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Los soldados empezaron a odiar la lluvia, a verla como el enemigo, no a los ogros. Su repiqueteo sobre los yelmos de los hombres sonaba como si alguien estuviese golpeando constantemente una olla de estaño, como rezongó uno de ellos. Al capitán Samuval y a sus arqueros les preocupaba que las flechas no volaran correctamente de tan mojadas que estaban las plumas de los penachos.

Mina exigía a las tropas que estuviesen en pie y en marcha con el amanecer, dando por supuesto que el sol había salido, ya que no lo habían visto en los últimos días. Caminaban hasta que la penumbra del crepúsculo era tan intensa que los oficiales temían que los conductores de las carretas se salieran de la calzada. La leña estaba tan mojada que ni siquiera los más experimentados en encender fuego eran capaces de hacerla arder. La comida sabía a barro; dormían sobre el lodo, con el fango como almohada y la lluvia como manta. A la mañana siguiente se levantaban y volvían a emprender la marcha. La marcha hacia la gloria con Mina. Así lo creían firmemente todos. Lo sabían.

Según los místicos, los soldados no tendrían la menor oportunidad de penetrar el escudo mágico; se encontrarían atrapados entre el yunque de la barrera ante ellos y el martillo de los ogros a su espalda. Perecerían ignominiosamente. Los soldados se mofaban de los pronósticos de los místicos. Mina levantaría el escudo; era capaz de derribarlo con sólo tocarlo. Creían en ella, así que la seguían. Ni un solo hombre desertó durante aquella larga y ardua marcha.

Protestaban —y lo hacían amargamente— por el barro, la lluvia, la pésima comida y la falta de descanso. Sus rezongos fueron subiendo de tono y Mina no pudo evitar escucharlos.

—Lo que quiero saber es esto —dijo uno de los hombres en voz alta para que se oyera por encima del chapoteo de las botas en el barro—. Si el dios al que seguimos quiere que ganemos, entonces ¿por qué el Innominable no nos envía buen tiempo y una calzada seca?

Galdar caminaba en su puesto habitual, al lado de Mina, y alzó la vista hacia ella. La joven había hecho caso omiso de los rezongos oídos en otras ocasiones, pero ésta era la primera vez que uno de los hombres ponía en tela de juicio a su dios.

Mina sofrenó su caballo y lo hizo dar media vuelta. Galopó a lo largo de la columna buscando al soldado que había hablado. Ninguno de los compañeros lo señaló, pero la mujer lo encontró y fijó en él sus ambarinos ojos.

—Suboficial Paregin, ¿no es así? —dijo.

—Sí, Mina —contestó, desafiante.

—Recibiste un flechazo en el pecho. Estabas moribundo y te devolví la vida —instó la joven, furiosa como nunca antes la habían visto.

Galdar se estremeció al recordar de repente la aterradora tormenta de la que surgió. Paregin se puso rojo de vergüenza, masculló algo mientras agachaba la vista, incapaz de mirarla.

—Escúchame bien, suboficial —continuó Mina en tono frío y seco—. Si marchásemos con buen tiempo, bajo un sol abrasador, no serían gotas de lluvia las que atravesarían tu armadura, sino lanzas de ogros. La penumbra es una cortina que nos oculta a la vista de nuestro enemigo. La lluvia borra todo rastro de nuestro paso. No cuestiones la sabiduría de dios, Paregin, sobre todo habida cuenta de que, según has demostrado, la tuya brilla por su ausencia.

—Perdóname, Mina —musitó el hombre, que se había quedado lívido—. No era mi intención mostrarme irrespetuoso. Honro a dios. Y a ti. —La contempló con adoración—. ¡Ojalá tenga la ocasión de demostrarlo!

La expresión de la joven se suavizó y sus ojos ambarinos, el único color en medio de la gris penumbra, brillaron.

—La tendrás, Paregin —respondió quedamente—. Te lo prometo.

Hizo volver grupas al caballo y regresó a la cabeza de la columna a galope, los cascos del animal lanzando barro al aire. Los hombres agacharon la cabeza para protegerse de la lluvia y se prepararon para reanudar la marcha.

