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—Sólo me lo he planteado —repuso, desazonado—. Todavía no lo he decidido. Por eso necesito hablar con la señora Jenna.

—¿De modo que piensas hablar con ella pero no conmigo, tu esposa?

—Iba a decírtelo.

—¿A decírmelo? ¿No a pedir mi opinión? ¿No pensabas preguntarme lo que opinaba de esta locura? No —respondió a sus propias preguntas—. Te propones hacerlo tanto si quiero como si no. Sin importar lo peligroso que pueda ser. ¡Sin importarte que podrías morir!

—Usha —dijo el mago al cabo de un momento—, es muy importante. La magia... Si pudiese... —Sacudió la cabeza, incapaz de explicarse, y la frase quedó en el aire.

—La magia ha muerto, Palin —gritó su esposa con la voz ahogada por las lágrimas—. Y en buena hora. ¿Qué hizo por ti? Nada, salvo destruirte y destrozar nuestro matrimonio.

Palin alargó la mano, pero esta vez fue ella quien se apartó.

—Me voy a la posada —dijo Usha sin mirarlo—. Si... si quieres que vuelva a casa házmelo saber.

Le dio la espalda y se dirigió hacia Tas, a quien contempló larga e intensamente.

—Eres realmente Tas, ¿verdad? —dijo, sobrecogida.

—Sí, Usha —respondió el kender, sintiéndose muy desdichado—. Pero ahora mismo desearía no serlo.

La mujer se inclinó y lo besó en la frente. Tas distinguió el brillo de las lágrimas contenidas en sus ojos dorados.

—Adiós, Tas. Fue estupendo volver a verte.

—Lo siento, Usha —gimió—. No era mi intención liar las cosas así. Sólo vine para hablar en el funeral de Caramon.

—No es culpa tuya, Tas. Las cosas ya iban mal antes de que aparecieses tú.

Usha salió de la cocina, pasando ante Palin sin dirigirle una mirada. El mago seguía plantado en el mismo sitio, mirando al vacío, con la expresión sombría y el semblante pálido. Tas oyó a Usha decirle algo a Jenna que no alcanzó a entender, y oyó contestar a Jenna, pero tampoco entendió qué decía. Usha se marchó de la casa; la puerta principal se cerró con un fuerte golpe. Todo quedó en silencio, salvo por los pasos del ir y venir impaciente de la hechicera. Palin continuó inmóvil.

—Toma, Palin —ofreció Tas mientras le tendía el artilugio—. Puedes quedártelo.

El mago lo miró, perplejo.

—Vamos —dijo el kender, adelantando el objeto hacia él—. Si quieres utilizarlo, como Usha ha dicho, te dejaré. Sobre todo si puedes regresar y hacer que las cosas sean como se supone que deberían ser. Es eso lo que estás pensando ¿verdad? Toma —insistió, y sacudió el ingenio de manera que las joyas centellearon.

—¡Cógelo! —instó Jenna.

Tas se sobresaltó. Había estado tan pendiente de Palin que no había oído entrar a la hechicera en la cocina. La mujer se encontraba en el umbral, con la puerta entreabierta.

—¡Cógelo! —repitió en tono urgente—. Palin, te preocupaba cómo superar las directrices inherentes al uso del ingenio, el conjuro que lo hace regresar siempre a la persona que lo utiliza. Esos condicionantes protegen al propietario en el caso de que el artilugio se pierda o sea robado, pero si se entrega voluntariamente, quizás eso rompa tales directrices.

—No sé nada de meretrices —dijo Tas—, pero sí sé que te dejaré usar el ingenio si quieres.

Palin inclinó la cabeza y el cabello canoso le cayó hacia adelante y le cubrió la cara, pero no antes de que Tas advirtiera el dolor que lo crispaba y le daba un aspecto que lo convertía en un semblante irreconocible para él. Palin alargó la mano y asió el objeto; sus dedos deformes se ciñeron amorosamente sobre él.

Tas se desprendió del artefacto con una sensación muy parecida al alivio. Cada vez que lo tenía en su poder, oía la voz de Fizban recordándole en tono irritado que no debería andar por ahí de aventuras, sino que tenía que regresar a su propio tiempo. Y aunque la aventura actual dejaba mucho que desear —por lo de estar bajo una maldición y haber visto llorar a Usha y descubrir que Palin ya no le caía bien— el kender empezaba a pensar que incluso una aventura mala probablemente era mejor que acabar despachurrado por el pie de un gigante.

