que la policía lo detenga y solicitar una orden judicial que le prohíba acercarse a usted, lo cual puede ser difícil de conseguir e incluso más difícil de aplicar, o podemos encontrar otra manera de convencerlo para que la deje en paz.

– ¿Se refiere a amenazarlo o hacerle daño?

No pareció desagradarle la idea. No me extrañó. Conocía a personas que habían sufrido acoso durante años, y los había visto desmoronarse por la tensión y la angustia. Al final, algunos habían recurrido a la violencia, pero eso, por lo general, agravaba el problema. Una pareja incluso había sido demandada por la mujer del acechador después de darle el hombre un puñetazo, en un gesto de frustración, al tipo que les molestaba; con lo que las vidas de unos y otro quedaron aún más trabadas.

– Son opciones -dije-, pero nos dejan a merced de una posible acusación por agresión o conducta amenazadora. Peor aún, si la situación no se trata con cuidado, el asunto podría complicarse mucho. Hasta ahora ese hombre no ha hecho más que inquietarla, lo cual ya es bastante malo. Si nosotros lo atacamos, quizás él decida contraatacar. Eso podría ponerla en verdadero peligro.

Casi se desplomó en el asiento a causa de la frustración.

– ¿Y qué puedo hacer?

– Mire -dije-. No pretendo insinuar que no haya ninguna manera indolora de resolver esto. Sólo quiero que entienda que si él decide quedarse, no hay soluciones fáciles.

Se animó un poco.

– ¿Acepta el trabajo, pues?

La informé de mis honorarios. Aclaré que, como agencia unipersonal que era, no asumiría ningún otro encargo que pudiese entrar en conflicto con mi trabajo para ella. Si surgía la necesidad de contratar ayuda externa, le comunicaría previamente cualquier gasto adicional. Estaba en su derecho a dar por concluido nuestro acuerdo en cualquier momento, y yo procuraría ayudarla a encontrar alguna otra solución al problema antes de dejar el trabajo. Pareció darse por satisfecha con las condiciones. Recibí el pago de la primera semana por adelantado. No necesitaba el dinero para mí exactamente -mi forma de vida era muy elemental-, pero me había propuesto enviar cierta cantidad a Rachel cada mes, pese a que ella dijo que no era necesario.

Accedí a empezar al día siguiente. Permanecería cerca de Rebecca Clay cuando saliera camino del trabajo por las mañanas. Ella me informaría del momento en que tenía previsto dejar el despacho para almorzar, cuando tuviera reuniones o para volver a casa por las tardes. Su casa contaba con un sistema de alarma, pero mandé a alguien para que le echase un vistazo y, si convenía, colocar más cerrojos y cadenas. Yo estaría frente a la casa antes de que ella saliese por la mañana y me quedaría cerca hasta que ella se acostase. Podía ponerse en contacto conmigo en todo momento, y yo me reuniría con ella en veinte minutos.

Le pregunté si, por casualidad, conservaba alguna fotografía de su padre que pudiese darme. Aunque había previsto esa petición, pareció un poco reacia a entregármela después de sacarla del bolso. Mostraba a un hombre alto y desgarbado con un traje de tweed verde. Tenía el cabello blanco como la nieve y cejas muy pobladas. Llevaba unas gafas de montura metálica y se revestía de un anticuado y severo aire de académico. Ofrecía el aspecto de un hombre cuyo lugar estaba entre pipas de cerámica y tomos encuadernados en piel.

– Haré copias y se la devolveré -dije.

– Tengo más -contestó-. Quédesela mientras la necesite.

Me preguntó si podía vigilarla ese mismo día hasta que se marchase de la ciudad. Trabajaba en el sector inmobiliario y tenía asuntos que atender durante un par de horas. Le preocupaba que el hombre pudiera acercarse mientras estaba allí. Me ofreció un pago extra, pero lo rechacé. En todo caso, no tenía nada mejor que hacer.

Así pues, permanecí cerca de ella durante el resto del día. No ocurrió nada y tampoco el hombre del tupé pasado de moda y la cicatriz en la cara dio señales de vida. Fue tedioso y agotador, pero al menos evitaba con ello regresar a casa, mi casa no del todo vacía. Le seguí los pasos para que mis fantasmas no me los siguieran a mí.

2

El vengador recorrió el paseo entarimado hasta Old Orchard, cerca de donde antes estuvo, un verano tras otro, la barraca del Adivinador. El anciano ya había desaparecido, y el vengador supuso que había muerto; había muerto, o ya no podía realizar las hazañas de otros tiempos, incapacitados sus ojos para ver con la misma claridad que antes, apagado su oído, demasiado fragmentaria su memoria para registrar y ordenar la información que le llegaba. El vengador se preguntó si el feriante se habría acordado de él hasta el final. Pensó que probablemente sí, pues, ¿acaso no era ésa una de sus cualidades esenciales: olvidar poco, no descartar nada que pudiera ser útil?