—¡Mina! —llamó una voz a su espalda. Una figura corría hacia ella dando traspiés y resbalando.

La joven frenó a su montura y se volvió para ver qué pasaba.

—Es uno de los hombres de la retaguardia —informó Galdar.

—¡Mina! —El soldado llegó a su lado sin resuello—. ¡Dragones Azules! —jadeó—. Por el norte. —Miró hacia atrás, con el entrecejo fruncido—. ¡Lo juro, Mina! Los vi...

—¡Allí! —señaló el minotauro.

Cinco Dragones Azules surgieron entre las nubes, relucientes las escamas por la lluvia. La columna de hombres aminoró la marcha hasta detenerse; todos parecían alarmados.

Los reptiles eran criaturas inmensas, bellas y aterradoras. La lluvia brillaba en escamas tan azules como el hielo de un lago helado bajo un cielo invernal despejado. Cabalgaban sobre los vientos tormentosos sin temor, sostenidos por las enormes alas que apenas se movían. No le tenían miedo al relámpago zigzagueante, ya que ellos mismos expulsaban rayos por las fauces y podían derrumbar una torre o matar a un hombre que estuviese a gran distancia en el suelo.

Mina no dijo nada, no dio ninguna orden. Permaneció, impasible, sobre su caballo, que se asustó al divisar a los dragones. Los reptiles se aproximaron y entonces Galdar pudo distinguir jinetes vestidos con armaduras negras. Uno tras otro, en formación, los Dragones Azules descendieron para volar bajo sobre la columna de hombres. Los jinetes de los reptiles y sus monturas los observaron atentamente y luego los dragones batieron las alas y se remontaron hasta perderse de nuevo entre las nubes grises.

Aunque los reptiles se perdieron de vista, su presencia podía sentirse todavía estrujando los corazones y socavando el valor.

—¿Qué ocurre? —El capitán Samuval se acercó chapoteando en el barro. Al aparecer los dragones, sus hombres habían aprestado los arcos, listos para disparar—. ¿A qué viene todo esto?

—Espías de Targonne —gruñó Galdar—. A estas alturas debe de saber que has anulado su orden al general Dogah, cambiándola por otra tuya, Mina. Eso es traición. Te hará matar y descuartizar, y clavará tu cabeza en una pica.

—Entonces ¿por qué no nos han atacado? —demandó Samuval mientras observaba el cielo con expresión sombría—. Los dragones podrían habernos reducido a cenizas en un momento.

—Sí, pero ¿qué ganaría con ello? —contestó Mina—. No se beneficiaría con nuestra muerte, pero sí lo hará con nuestra victoria. Es corto de miras, avaricioso. Un hombre de su calaña no ha sido leal a nadie jamás y no puede creer que otra persona lo sea. Un hombre que sólo cree en el sonido de las monedas de acero apilándose unas sobre otras no puede entender la fe de otros. Al juzgar a los demás por su rasero, no comprende lo que está ocurriendo aquí y, en consecuencia, no sabe cómo manejar la situación. Le daré lo que desea. Nuestra victoria le hará ganar las riquezas de la nación silvanesti y el favor de Malystrix.

—¿Tan convencida estás de ganar, Mina? —preguntó Galdar—. No es que lo ponga en duda —se apresuró a añadir—. Pero ¿quinientos soldados contra toda la nación silvanesti? Y todavía tenemos que marchar a través de las tierras de los ogros.

—Por supuesto que ganaremos, Galdar —contestó la joven—. El Único así lo ha decretado.

Hija de la batalla, hija de la guerra, hija de la muerte, Mina siguió adelante y los hombres la siguieron bajo la incesante lluvia.

Las tropas de la mujer marcharon en dirección sur, a lo largo del río Thon-Thalas. Por fin dejó de llover, el sol apareció de nuevo y los hombres recibieron el cambio de buen grado, aunque tuvieron que pagar por el calor y la ropa seca doblando el número de patrullas ya que para entonces se encontraban en pleno territorio de ogros.