—En cierto modo, sí. Nos encontramos cerca del escudo —repuso Mina que contemplaba con atención cuanto la rodeaba—. La devastación que ves es la marca de su presencia.
—¿El escudo provoca la muerte? —inquirió el minotauro, alarmado.
—A todo aquello que toca.
—¿Y hemos de abrirnos paso a través de él?
—No podemos cruzarlo. —Mina se mostraba tranquila—. Ninguna arma puede penetrarlo. Ninguna fuerza, ni siquiera la magia del dragón más poderoso, puede romperlo. Los elfos a las órdenes de su reina bruja han arremetido contra él durante meses sin hacer mella alguna en su resistencia. La Legión de Acero ha enviado a sus caballeros, que lo han acometido sin resultado. Mira —señaló—. El escudo se alza justo delante de nosotros. Puede verse, Galdar. El escudo y, detrás de él, Silvanesti y la victoria.
Galdar estrechó los ojos para resguardarlos del resplandor. El agua reflejaba el fulgor rojizo del sol poniente y convertía al Thon-Thalas en un río de sangre. Al principio no alcanzó a distinguir nada, pero luego los árboles que tenía al frente ondearon como si se reflejasen en el agua enrojecida. El minotauro se frotó los ojos, achacando a la fatiga aquel efecto óptico. Parpadeó, miró fijamente y volvió a verlos ondear; entonces comprendió que lo que veía era una distorsión en el aire creada por el escudo mágico.
Se aproximó más, fascinado. Ahora que sabía dónde mirar se le antojó que vislumbraba el propio escudo. Era translúcido, pero con una transparencia oleosa, como una burbuja de jabón. Todo cuanto había dentro de él —árboles y rocas, arbustos y hierba— parecía trémulo e insustancial.
«Igual que el ejército elfo», pensó el minotauro y al punto interpretó aquello como un buen presagio. Empero, todavía tenían que traspasar el escudo.
Los oficiales hicieron detenerse a las tropas. Muchos hombres se desplomaron de bruces en el suelo tan pronto como se dio la orden de interrumpir la marcha. Algunos yacieron sollozando por falta de resuello o por el dolor de los espasmos musculares en sus piernas. Otros se quedaron tendidos en silencio y muy quietos, como si la maldición de muerte que aquejaba a los árboles alrededor también los hubiese afectado a ellos.
—En resumen —rezongó Galdar entre dientes al capitán Samuval, que estaba a su lado, jadeante—. De poder escoger entre atravesar ese escudo o luchar contra los ogros, creo que elegiría lo último. Al menos sabría a qué me enfrentaba.
—Has dicho una gran verdad, amigo —convino Samuval cuando recuperó el aliento suficiente para poder hablar—. Este lugar produce una sensación extraña. —Señaló con la cabeza el aire titilante—. Sea lo que sea que tengamos que hacer, cuanto antes nos pongamos a ello, mejor. Es posible que hayamos sacado alguna ventaja a los ogros, pero nos alcanzarán enseguida.
—Calculo que por la mañana —convino Galdar mientras se dejaba caer pesadamente al suelo. En toda su vida había estado tan cansado—. Conozco bien cómo operan las partidas de ogros. Saquear las carretas y masacrar a nuestros hombres los tendrá ocupados un tiempo, pero enseguida buscarán más diversión y más pillaje. Apuesto a que ya están sobre nuestro rastro.
—Y nosotros estamos demasiado agotados para ir a ninguna parte, aun en el caso de que tuviésemos a donde ir —dijo Samuval mientras se sentaba cansadamente a su lado—. No sé tú, pero yo ni siquiera tengo fuerzas para espantar a un mosquito, cuanto menos para arremeter contra un condenado escudo mágico.
Miró de soslayo a Mina, que era la única que continuaba de pie. La joven contemplaba intensamente el escudo o, al menos, miraba en esa dirección; la noche se cerraba sobre ellos con rapidez y ya no resultaba fácil distinguir la distorsión del aire.
—Creo que esto es el fin, amigo mío —susurró el capitán Samuval al minotauro—. No podemos entrar en el escudo y los ogros llegarán aquí por la mañana. Los ogros en la retaguardia, el escudo al frente y nosotros atrapados en medio. Tengo la sensación de que toda esa loca carrera no ha servido de nada.
