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Éstos se hallaban ahora amenazados desde el sur por los elfos renegados y la Legión de Acero, y desde el norte por los que antaño fueran sus aliados. Conscientes de su incapacidad para desalojar a los Caballeros de Neraka en el norte, los ogros habían trasladado sus ejércitos desde ese frente al del sur, concentrando los ataques contra la Legión de Acero, a la que consideraban el enemigo más débil y, por consiguiente, el más fácil de derrotar.

Mina enviaba exploradores a diario; los batidores de larga distancia regresaron para informar de que un gran ejército de ogros se estaba reuniendo alrededor de la fortaleza de la Legión de Acero, cercana a la frontera de Silvanesti. Las tropas humanas y un ejército elfo, el cual se creía que se hallaba a las órdenes de la elfa oscura Alhana Starbreeze, estaban dentro de la fortificación, dispuestos a rechazar el ataque de los ogros. La batalla no había comenzado aún. Los ogros esperaban algo, tal vez más tropas o buenos augurios.

La joven recibió los informes de los exploradores por la mañana, antes de emprender la marcha de ese día. Los hombres recogían sus equipos, protestando como siempre pero con mejor ánimo desde que había dejado de llover. Los Dragones Azules que los seguían mantenían las distancias. De vez en cuando alguien vislumbraba fugazmente la sombra de unas alas o el destello del sol en escamas azules, pero los reptiles no se aproximaron más. Los soldados tomaron su magro desayuno y esperaron la orden de partir.

—Traéis buenas noticias, caballeros —les dijo Mina a los batidores—, pero no hay que bajar la guardia. ¿A qué distancia estamos del escudo, Galdar?

—Según los exploradores, a dos días de marcha, Mina.

Los ojos ambarinos de la muchacha miraron más allá del minotauro, más allá del ejército, de los árboles y el río, del propio cielo, o eso le pareció a él.

—Se nos convoca, Galdar. Noto una gran urgencia. Hemos de llegar a la frontera de Silvanesti esta misma noche.

El minotauro se quedó boquiabierto. Era leal a su comandante. Habría dado la vida por ella y lo habría considerado un privilegio. Sus estrategias no eran ortodoxas, pero habían resultado muy eficaces. Sin embargo, había cosas que ni siquiera ella era capaz de hacer. O su dios.

—No podemos, Mina —manifestó llanamente—. Los hombres hacen marchas de diez horas diarias, están agotados. Además, las carretas de suministro no pueden avanzar más deprisa. Míralos. —Hizo un gesto con la mano. Dirigidos por el jefe de intendencia, los hombres se afanaban en sacar una de las carretas que se había quedado atascada en el barro durante la noche—. No estarán preparados para partir hasta dentro de una hora, como poco. Pides lo imposible, Mina.

La llamada frenética de un cuerno hendió el aire, a sus espaldas.

La columna de tropas se extendía a lo largo de la calzada que se desplegaba sobre una colina, alrededor de un recodo, seguía por el valle y ascendía por otro cerro. Los hombres se pusieron de pie al oír el toque y volvieron la vista hacia la parte posterior de la columna. Los que se ocupaban de desatascar la carreta cesaron de trabajar.

Un explorador remontó la colina cabalgando a galope tendido. Las tropas se apartaron de la calzada para dejarle paso. Al parecer, preguntó a voces algo mientras galopaba, ya que muchos hombres señalaron hacia el frente. El explorador clavó espuelas para azuzar su montura.

Mina se situó en el centro de la calzada, esperando su llegada. Al localizarla, el explorador sofrenó su montura tan bruscamente que el animal se paró sobre las patas traseras.

—¡Mina! —El explorador se hallaba sin resuello—. ¡Ogros! ¡En las colinas que hay detrás de nosotros! ¡Se acercan muy deprisa!

—¿Cuántos son? —preguntó ella.

—Es difícil calcularlo, ya que avanzan desplegados, no en columna ni en ningún otro tipo de formación. Pero son muchos. Un centenar o más. Descienden de los cerros.

—Probablemente se trata de una partida merodeadora —gruñó Galdar—. Se habrán enterado de la gran batalla en el sur y han salido para reclamar su parte en el botín.

