—¡Los ogros atacan! ¡Agrupaos, soldados! ¡Formad filas! —gritaba el capitán Samuval con voz enronquecida mientras propinaba patadas a los hombres de su compañía para despertarlos.
—¡Mina! —Galdar buscó a la muchacha, resuelto a protegerla o, si eso no era posible, decidido a matarla para que no cayera viva en manos de los ogros—. ¡Mina!
La halló en el mismo sitio en que la había dejado, sentada en la rama de roble muerta. Su arma, el «lucero del alba», reposaba sobre su regazo.
—¡Aprisa, Mina! —El minotauro se acercó pisoteando ceniza y hojas secas—. Todavía puede haber una oportunidad para que escapes...
Ella lo miró y rió con ganas.
Galdar estaba estupefacto. Nunca la había oído reír. Era un sonido dulce y alegre, la risa de una joven que corre al encuentro de su amado. Mina se encaramó al tocón de un árbol muerto.
—¡Guardad vuestras armas, soldados! —gritó—. Los ogros no pueden tocarnos.
—Se ha vuelto loca —manifestó Samuval.
—No —lo contradijo Galdar—. Mira.
Los ogros habían formado una línea de batalla a menos de tres metros de distancia y se agitaban como posesos. Bramaban, aullaban, rechinaban los dientes, babeaban y maldecían. Se encontraban tan cerca que su horrible pestilencia llegaba a sus narices. Saltaban, daban patadas y puñetazos y blandían sus armas con letal ferocidad.
Con rabiosa frustración. Tenían al enemigo a la vista pero habría dado igual si se hubiese encontrado entre las estrellas, en algún lugar lejano del universo. Los árboles que separaban a Galdar de los ogros ondeaban con la tenue luz del alba, ondulaban y se mecían como la risa de Mina en el aire del gris amanecer. Los ogros arremetían con la cabeza contra el escudo, una barrera invisible, mágica. Una barrera que no podían traspasar.
Galdar los miró fijamente para asegurarse de que no podían llegar hasta sus compañeros y él. Le parecía imposible que no fueran capaces de cruzar a través de esa barrera extraña e invisible, pero finalmente no tuvo más remedio que admitir lo que su mente consideraba inverosímil. Muchos ogros se retiraron del escudo, alarmados y asustados por la magia. Unos pocos parecieron cansarse de asestar cabezazos contra el aire. Uno tras otro, todos volvieron sus velludas espaldas al ejército humano que tenían a la vista pero al que no podían alcanzar. Sus gritos empezaron a remitir. Con gestos groseros y amenazadores, se alejaron desordenadamente y desaparecieron en el bosque.
—¡Estamos dentro del escudo, soldados! —anunció en tono triunfante Mina—. ¡Os halláis a salvo tras la frontera de Silvanesti! ¡Sed testigos del poder del único y omnipotente dios!
Los hombres miraban sin salir de su asombro, incapaces al principio de asimilar el milagro que les había sucedido. Parpadearon, boquiabiertos, y a Galdar le recordaron prisioneros que hubiesen pasado casi toda la vida encerrados en celdas oscuras y que de repente se los liberara para que caminaran bajo la radiante luz del sol. Unos pocos lanzaron vítores, pero en voz queda, como si les diese miedo romper el hechizo. Algunos se frotaban los ojos, otros dudaban de estar en su sano juicio, pero ante sí tenían el hecho innegable de la retirada de los ogros que les confirmaba que no se habían vuelto locos, que no veían cosas raras. Uno tras otro, los hombres cayeron de hinojos ante Mina y hundieron los rostros en la gris ceniza. Esta vez no entonaron su nombre en tono triunfal. Era un momento demasiado sagrado para eso. Le rindieron homenaje en silencio, con reverente sobrecogimiento.
—¡En pie, soldados! —gritó Mina—. Empuñad las armas. Hoy marchamos sobre Silvanost. ¡Y no existe fuerza en el mundo capaz de detenernos!
25
Del día a la noche
Rostros.
