Alhana adoraba a su hijo, y más ahora que su padre había desaparecido. Los sentimientos de Silvanoshei hacia su madre eran más complejos, si bien tenía una concepción imperfecta de ellos. Si alguien le hubiera preguntado, habría dicho que la amaba e idolatraba, y habría sido sincero. Empero, ese amor era como aceite flotando sobre aguas turbulentas. A veces Silvanoshei sentía ira contra sus padres, una rabia que lo asustaba por su intensidad. Le habían robado su infancia, lo habían privado de las comodidades y la posición entre su pueblo que le correspondían por derecho.
El túmulo funerario permaneció relativamente seco durante el torrencial aguacero. Alhana se quedó en la entrada, contemplando la tormenta, con la atención dividida entre la preocupación por su hijo —el cual se hallaba plantado bajo la lluvia, expuesto a los mortíferos rayos y al violento vendaval—, y la amarga idea de que las gotas de lluvia penetraban el escudo que rodeaba Silvanesti y que ella, con todo el poder de su ejército, no lo conseguía.
Un rayo que cayó bastante cerca la dejó medio cegada, y el trueno sacudió la cripta. Temerosa por su hijo, se aventuró a salir y a alejarse a una corta distancia de la entrada del montículo mientras se esforzaba por ver a través de la cortina de agua. Otro relámpago, que se extendió por el cielo con un resplandor purpúreo, le permitió ver a su hijo, que miraba hacia lo alto, rugiendo en respuesta al trueno con desafiante regocijo.
—¡Silvan! —gritó—. ¡Es peligroso estar aquí fuera! ¡Entra conmigo!
Ni siquiera la oyó. El trueno ahogó sus palabras y el viento se las llevó lejos. Sin embargo, tal vez percibiendo su preocupación, el joven volvió la cabeza hacia ella.
—¿Verdad que es magnífico, madre? —gritó, y el viento, que había arrastrado las palabras de su madre, le trajo las suyas con perfecta claridad.
—¿Queréis que vaya allí y lo traiga a la fuerza, mi señora? —preguntó una voz junto a su hombro.
—¡Samar! —se sobresaltó Alhana, que se volvió a medias—. ¡Me has asustado!
—Lo lamento, majestad —se disculpó el elfo al tiempo que hacía una reverencia—. No era mi intención.
No lo había oído acercarse, pero eso no debería sorprenderla. Aun en el caso de que los truenos no retumbaran, tampoco lo habría oído si él no hubiese querido. Perteneciente a la Protectoría, Porthios le había asignado al servicio de su esposa, y había cumplido fielmente su tarea durante las décadas de guerra y exilio.
Samar era actualmente su segundo al mando, el cabecilla de su ejército. Alhana sabía que la amaba aunque jamás hubiese pronunciado una sola palabra al respecto porque el oficial era leal a su esposo y lo respetaba como amigo y dirigente por igual. Por su parte, Samar era consciente de que ella no le correspondía, que era fiel a su marido a pesar de que no tenía noticias suyas desde hacía meses. El amor de Samar era un regalo que éste le daba cada día sin esperar nada a cambio. Caminaba a su lado, con su amor como una antorcha para guiar sus pasos por la oscura senda que recorría.
El oficial no sentía aprecio por Silvanoshei, a quien tenía por un dandi malcriado. Para Samar la vida era una batalla que había que luchar y ganar a diario. La frivolidad y la risa, las bromas y las chanzas habrían sido aceptables en un príncipe elfo cuyo reino estuviese en paz, en un príncipe elfo que, como los de épocas más felices, no tuviese nada que hacer en todo el día salvo aprender a tocar el laúd y contemplar la perfección de un capullo de rosa. La efervescencia propia de la juventud estaba fuera de lugar en un mundo donde los elfos luchaban para sobrevivir. No se sabía el paradero de su padre, que quizás hubiese muerto, y su madre se consumía la vida luchando contra el destino, saliendo de cada combate con el cuerpo y el espíritu maltrechos. Samar consideraba la risa y el entusiasmo de Silvan una afrenta a ambos, un insulto hacia sí mismo.
