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—Quizá los dragones acudan en nuestra ayuda —comentó Samuval a la par que lanzaba una ojeada al cielo—. Si es que todavía siguen ahí.

—Siguen —gruñó Galdar—, pero no vendrán a rescatarnos. Si se nos extermina en territorio ogro, Targonne se ahorrará el trabajo de ejecutarnos.

—Nadie va a exterminarnos —manifestó, tajante, Mina—. ¡Llamad al suboficial Paregin!

—¡Aquí estoy, Mina! —El oficial se abrió paso entre sus hombres, que se situaban rápidamente en posición.

—Paregin, ¿me eres leal?

—Sí, Mina —aseveró sin vacilación.

—Te salvé la vida —dijo la joven. Los gritos y aullidos de los ogros sonaban cada vez más cerca y los hombres miraron hacia atrás con inquietud—. En consecuencia, tu vida me pertenece.

—Sí, Mina.

—Suboficial Paregin, tú y tus hombres os quedaréis aquí para defender las carretas. Contendréis a los ogros todo el tiempo posible para darnos tiempo a los demás a escapar.

El hombre tragó saliva.

—Sí, Mina —contestó, pero pronunció las palabras sin emitir sonido alguno.

—Rezaré por ti, Paregin —musitó la mujer, y le tendió la mano—. Y por todos aquellos que se quedan contigo. El Único os bendice y acepta vuestro sacrificio. Tomad posiciones.

El oficial asió su mano y la besó con reverencia, como sumido en un éxtasis. Cuando regresó a las líneas, habló a sus hombres en tono exaltado, como si les hubiese concedido un gran galardón. Galdar no les quitó ojo para asegurarse de que los hombres de Paregin lo obedecían y no intentaban escabullirse ante una orden que era una condena a muerte. Los soldados obedecieron, algunos con aire aturdido y otros, sombrío, pero todos ellos con gesto resuelto. Se situaron alrededor de las carretas de suministro que estaban llenas de barriles de carne y cerveza, sacos de harina, el equipo del herrero, espadas, escudos y armaduras, tiendas y cuerdas.

—Los ogros pensarán que Yule se ha adelantado —comentó Samuval.

Galdar asintió en silencio. Recordaba lo ocurrido en el tajo de Beckard, y a Mina ordenándole que mandara cargar más suministros de los necesarios. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal e hizo que se le pusiera de punta la pelambre. ¿Acaso lo sabía desde el principio? ¿Se le habría dado a conocer que ocurriría esto? ¿Lo había presagiado todo? ¿Estaba determinado el fin de cada uno de ellos? ¿Había señalado a Paregin para morir el día que le salvó la vida? Galdar sintió un momento de pánico. De repente deseó cortar con todo y echar a correr sólo para demostrarse a sí mismo que podía hacerlo, que seguía siendo dueño de su propio destino, que no estaba atrapado como un insecto en el ámbar de aquellos ojos.

—Llegaremos a Silvanesti al caer la noche —dijo Mina.

Galdar alzó la vista hacia ella con el corazón constreñido por el miedo y el sobrecogimiento.

—Da la orden de partir, Galdar. Yo marcaré el paso.

Desmontó y entregó las riendas de su montura a uno de los caballeros. Se situó al frente de la columna y, con una voz que era dulce y fría como la plateada luz de la luna, gritó:

—¡A Silvanesti! ¡A la victoria!

Empezó a marchar a paso ligero, con zancadas largas, a un ritmo vivo pero fácil hasta que sus músculos se calentaran con el ejercicio. Los hombres, que oían el avance arrasador de los ogros en retaguardia, no necesitaron de estímulo para ir en pos de ella.

Galdar descubrió que podía escapar a las colinas u ofrecerse voluntario para quedarse con el pelotón condenado a morir en retaguardia o seguir a la joven mientras alentase vida en él; la decisión era suya. Se situó junto a ella y recibió una sonrisa como recompensa.

—¡Por Mina! —gritó el suboficial Paregin; plantado ante las carretas, lanzó el grito de guerra al oír el tumulto de los ogros a la carga.

Asió con firmeza su espada y aguardó la muerte.