—Puedo decirte cómo funciona —se ofreció.

Palin dejó el objeto sobre la mesa de la cocina; se sentó y lo miró de hito en hito, sin pronunciar palabra.

—Hay un verso que lo acompaña y unas cosas que hay que hacerle —agregó el kender—, pero son fáciles de asimilar. Fizban dijo que tenía que aprenderlo de memoria para así ser capaz de recitarlo de corrido incluso haciendo el pino, y si yo pude estoy convencido de que tú también podrás.

Palin sólo lo escuchaba a medias; alzó la vista hacia Jenna.

—¿Qué opinas?

—Es el ingenio para viajar en el tiempo —afirmó la mujer—. Lo vi en la Torre de la Alta Hechicería, cuando tu padre se lo entregó a Dalamar para que lo guardara a buen recaudo. Él lo estudió, naturalmente. Creo que tenía algunas notas de tu tío relativas al objeto. Nunca lo usó, que yo sepa, pero sabía más cosas de él que ningún otro ser vivo. Yo ignoraba que el ingenio hubiese desaparecido, pero, según recuerdo, Tasslehoff estuvo en la torre justo antes de la Guerra de Caos. Debió de cogerlo entonces.

—¡Yo no lo cogí! —protestó el kender, ofendido—. ¡Fizban me lo dio! Me dijo que...

—Chitón, Tas. —Palin se inclinó sobre la mesa y bajó el tono de voz—. Supongo que no hay modo de que puedas ponerte en contacto con Dalamar.

—No practico la necromancia —replicó fríamente Jenna.

—Oh, vamos, tú no crees que haya muerto. —Palin estrechó los ojos—. ¿O sí?

Jenna se recostó en la silla.

—Tal vez no lo creo, pero es posible que sea así. No he sabido nada de él desde hace más de treinta años. Ignoro dónde puede haber ido.

Palin parecía dubitativo, como si no acabase de creerle. Jenna puso las manos sobre el tablero de la mesa, con los enjoyados dedos bien extendidos.

—Escúchame, Palin. No lo conoces. Nadie lo conoce como yo. No lo viste al final, cuando regresó de la Guerra de Caos. Yo sí. Estuve con él, día y noche. Lo cuidé hasta que se curó, al menos de sus heridas, ya que no su espíritu. —Volvió a reclinarse en la silla; su expresión era sombría, ceñuda.

—Lamento si te he ofendido —se disculpó Palin—. No sabía... Nunca me lo contaste.

—No es algo de lo que me guste hablar —repuso, lacónica—. Sabes que Dalamar resultó gravemente herido durante la batalla contra Caos. Lo llevé de vuelta a la torre y durante semanas estuvo con un pie en el mundo de los muertos y con el otro en el de los vivos. Dejé mi casa y mi negocio para trasladarme a la torre y cuidar de él. Sobrevivió, pero la pérdida de los dioses, de la magia divina, fue un golpe terrible del que nunca acabó de recobrarse. Cambió, Palin. ¿Recuerdas cómo solía ser?

—No lo conocía muy bien. Supervisó mi Prueba en la torre, la Prueba durante la que mi tío Raistlin lo pilló por sorpresa, convirtiendo en realidad lo que Dalamar había dispuesto como una ilusión. Jamás olvidaré la expresión de su cara cuando vio que me había sido entregado el bastón de mi tío. —Palin suspiró profundamente, con pesar. Los recuerdos eran dulces pero, al mismo tiempo, dolorosos—. Lo único que recuerdo de Dalamar es que me pareció mordaz y sarcástico, egocéntrico y arrogante. Sé que mi padre tenía de él mejor opinión. Decía que Dalamar era un hombre muy complicado cuya lealtad estaba más con la magia que con la Reina Oscura. Por lo poco que lo conocí, considero cierta tal afirmación.

—Era excitable —intervino Tas—. Se ponía muy nervioso cuando me veía que tocaba algo suyo. Siempre tenía los nervios de punta.

—Sí, era todo eso, pero también podía ser encantador, tierno, sensato... —Jenna sonrió y soltó un suspiro—. Lo amaba, Palin. Todavía lo amo, supongo. Nunca he encontrado un hombre que lo iguale. —Guardó silencio un momento y después se encogió de hombros—. Pero eso fue hace mucho tiempo.