—Me imagino que estoy prisionero —dijo al joven.
—¡Vaya, no, señor! —El acólito parecía sorprendido—. ¿Por qué ibais a estarlo? ¡Fuisteis emboscado por un grupo de elfos, señor! —El acólito lo miraba con obvia admiración—. El gobernador militar Medan le contó a todo el mundo lo ocurrido cuando os trajo aquí. Os llevaba en brazos, señor, y estaba cubierto de vuestra sangre. Dijo que erais un verdadero héroe y que se os debían prestar todos los cuidados, sin ahorrar esfuerzos. Tuvimos siete místicos oscuros trabajando en vos. ¿Un prisionero? ¿Vos? —El joven rió y sacudió la cabeza.
Gerard apartó el cuenco sin probar la sopa. Había perdido el apetito. Mascullando algo sobre que debía de estar más débil de lo que había supuesto, volvió a recostarse en las almohadas. El acólito se ocupó de él con muchos aspavientos, ajustó los vendajes y comprobó si alguna de las heridas se había abierto. Informó que todas estaban casi curadas y después se marchó, no sin antes aconsejar a Gerard que durmiese.
El caballero cerró los ojos, fingiendo que se entregaba al sueño, pero nada más lejos de la realidad. No tenía ni idea de lo que ocurría; supuso que el tal Medan se entretenía con algún juego sádico que acabaría con la tortura y la muerte de su prisionero.
Tras llegar a esa conclusión, se sintió en paz y se quedó dormido.
—No lo despiertes —dijo una voz profunda, familiar—. Sólo he venido para ver cómo se encuentra esta mañana.
Gerard abrió los ojos. Un hombre vestido con la armadura de un Caballero de Neraka y fajín de gobernador se encontraba de pie junto a la cama. Era un hombre de edad madura, con el rostro curtido por el sol, surcado de arrugas y gesto severo, pero no cruel. Era el semblante de un comandante que podría mandar a la muerte a hombres, pero sin que ello lo complaciera.
Lo reconoció de inmediato: el gobernador militar Medan.
Laurana había hablado de él con cierto respeto renuente, y ahora comprendía Gerard el porqué. Medan había gobernado a una raza hostil durante casi cuarenta años y no se habían establecido campos de exterminio, no se habían levantado horcas en la plaza del mercado, no se habían llevado a cabo incendios, pillajes o destrucciones gratuitas de propiedades y negocios elfos. Medan se ocupaba de que el tributo al dragón se recaudara y se pagara. Había aprendido a moverse en la política elfa y lo hacía bien, según Laurana. Tenía espías e informadores. Trataba con mano dura a los rebeldes, pero con el único propósito de mantener el orden y la estabilidad. Tenía bajo un riguroso control a sus tropas, un logro nada fácil en esos tiempos, cuando se recurría a la escoria de la sociedad para nutrir las filas de los Caballeros de Neraka.
A Gerard no le quedó más remedio que abandonar la idea de que ese hombre lo utilizaría para divertirse, que haría mofa de él y de su muerte. Pero, si eso era cierto, entonces ¿qué juego se traía entre manos Medan? ¿A qué venía esa historia del ataque de elfos?
El joven caballero se sentó trabajosamente en la cama y saludó lo mejor que pudo habida cuenta de que tenía el pecho y el brazo vendados. El gobernador sería un adversario, pero también era un general y Gerard estaba obligado a mostrarle el respeto debido a su rango.
El gobernador devolvió el saludo y le dijo que se tumbara y tuviera cuidado para no volver a abrirse las heridas. El joven caballero apenas lo escuchó; estaba pensando en otras cosas, recordando el ataque.
Medan los había emboscado por una razón: capturar a Palin y apoderarse del artefacto. Ello significaba que Medan sabía exactamente dónde encontrarlos, razonó Gerard. Alguien le había informado dónde iban a estar y cuándo.
Alguien los había traicionado, pero ¿quién? ¿Alguno de los sirvientes de Laurana? Costaba trabajo creer tal cosa, pero Gerard recordó al elfo que se había marchado para «cazar» y no había vuelto. Quizá lo habían matado los caballeros. O quizá no.
Su mente era un hervidero de ideas. ¿Qué había sido de Palin y el kender? ¿Habrían logrado ponerse a salvo? ¿O también los habían hecho prisioneros?