Lo único bueno que veía en el joven era su capacidad de hacer florecer una sonrisa en los labios de su madre cuando ninguna otra cosa le levantaba el ánimo. Alhana posó una mano sobre el brazo del elfo.
—Dile que estoy desasosegada. Ya sabes, los absurdos temores de una madre. O no tan absurdos —añadió para sí, puesto que Samar se había alejado ya—. Hay algo funesto en esta tormenta.
Samar se caló de inmediato hasta los huesos cuando salió al aguacero, igual que si se hubiese metido debajo de una catarata. El fuerte viento lo zarandeaba, y agachó la cabeza contra el cegador torrente mientras maldecía la irresponsable necedad del muchacho y avanzaba a trancas y barrancas.
Silvan tenía echada la cabeza hacia atrás, cerrados los ojos, los labios entreabiertos y los brazos en cruz; su torso estaba al aire, puesto que la camisa se había empapado de tal manera que se había deslizado hombros abajo y la lluvia caía a cántaros sobre su cuerpo medio desnudo.
—¡Silvan! —gritó Samar junto al oído del muchacho. Asió su brazo sin contemplaciones y lo sacudió—. ¡Te estás poniendo en ridículo! —dijo en tono bajo y furioso, tras lo cual volvió a sacudir al chico—. ¡Tu madre tiene ya bastantes preocupaciones para que le des más! ¡Ve junto a ella y entra, como es tu deber!
Silvan entreabrió los ojos apenas una rendija. Tenía los iris de color violeta, como los de su madre, aunque tirando a purpúreo. Ahora brillaban por el éxtasis, y sus labios esbozaron una sonrisa.
—¡La turbonada, Samar! Jamás había visto nada igual! No sólo la veo, sino que la siento. Roza mi cuerpo y eriza el vello de mis brazos. Me envuelve en sábanas de fuego que me lamen la piel y me inflaman. El trueno me sacude hasta lo más hondo de mi ser, el suelo tiembla bajo mis pies. Mi sangre arde, y la lluvia, las punzantes gotas, refrescan esa sensación febril. No estoy en peligro, Samar. —La sonrisa del muchacho se ensanchó bajo el aguacero que corría a chorros por su cara y su cabello otorgándoles un extraño lustre—. No corro más riesgo que si me encontrase en brazos de una amante...
—Ese lenguaje es indecoroso, príncipe Silvan —lo reprendió Samar con severidad—. Deberías...
El frenético toque de unos cuernos lo interrumpió e hizo añicos el éxtasis de Silvan; aquél era uno de los primeros sonidos que recordaba haber oído de niño: un sonido de advertencia, de peligro.
El muchacho abrió completamente los ojos; fue incapaz de localizar de qué dirección llegaba, pues parecía proceder de todas a la vez. Alhana se encontraba en la entrada del túmulo rodeada por su guardia personal, escudriñando a través de la tormenta.
Apareció un corredor apartando ruidosamente la maleza; no era momento de moverse con sigilo. No hacía falta.
—¿Qué ocurre? —gritó Silvan.
El soldado hizo caso omiso de él y corrió hacia su comandante.
—¡Ogros, señor! —informó.
—¿Dónde? —inquirió Samar.
—¡Por todas partes, señor! —El elfo inhaló profundamente—. Nos tienen rodeados. No los oímos llegar, aprovecharon la tormenta para encubrir su avance. Los piquetes se han retirado tras la barricada, pero ésta... —El soldado, falto de aliento, no terminó la frase y señaló hacia el norte.
Un extraño fulgor otorgaba a la noche un tono púrpura, el mismo que el del rayo, pero no se descargaba y después desaparecía, sino que crecía en intensidad.
—¿Qué es eso? —preguntó a voces Silvan para hacerse oír por encima de los truenos—. ¿Qué significa?
—La barricada creada por los moldeadores de árboles está ardiendo —respondió, sombrío, Samar—. Seguramente la lluvia apagará las llamas...
—No, señor —dijo entre jadeos el corredor—. Fue alcanzada por los rayos, y no sólo en un punto, sino en muchos.