El minotauro regresó al lugar donde había dejado a Mina, pero la muchacha no se encontraba allí. La buscó pero no logró localizarla en la oscuridad y el corazón se le encogió con un miedo indefinible, como el que siente un niño al descubrir que está solo y perdido en la noche. Tampoco se atrevió a llamarla. Había en el silencio, profundo como el de un templo, algo de atroz que no deseaba alterar, pero tenía que encontrarla.
—¡Mina! —siseó con un susurro penetrante.
Rodeó un grupo de árboles muertos y la halló sentada sobre la rama desgajada que había caído de un gigantesco roble. Su rostro brillaba pálido, más luminoso que la luz de la luna, y el minotauro se extrañó de no haberla visto antes.
—Cuatrocientos cincuenta hombres, Mina —informó. Se tambaleó mientras hablaba.
—Siéntate —ordenó ella.
—Faltan los treinta que se quedaron con las carretas, y otros veinte que cayeron en el camino. Quizás algunos de ésos nos alcancen si los ogros no los encuentran antes.
Ella asintió en silencio y Galdar se sentó pesadamente en el suelo. Los músculos le dolían. Mañana estaría agarrotado y con agujetas, y no sería el único.
—Todos duermen ya. —Dio un tremendo bostezo.
—También tú deberías dormir, Galdar.
—¿Y qué me dices de ti?
—Estoy desvelada. Me quedaré sentada un rato. No mucho, no te preocupes por mí.
El minotauro se acostó a sus pies, con la cabeza recostada en un montón de hojas secas que crujían cada vez que se movía. Durante toda la infernal carrera, lo único en lo que había sido capaz pensar era en la bendita noche, cuando podría tumbarse, descansar, dormir. Estiró los miembros, cerró los ojos y vio el sendero bajo sus pies. El camino se extendía y se extendía, interminable. Él corría sin parar, pero nunca llegaba al final. El camino se onduló, se retorció y se enroscó en torno a sus piernas como una serpiente. Lo hizo caer de cabeza a un río de sangre.
Galdar se despertó con un grito ahogado, sobresaltado.
—¿Qué pasa? —Seguía sentada sobre la rama. No se había movido.
—¡Esa maldita carrera! —imprecó el minotauro—. ¡Veo la calzada en mis sueños! No puedo dormir. Es inútil.
No era el único. A su alrededor, de todas partes, llegaban sonidos de respiraciones pesadas, jadeantes, del inquieto rebullir de cuerpos, de gemidos y toses, de susurros de miedo, de desaliento, de impotencia. Mina escuchó, sacudió la cabeza y suspiró.
—Túmbate, Galdar —dijo—. Acuéstate y yo te cantaré una nana. Así te dormirás.
—Mina... —Abochornado, el minotauro carraspeó—. No es necesario. No soy un niño.
—Lo eres, Galdar —respondió suavemente ella—. Todos lo somos. Hijos del Único. Acuéstate y cierra los ojos.
Galdar hizo lo que le mandaba. Se tumbó y cerró los ojos; la calzaba se extendía a sus pies y él corría como si la vida le fuera en ello.
Mina empezó a cantar. Su voz era grave, sin educar, ronca y, sin embargo, poseía una dulzura y una claridad que llegaban al alma.
Galdar sintió que el letargo se apoderaba de él, una languidez semejante a la que experimentan quienes mueren desangrados. Sus miembros se tornaron pesados, igual que su cuerpo, tanto que empezó a hundirse en el suelo, en la tierra esponjosa y la ceniza de las plantas muertas, y las hojas secas empezaron a caer sobre él, cubriéndolo como una capa de tierra arrojada en su tumba.
Estaba en paz. No sabía qué era el miedo. Perdió la conciencia de cuanto lo rodeaba.
Los enanos lo llamaban Gamashinoch. El Canto de los Muertos.
Los jinetes de los dragones de Targonne se levantaron antes del amanecer y volaron bajo sobre los bosques del territorio ogro de Blode. Habían observado los acontecimientos de la víspera desde el aire. Habían visto correr al pequeño ejército perseguido por la partida de ogros. Los soldados habían huido llevados por el pánico, a entender de los jinetes, abandonando las carretas de provisiones. Uno de los jinetes comentó con gesto sombrío que a Targonne no le complacería saber que un equipo de varios cientos de monedas de acero había pasado a manos de los ogros.
La patulea había corrido ciegamente, aunque consiguió mantener la formación. Sin embargo, su enloquecida huida no los había llevado a ninguna parte, ya que habían ido a parar de cabeza al escudo mágico que rodeaba Silvanesti. El ejército se había detenido allí al caer el día. Los soldados estaban agotados y no podían continuar aun en el caso de que hubiesen tenido a dónde ir, cosa que no era así.
Saquear las carretas había tenido ocupada a la partida de ogros durante un par de horas, pero cuando ya no quedaba nada que comer y se hubieron apoderado de todo cuanto podían robar, los ogros se encaminaron hacia el sur siguiendo el rastro de los humanos, en pos del detestado efluvio que los enfurecía y los empujaba a la lucha desenfrenada.
Los jinetes de los dragones habrían podido ocuparse de los ogros. Los Azules habrían acabado en un abrir y cerrar de ojos con la partida de merodeadores. Pero sus órdenes eran otras. Tenían que vigilar a la rebelde oficial y su ejército de fanáticos. No debían intervenir. A Targonne no se lo podría responsabilizar si los ogros destruían la fuerza destacada para la invasión de Silvanesti. Targonne le había repetido a Malys hasta la saciedad que debía expulsarse a los ogros de Blode, exterminarlos como a los kenders. Quizá la próxima vez le hiciera caso.
—Ahí siguen —dijo uno de los jinetes mientras su dragón giraba lentamente en círculo—. En Tierra Muerta, donde los dejamos anoche. No se han movido. Tal vez estén muertos también. Es lo que parece.
—Y si no es así, pronto lo estarán —comentó su comandante.
Los ogros formaban una oscura masa que se movía como fango a lo largo de la calzada que se internaba en lo que el jinete había llamado Tierra Muerta, la zona gris que señalaba el borde del escudo, la frontera de Silvanesti.
Los jinetes observaron interesados, esperando con ansiedad la batalla que pondría fin a su aburrida misión y les permitiría regresar a sus barracones en Khur.
Los caballeros se dispusieron a presenciar cómodamente los acontecimientos.
—¿Veis eso? —dijo uno de repente mientras se echaba hacia adelante en la silla.
—Volad más bajo —ordenó el comandante.
Los dragones descendieron en un suave picado, aprovechando la brisa del amanecer. Los jinetes miraban asombrados el espectáculo que se desarrollaba allá abajo.
—Me parece, caballeros, que deberíamos volar de regreso a Jelek e informar de esto a Targonne nosotros mismos —dijo el comandante tras un instante de estupefacción—. De otro modo, podrían no creernos.
El toque de cuerno despertó a Galdar y lo hizo ponerse de pie mientras buscaba a tientas la espada antes de estar consciente del todo.