—¿Cómo te encuentras, caballero? —inquirió Medan, que miraba a Gerard con preocupación.
—Mucho mejor, milord, gracias —contestó—. Quiero deciros, señor, que ya no es necesario continuar con esta farsa que, tal vez, habéis improvisado porque os intranquilizara mi estado de salud. Sé que soy vuestro prisionero. No hay razón para que me creáis, pero quiero aseguraros que no soy un espía. Soy...
—Un Caballero de Solamnia —se adelantó Medan, sonriente—. Sí, me he dado cuenta de eso, caballero... —Hizo una pausa.
—Gerard Uth Mondor, milord —contestó el joven.
—Yo soy el gobernador militar Alexis Medan. Sí, sir Gerard, sé que eres un solámnico. —Medan acercó una silla y tomó asiento junto al lecho de Gerard—. Y sé que eres mi prisionero. Quiero que mantengas el tono de voz bajo. —Miró de soslayo a los místicos oscuros, que iban de un lado a otro, en el otro, al otro extremo de la habitación—. Esos dos datos serán nuestro pequeño secreto.
—¿Perdón, milord? —Gerard se había quedado boquiabierto. Si la hembra de dragón Beryl se hubiese lanzado en picado desde el cielo para aterrizar en su plato de sopa no se habría quedado más pasmado.
—Escúchame, sir Gerard —dijo Medan mientras ponía una firme mano sobre el brazo del solámnico—. Fuiste capturado vistiendo la armadura de un Caballero de Neraka. Afirmas no ser un espía, pero ¿quién te creería? Nadie. ¿Sabes la suerte que te esperaría como espía? Te interrogarían hombres muy diestros en el arte de hacer hablar a la gente. Estamos muy al día en esas técnicas aquí, en Qualinesti. Contamos con el potro, la rueda, tenazas al rojo vivo, aparatos para romper huesos... Tenemos la dama de hierro, con su doloroso y mortal abrazo. Tras unas semanas de esa clase de interrogatorios, estarías, creo, más que dispuesto a confesar todo cuanto supieras y mucho más que ignoras. Harías cualquier cosa con tal de acabar con el tormento.
Gerard abrió la boca para contestar, pero Medan apretó dolorosamente los dedos sobre su brazo y el joven guardó silencio.
—¿Y qué les contarías? Les hablarías de la reina madre, les dirías que Laurana daba refugio en su casa a un mago humano que había descubierto un valioso artefacto mágico. Y que gracias a la intervención de Laurana, ese mago y el artefacto se encuentran ahora a salvo, fuera del alcance de Beryl.
Gerard suspiró. Medan lo observaba atentamente.
—Sí, suponía que te alegraría saber eso —añadió el gobernador en tono seco—. El mago escapó. El deseo de Beryl de apoderarse de ese artilugio ha sido frustrado. Morirías, y te alegrarías de ello. Pero tu muerte no salvaría a Laurana.
Gerard guardó silencio para asimilar todo aquello. Se debatió y luchó contra la firme presa de la lógica de Medan, pero no vio salida. Le habría gustado pensar que sería capaz de aguantar cualquier tortura, de ir a la muerte sin confesar nada, pero no estaba seguro. Había oído hablar de los efectos del potro, de cómo tiraba de las articulaciones hasta descoyuntarlas, dejando tullido a un hombre ya que las lesiones nunca llegaban a curarse del todo. Había oído historias sobre los otros tormentos que se podían infligir a una persona; recordó las manos retorcidas de Palin, sus dedos deformados. Imaginó las manos de Laurana, blancas, esbeltas, aunque estropeadas por los callos dejados en la época en que empuñó la espada. Lanzó otra ojeada a los místicos oscuros y después volvió la vista hacia Medan.
—¿Qué queréis que haga, milord? —preguntó en voz queda.
—Secundarás la historia que he inventado sobre el combate contra los elfos. En premio a tu valerosa hazaña, te tomaré como mi ayudante. Necesito a mi lado alguien de confianza —comentó con acritud—. Creo que la vida de la reina madre corre peligro. Haré cuanto pueda para protegerla, pero tal vez no sea suficiente. Necesito un asistente que tenga tanta estima y consideración a la reina madre como le tengo yo.