—¿Qué pasó entre vosotros dos? —inquirió Palin.
—Después de su enfermedad se encerró en sí mismo, se volvió hosco y callado, taciturno y huraño. Jamás he sido una persona paciente —admitió—. No soportaba su autocompasión y se lo dije. Discutimos y me marché. Y ésa fue la última vez que lo vi.
—Entiendo cómo se sentía —comentó el mago—. Sé lo perdido que me sentí yo cuando comprendí que los dioses se habían ido. Dalamar había practicado el arte arcano mucho más tiempo que yo. Había sacrificado mucho por la magia. Debió de ser un golpe demoledor para él.
—Lo fue para todos nosotros —espetó, cortante, la mujer—, pero le hicimos frente. Tú seguiste adelante, como yo. Dalamar fue incapaz. Su agitación y su rabia llegaron a un punto que pensé que la frustración lo llevaría donde las heridas no habían podido. Sinceramente creí que moriría. No comía ni dormía, se pasaba horas encerrado en el laboratorio buscando desesperadamente lo que había perdido. Una vez, en una de las contadas ocasiones que habló conmigo, me dijo que tenía la clave para lograrlo, que le había llegado durante su enfermedad, que era la llave y que ya sólo le faltaba hallar la puerta. Creo —añadió en tono seco—, que la encontró.
—Así que no crees que se destruyera a sí mismo cuando demolió la torre —comentó Palin.
—¿Que la tone no existe ya? —Tas no salía de su asombro—. ¿La gran Torre de la Alta Hechicería de Palanthas? ¿Qué pasó?
—Ni siquiera tengo la convicción de que la hiciese saltar en pedazos —dijo Jenna, que continuó la conversación como si el kender no se encontrase presente—. Oh, sé lo que la gente comenta: que la destruyó por miedo a que el dragón Khellendros la tomara y utilizara su magia. Vi el montón de escombros que quedó. La gente encontró todo tipo de artefactos mágicos entre las ruinas. Compré muchos de ellos y los vendí más adelante, multiplicando por cinco el precio que había pagado.
»Pero sé algo que jamás le he contado a nadie: los artefactos mágicos verdaderamente valiosos jamás se hallaron. Ni rastro de ellos. Los pergaminos, los libros de hechizos que pertenecieron a Raistlin y a Fistandantilus y luego al propio Dalamar, también desaparecieron. La gente pensó que se habían destruido en la explosión. En tal caso —añadió con fina ironía—, la explosión fue muy selectiva, ya que sólo acabó con lo que era valioso e importante y dejó indemnes las bagatelas. —Dirigió una mirada calculadora a Palin—. Dime, amigo mío, ¿llevarías este artilugio a Dalamar si estuviese en tus manos hacerlo?
—Ahora que lo pienso, probablemente no —contestó el mago, que rebulló en su asiento con nerviosismo—. Si supiese que lo tengo, el artefacto no permanecería en mi posesión mucho tiempo.
—¿De verdad te propones utilizarlo?
—No lo sé. —Palin se mostró evasivo—. ¿A ti qué te parece? ¿Sería peligroso?
—Sí, mucho.
—Pero el kender lo usó...
—Si crees lo que cuenta, lo utilizó en su propio tiempo —argumentó la hechicera—. Y era en la época de los dioses. El artefacto se encuentra ahora en el tiempo actual. Sabes tan bien como yo que la magia de los objetos de la Cuarta Era es inestable por naturaleza. Algunos actúan de modo perfectamente predecible y otros de un modo aberrante.
—Así que no lo sabré hasta que lo intente —adujo Palin—. ¿Qué supones que podría suceder?
—¡Quién sabe! —Jenna alzó las manos y los anillos de los dedos centellearon—. Sólo el viaje podría matarte. Existe el riesgo de que te quedes estancado en el pasado, sin posibilidad de regresar. Tal vez, de manera accidental, hagas algo que cambie el pasado y, como resultado, borres el presente. Podrías hacer estallar esta casa y todo cuanto hay en un radio de treinta kilómetros. Yo no correría el riesgo. No basándome en lo que cuenta un kender.
—Y, sin embargo, me gustaría volver a un tiempo anterior a la Guerra de Caos. Sólo como espectador. Quizá viera el momento en que el destino se salió del curso que debería haber seguido. Así sabríamos cómo desviarlo de nuevo hacia la dirección correcta.