Ahora que las tropas no tenían carretas que les retrasaran, el ejército de Mina avanzó con gran rapidez, sobre todo con los gritos y aullidos de los ogros azuzándolo. Todos oían el ruido de la batalla a sus espaldas e imaginaban lo que estaba ocurriendo; seguían el desarrollo del combate por los sonidos. Chillidos jubilosos; los de los ogros al descubrir las carretas. Silencio. Los ogros saqueaban las provisiones y descuartizaban los cuerpos de los que habían matado.

Los soldados corrieron como Mina les había dicho que harían. Corrieron hasta la extenuación y entonces la joven los instó a correr más deprisa. Quienes se desplomaron fueron dejados atrás. Mina no permitió que nadie los ayudara y ello fue otro incentivo más para que los hombres mantuviesen las doloridas piernas en movimiento. Cada vez que un soldado creía que ya no era capaz de continuar, sólo tenía que mirar la cabeza de la columna para ver a la esbelta muchacha de aspecto frágil, equipada con peto y cota de malla, dirigiendo la marcha sin flaquear, sin parar para descansar, sin mirar atrás para comprobar si alguien la seguía. Su aguerrido valor, su espíritu indomable y su fe conformaban el estandarte que los impulsaba a seguir adelante.

Mina concedió únicamente a los soldados un breve descanso, de pie, para que echaran un trago de agua. No les permitió sentarse ni tumbarse por temor a que los músculos se les agarrotaran y fuesen incapaces de continuar. Los que desfallecieron quedaron tendidos donde habían caído para que siguieran a la columna cuando se recuperaran, si es que lo hacían.

Las sombras se alargaron. Los hombres seguían corriendo, con los oficiales marcando el ritmo del extenuante paso con canciones al principio, si bien después a nadie le sobraba un soplo de aliento para emplearlo en otra cosa más que en respirar. Sin embargo, con cada zancada se acercaban más a su destino: el escudo que protegía las fronteras de Silvanesti.

Galdar advirtió con alarma que las fuerzas de la propia Mina comenzaban a flaquear. La joven trastabilló en varias ocasiones y luego, finalmente, cayó. El minotauro se plantó a su lado de un salto.

—No —jadeó ella mientras apartaba su mano. Se incorporó, dio unos cuantos pasos vacilantes y volvió a caer.

—Mina, tu caballo, Fuego Fatuo, está ahí, listo para llevarte. No hay nada de vergonzoso en que vayas montada.

—Mis soldados corren —contestó débilmente—, así que correré con ellos. ¡No les pediré que hagan lo que yo no pueda hacer!

Intentó levantarse, pero las piernas no la sostenían. Con gesto severo, comenzó a avanzar a gatas por el camino. Algunos soldados lanzaron vítores, pero otros lloraron.

Galdar la cogió en brazos. Mina protestó, le ordenó que la soltara.

—Si lo hago, volverás a caer. Entonces serás tú quien nos retrase —argumentó el minotauro—. Los hombres no te abandonarán y no llegaremos a la frontera de Silvanesti al anochecer. La elección es tuya.

—De acuerdo —aceptó la muchacha tras un instante de amargo debate consigo misma y su debilidad—. Cabalgaré.

Galdar la ayudó a montar en Fuego Fatuo. Mina se derrumbó sobre la silla, tan agotada que por un instante temió ser incapaz siquiera de mantenerse sobre ella. Después apretó los dientes, enderezó la espalda y se sentó erguida.

Bajó la mirada hacia el minotauro; sus ojos ambarinos eran fríos.

—No vuelvas a desacatar mis órdenes, Galdar —dijo—. Puedes servir al Único tanto vivo como muerto.

—Sí, Mina —contestó en voz queda.

La muchacha asió las riendas y azuzó al caballo para que emprendiera galope.

La predicción que había hecho Mina se cumplió. El ejército de los caballeros alcanzó los bosques adyacentes al escudo antes de que se pusiera el sol.

—Nuestra marcha acaba aquí por esta noche —dijo la muchacha mientras bajaba del agotado caballo.

—¿Qué le ocurre a este sitio? —preguntó Galdar al observar los árboles muertos, las plantas descompuestas y los cadáveres de animales tendidos a lo largo del camino—. ¿Está maldito?