Rostros flotando sobre él. Meciéndose y retirándose sobre una rizada superficie de dolor. Cuando Gerard emergía a esa superficie los rostros —extraños, inexpresivos, muertos, ahogados en el negro mar por el que flotaba— estaban muy próximos a él. El dolor era más intenso cerca de la superficie, y no le gustaba que aquellos rostros sin rostro se encontraran tan próximos al suyo, así que se hundía de nuevo en la oscuridad, donde estaba una parte de sí mismo que le susurraba que debía dejar de luchar, entregarse al mar y convertirse en uno más de los sin rostro.
Gerard lo habría hecho de no haber sido por una mano firme que asía la suya y le impedía hundirse cuando el dolor resultaba muy intenso. Lo habría hecho de no haber sido por una voz que era tranquila e imperiosa a la vez y le ordenaba permanecer a flote. Acostumbrado a acatar órdenes, Gerard obedeció a la voz y no se hundió, sino que siguió debatiéndose en las negras aguas, aferrándose a la mano que lo agarraba firmemente. Por fin, llegó hasta la orilla, salió del mar de dolor y, derrumbándose en la playa de la conciencia, durmió profunda y plácidamente.
Despertó hambriento y agradablemente amodorrado para preguntarse dónde se encontraba, cómo había ido a parar allí, qué le había ocurrido. Los rostros que se habían mecido alrededor durante su delirio se volvieron rostros reales, pero no eran mucho más reconfortantes que los de los ahogados de sus sueños. Eran rostros fríos, inexpresivos y desapasionados de hombres y mujeres vestidos con largas túnicas negras ribeteadas en plata.
—¿Cómo os sentís, señor? —preguntó una de las caras mientras se inclinaba sobre él y ponía una fría mano en su cuello para tomarle el pulso. El brazo de la mujer estaba cubierto por tela negra que caía sobre la cara de Gerard; éste comprendió entonces la imagen del agua oscura en la que había creído estar ahogándose.
—Mejor —contestó cautelosamente—. Tengo hambre.
—Buena señal. Vuestro pulso sigue siendo débil. Mandaré a un acólito para que os traiga un caldo de carne. Habéis perdido mucha sangre y la sustancia de carne os ayudará a recuperarla.
Gerard miró en derredor. Se hallaba tumbado en una de las camas que se alineaban en una amplia crujía, si bien casi todas las demás estaban vacías. Otras figuras vestidas de negro iban y venían por la estancia, moviéndose en silencio. Un olor intenso a hierbas impregnaba el aire.
—¿Dónde estoy? —preguntó, desconcertado—. ¿Qué ha pasado?
—Os encontráis en un hospital de nuestra Orden, señor caballero —contestó la sanadora—. En Qualinesti. Los elfos os tendieron una emboscada, al parecer. No sé mucho más de lo ocurrido. —A juzgar por su fría expresión, tampoco le importaba—. El gobernador militar Medan os encontró y os trajo aquí anteayer. Os salvó la vida.
—¿Me atacaron elfos? —preguntó, confuso, Gerard.
—Es lo único que sé —respondió la sanadora—. No sois mi único paciente. Tendréis que preguntar al gobernador. No tardará en llegar. Ha venido todas las mañanas desde que os trajo y se ha sentado a vuestro lado.
El caballero recordó la mano firme, la voz fuerte e imperiosa. Se giró lentamente, aguantando el dolor. Tenía vendadas las heridas y sus músculos se encontraban débiles por haber pasado tantas horas tumbado. Vio su armadura —negra, limpia y pulida— colocada cuidadosamente en una percha que había cerca de la cama.
Gerard cerró los ojos y soltó un gemido que debió de hacer pensar a la sanadora que había sufrido una recaída. Recordaba todo, o al menos gran parte, de lo ocurrido: la lucha contra dos Caballeros de Neraka, la flecha, un tercer caballero, al que desafió a combatir...
Pero no recordaba haber sido atacado por elfos.
Un hombre joven se acercó con una bandeja en la que traía un cuenco de caldo, un trozo de pan y una taza de agua.
—¿Os ayudo, señor? —preguntó cortésmente el joven.
Gerard se imaginó siendo alimentado con la cuchara como un niño.
—No —dijo y, a pesar del intenso dolor, se esforzó por sentarse en la cama.
El joven puso la bandeja en el regazo del caballero y se sentó en una silla junto a la cama.
Gerard mojó el pan en el caldo y bebió el agua fresca de la taza mientras se preguntaba cómo descubrir la verdad.