—No tardarán en agruparse cuando descubran nuestro rastro —pronosticó el capitán Samuval—. Y lo harán en cuanto lleguen al río.

—Pues al parecer ya han llegado —dijo Galdar.

Gritos rechinantes de rabia y júbilo resonaron entre los cerros. El destemplado toque de cuernos hendió el aire. Unos cuantos ogros los habían descubierto y llamaban a su compañeros a la batalla.

El informe del explorador se propagó con la rapidez de un fuego descontrolado a lo largo de la columna. Los soldados se incorporaron precipitadamente, desaparecidas la fatiga y la debilidad como hojas secas en las llamas. Los ogros eran enemigos terribles. Corpulentos, feroces y salvajes, un ejército de aquellos seres, dirigido por magos de su especie, operaba con una buena noción de estrategia y táctica, pero no así un grupo de merodeadores.

Esas partidas de ogros no tenían líderes. Expulsados de su propia y brutal sociedad, resultaban extremadamente peligrosos y caerían como alimañas incluso sobre sus propios congéneres. No se molestaban en organizar ataques en formación, sino que se lanzaban a la carga en el momento de tener a la vista al enemigo, confiando en su fuerza bruta y su ferocidad para superar al adversario.

Los ogros eran combatientes temerarios y, debido a su gruesa y velluda piel, no resultaba fácil matarlos. El dolor los volvía locos y los empujaba a una mayor ferocidad. Los grupos merodeadores no conocían la palabra «piedad» y hacían mofa del término «rendición», con respecto tanto a ellos mismos como al enemigo. Hacían pocos prisioneros, con el único propósito de tener diversión al caer la noche.

Un ejército disciplinado, bien armado y organizado podía rechazar un ataque de ogros. Al no contar con un cabecilla que los dirigiese, no era difícil conducirlos a trampas y a la derrota merced a sagaces estratagemas. No eran buenos arqueros, puesto que carecían de paciencia para hacer las prácticas de tiro que dicha disciplina requería. Manejaban enormes espadones y hachas, que utilizaban para despedazar a sus adversarios, o arrojaban lanzas, que con sus fuertes brazos alcanzaban grandes distancias y con mortífera precisión.

Al oír los salvajes gritos de los ogros y los toques de los cuernos, los oficiales de Mina empezaron a impartir órdenes a voces. Los caballeros hicieron volver grupas a sus monturas, dispuestos a galopar al encuentro del enemigo. Los encargados de las carretas manejaron los látigos y los caballos de tiro resoplaron por el esfuerzo al tirar de los vehículos.

—¡Adelantad esas carretas! —bramó Galdar—. Los soldados de infantería que formen una línea a través del camino, hasta la orilla del río. Capitán Samuval, que tus hombres tomen posiciones detrás de...

—No —dijo Mina y, a pesar de que no levantó la voz, el monosílabo resonó como un clarinazo que interrumpió en seco la actividad de los hombres. El clamor y el jaleo cesaron y los soldados se volvieron para mirarla—. No vamos a luchar contra los ogros. Huiremos de ellos.

—Nos perseguirán, Mina —protestó Samuval—. No conseguiremos dejarlos atrás. ¡Tenemos que quedarnos y luchar!

—Conductores de carreras —llamó la joven, que hizo caso omiso del capitán—, soltad los tiros de caballos.

—¡Pero, Mina, no podemos dejar las provisiones! —se sumó Galdar a la protesta de Samuval.

—Las carretas nos retrasan —contestó la joven—. En cambio, haremos que frenen a los ogros.

Galdar la miró de hito en hito. Al principio no comprendió, pero después vio su plan.

—Podría funcionar —dijo mientras meditaba la estrategia de su comandante.

—Funcionará —intervino Samuval, exultante—. Arrojaremos las carretas a los ogros como se echaría comida a una manada de lobos hambrientos que te pisa los talones.

—Infantería, formación en columna de a dos. Preparados para partir —ordenó Mina a los soldados de a pie—. Correréis, pero no en desbandada. Y seguiréis corriendo hasta que no tengáis fuerza para dar un paso, y entonces correréis más deprisa.