Galdar no contestó. No había perdido la fe, pero estaba demasiado cansado para discutir. A buen seguro, Mina tenía un plan. No los habría conducido a un callejón sin salida para quedar atrapados en él y ser masacrados por los ogros. El minotauro ignoraba cuál sería ese plan, pero confiaba en la muchacha y tenía suficientes pruebas de las facultades de la joven y del poder de su dios como para creerla capaz de hacer lo imposible.
Mina se abrió paso entre los grises y muertos árboles y se encaminó directamente hacia el escudo. Las ramas podridas se desprendían alrededor; las hojas secas crujían bajo sus botas. Un polvo como ceniza caía sobre sus hombros y su rapada cabeza cual un manto gris perla. Caminó hasta que no pudo avanzar más, hasta que chocó contra un muro invisible.
La joven adelantó la mano, empujó el escudo y Galdar tuvo la impresión de que la insustancial y aceitosa burbuja tendría que ceder a su presión. La muchacha retiró la mano con presteza, como si hubiese tocado un espino y se hubiese pinchado. Al minotauro le pareció ver una ligera ondulación en el escudo, aunque también podría haber sido producto de su imaginación. Mina empuñó su maza y la descargó contra la mágica barrera. El arma escapó de entre sus dedos debido a la fuerza del impacto. Tras encogerse de hombros, Mina recogió la maza; habiendo confirmado los rumores sobre la impenetrabilidad del escudo, se volvió y regresó por el bosque muerto hasta donde estaba su ejército.
—¿Cuáles son tus órdenes, Mina? —preguntó Galdar.
Ella miró en derredor a las tropas desperdigadas sobre el suelo grisáceo como otros cadáveres más.
—Los hombres lo han hecho bien —dijo—. Están exhaustos, así que acamparemos aquí. Creo que es lo bastante cerca —añadió mientras se volvía a mirar el escudo—. Sí, debería ser suficiente.
Galdar ni siquiera se molestó en preguntar «¿Lo bastante cerca de qué?», pues ni siquiera tenía fuerza para hacerlo. Se incorporó con trabajo.
—Iré a organizar los turnos de guardia... —empezó.
—No —lo cortó Mina mientras ponía la mano en su hombro—. No habrá puestos de guardia esta noche. Todo el mundo dormirá.
—¿Sin centinelas? —protestó el minotauro—. Pero, Mina, los ogros nos persiguen...
—No nos alcanzarán hasta la mañana —volvió a interrumpirlo—. Los hombres deben comer si tienen hambre y después han de dormir.
«¿Comer qué?», se preguntó Galdar. Sus víveres llenaban ahora los vientres de los ogros. Aquellos que iniciaron la loca carrera cargados con paquetes de vituallas los habían tirado en el camino muchas horas atrás. Sin embargo, se guardó mucho de discutir con ella.
Tras reunir a los oficiales, comunicó las órdenes de Mina. Para sorpresa del minotauro, apenas hubo protestas ni argumentos. Los hombres estaban demasiado cansados; todo les daba igual. En cualquier caso, como dijo uno de los soldados, montar guardia no serviría de mucho. Los ogros se encargarían de despertarlos; despertarlos a tiempo para morir.
El estómago de Galdar resonó, pero el minotauro se encontraba demasiado agotado para buscar comida. Además, no probaría bocado de nada de aquel maldito bosque, eso por descontado. Se preguntó si la magia que había consumido la vida de los árboles actuaría del mismo modo sobre ellos durante la noche. Imaginó a los ogros llegando por la mañana para encontrarse únicamente con unos cadáveres secos. La idea lo hizo sonreír.
La noche era oscura como la muerte. Enredadas en las negras ramas de los esqueléticos árboles, las estrellas parecían pequeñas y débiles. Galdar estaba demasiado atontado por la fatiga para recordar si la luna saldría o no esa noche. Esperó que no lo hiciera. Cuanto menos viese aquel bosque fantasmagórico, mucho mejor. Pasó a trompicones sobre los cuerpos desmadejados de los soldados. Unos cuantos gruñeron y unos pocos lo maldijeron, y ése fue el único modo de saber que seguían vivos.