—Hablas del tiempo como si fuese un caballo que tira del carro —comentó con sorna Jenna—. Que tú sepas, este kender se ha inventado esa absurda historia de un futuro en el que los dioses jamás nos abandonaron. Después de todo, es un kender.
—Pero no es un kender corriente. Mi padre le creyó, y él sabía un poco sobre viajar en el tiempo.
—Tu padre también dijo que había que llevar al kender y al ingenio a Dalamar —le recordó la hechicera.
—Opino que debemos descubrir la verdad por nosotros mismos —argüyó Palin, ceñudo—. Creo que merece la pena correr el riesgo. Considéralo desde este punto de vista, Jenna: si existe otro futuro, un futuro mejor para nuestro mundo, un futuro en el que los dioses no se han marchado, ningún precio sería demasiado caro con tal de conseguirlo.
—¿Incluso tu vida?
—¡Mi vida! —El tono del mago sonó amargo—. ¿Qué valor tiene para mí ahora? Mi esposa está en lo cierto. La antigua magia ha desaparecido y la nueva está disipándose. ¡No soy nada sin magia!
—Yo no creo que la nueva magia se esté acabando —manifestó con seriedad la mujer—. Y tampoco creo a quienes afirman que la estamos «agotando». ¿Acaso agotamos el agua? ¿Agotamos el aire? La magia es parte del mundo. No podemos consumirla.
—Entonces ¿qué le ocurre? —demandó, impaciente, Palin—. ¿Por qué fallan nuestros conjuros? ¿Por qué hasta el hechizo más sencillo requiere tanta energía que te obliga a descansar una semana después de ejecutarlo?
—¿Recuerdas la prueba a la que nos sometían en la escuela de magia? —preguntó Jenna—. Aquella en la que colocaban un objeto sobre la mesa y te decían que lo movieses sin tocarlo. Lo hacías, y entonces lo ponían sobre la mesa otra vez, pero detrás de un muro de ladrillos, y te ordenaban que lo movieses. De repente resultaba mucho más difícil. Como no podías ver el objeto, te era más difícil enfocar la magia en él. Tengo la misma sensación cuando intento lanzar un conjuro, como si hubiese algo delante, un muro de ladrillos, si quieres llamarlo así. Goldmoon me dijo que sus sanadores experimentaban algo parecido...
—¡Goldmoon! —exclamó Tas con ansiedad—. ¿Dónde está? Si hay alguien que pueda arreglar las cosas, ésa es ella. —Se puso de pie, como si fuera a correr hacia la puerta en ese mismo momento—. Sabrá qué hay que hacer. ¿Dónde está?
—¿Goldmoon? ¿Quién la ha sacado a relucir? ¿Qué tiene que ver con todo esto? —Palin miró malhumorado al kender—. ¡Por favor, siéntate y quédate callado! ¡No interrumpas el curso de mis pensamientos!
—Me habría gustado realmente verla —dijo Tas en voz baja, entre dientes, para no molestar a Palin.
—Tu esposa tiene razón —manifestó Jenna—. Vas a usar el ingenio, ¿verdad, Palin?
—Sí, así es —contestó mientras cerraba las manos sobre el objeto.
—¿Diga lo que diga?
—Diga lo que diga cualquiera. —La miró a los ojos; parecía azorado—. Gracias por tu ayuda. Sin duda, mi hermana te proporcionará un cuarto en la posada. Le mandaré aviso.
—¿De verdad crees que voy a marcharme y perderme todo esto? —preguntó Jenna, divertida.
—Es peligroso. Dijiste que...
—En los tiempos que vivimos, hasta cruzar la calle lo es. —Jenna se encogió de hombros—. Además, necesitarás un testigo. O, al menos —añadió como sin darle importancia—, hará falta alguien que identifique tu cadáver.
—Muchísimas gracias —contestó el mago, que se las arregló para esbozar una sonrisa, la primera que Tas veía en su rostro. Después respiró hondo y soltó el aire muy despacio. Sus manos, que asían el artefacto, temblaron—. ¿Cuándo lo intentamos?
—Qué mejor momento que el presente —dijo Jenna sonriendo.
22
Viaje al pasado
—Y ése es el verso —acabó Tasslehoff—. ¿Quieres que lo repita?