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—Sin embargo, milord —contestó Gerard, absolutamente perplejo—, vos también la espiáis.

—Por su propia seguridad —replicó Medan—. Créeme, no me gusta tener que hacerlo.

El joven caballero sacudió la cabeza y miró al gobernador.

—Milord, ésta es mi respuesta: os pido que saquéis vuestra espada y me matéis. Aquí mismo, en esta cama donde yazgo. No puedo ofrecer resistencia. Os absuelvo de antemano del delito de asesinato. Mi muerte inmediata, aquí y ahora, resolverá todos nuestros problemas.

—Quizá no tantos como podría pensarse. Rehuso, desde luego. —El severo semblante de Medan se suavizó con una sonrisa—. Me caes bien, solámnico. ¡Ni por todas las riquezas de Qualinesti me habría perdido ese combate que libraste! La mayoría de los caballeros que conozco habrían tirado sus armas y puesto pies en polvorosa. —La expresión del gobernador se ensombreció y su tono se tornó agrio.

»Los días de gloria de nuestra Orden quedaron atrás hace mucho. Antaño nos dirigía un hombre de honor, arrojado. Un hombre que era hijo de un Señor del Dragón y de Zeboim, diosa del mar. ¿Quién es ahora nuestro cabecilla? —Sus labios se torcieron en un gesto de desprecio—. Un tenedor de libros. Un hombre que lleva un cinturón de dinero en lugar de un talabarte. Quienes ascienden a caballeros ya no se ganan sus puestos por su arrojo en la batalla o por hazañas valerosas, sino que se los compran con dinero contante y sonante.

Gerard pensó en su propio padre y se sintió enrojecer. Él no había comprado su acceso a la caballería; al menos tenía eso en su favor. Pero su padre sí había comprado la designación de su hijo a puestos cómodos y seguros.

—Los solámnicos no son mejores —masculló a la par que agachaba los ojos y alisaba las arrugas de la sábana empapada de sudor.

—¿De veras? Lamento oír eso —dijo Medan, que parecía sinceramente desilusionado—. Quizás, en estos últimos días, la batalla final se libre entre hombres que escojan el honor en lugar de elegir bandos. Así lo espero —musitó— o, de lo contrario, creo que todos estamos perdidos.

—¿Últimos días? —preguntó Gerard, inquieto—. ¿Qué queréis decir, milord?

Medan echó un vistazo a la habitación. Los místicos se habían marchado; estaban solos ellos dos.

—Beryl va a atacar Qualinesti —informó Medan—. Ignoro cuándo, pero está reuniendo sus ejércitos. Cuando lo haga, se me planteará una amarga elección. —Miró a Gerard intensamente—. No quiero que la reina madre sea parte de esa elección. Necesitaré a alguien en quien pueda confiar que la ayudará a escapar.

«¡Está enamorado de Laurana!», comprendió Gerard, sorprendido. Aunque, pensándolo bien, no era de extrañar. También él estaba algo enamorado de ella. Uno no podía encontrarse cerca de la elfa sin caer en el encanto de su belleza y su gracia. Con todo, Gerard vaciló.

—¿Me he equivocado contigo, caballero? —inquirió Medan, cuya voz sonó fría. Se puso de pie—. Quizá tienes tan poco honor como los demás.

—No, milord —protestó el joven. Por extraño que pudiera parecer, deseaba que el gobernador tuviera buena opinión de él—. Trabajé duro para convertirme en caballero. Leí libros sobre el arte de la guerra. Estudié estrategias y tácticas. He participado en justas y torneos. Me hice caballero para defender a los débiles, para alcanzar honor y gloria en la batalla y, en lugar de ello, por culpa de las influencias de mi padre... —Hizo una pausa, lleno de vergüenza—. Mi puesto era hacer guardia en una tumba de Solace.

Medan lo miró en silencio, aguardando a que tomara su decisión.

—Acepto vuestra propuesta, milord —dijo finalmente Gerard—. No os entiendo, pero haré cuanto pueda para ayudar a la reina madre y a los qualinestis —puntualizó de manera harto significativa.

—Conforme. —Tras una seca inclinación de cabeza, Medan se dio media vuelta y empezó a alejarse. Entonces se detuvo y miró hacia atrás por encima del hombro—. Entré en la caballería por las mismas razones que tú, joven —dijo y acto seguido se encaminó hacia la puerta, pisando fuerte y con la capa ondeando a su espalda—. Si los sanadores dictaminan que te encuentras bien ya, mañana te trasladarás a mi casa.

Gerard se recostó en las almohadas. No se permitiría el lujo de confiar en él o admirarlo. Podría estar mintiendo con respecto al dragón. «Quizá todo esto sea una trampa. Ignoro con qué fin, pero me mantendré alerta y sin bajar la guardia. Al menos —pensó, sintiendo una especie de extraña satisfacción—, haré algo más que liberar a un condenado kender que se ha quedado encerrado en una tumba.»

Medan se marchó del hospital muy complacido con la entrevista mantenida. No se fiaba del solámnico, por supuesto; en los tiempos que corrían, el gobernador no se fiaba de nadie. Vigilaría de cerca al hombre durante los próximos días para ver cómo se desenvolvía. Siempre le quedaba la alternativa de tomarle la palabra al solámnico y traspasarlo con su espada.

«Al menos no me cabe duda de su valor y su lealtad para con sus amigos —reflexionó el gobernador—. Eso ya me lo ha demostrado.»

Medan dirigió sus pasos hacia la casa de Laurana. Disfrutó del paseo; Qualinesti era hermoso en todas las épocas del año, pero el verano era su estación favorita, la de los festivales, con sus miríadas de flores, el suave aire impregnado de exquisitas fragancias, el verde plateado de las hojas y los maravillosos cantos de los pájaros.

No se apresuró, tomándose tiempo para inclinarse sobre los muros de jardines y admirar el encendido despliegue de los hemerocallis que alzaban sus corolas anaranjadas hacia el sol. Remoloneó en el sendero para contemplar una lluvia de capullos blancos arrancados de un mundillo por los aleteos de un petirrojo. Al cruzarse con un elfo perteneciente a la Casa de Arboricultura lo paró para charlar sobre un hongo que temía había enfermado a uno de sus rosales. El moldeador de árboles se mostró hostil y dejó claro que hablaba con Medan sólo porque no le quedaba más remedio. El gobernador, sin embargo, lo trató con educación y respeto, y las preguntas que le planteó fueron inteligentes. Poco a poco, el elfo se animó con el tema y, al final, prometió acercarse a la casa del gobernador para tratar al rosal enfermo.

Llegado ya a la casa de Laurana, Medan tocó las campanillas plateadas y escuchó con placer el dulce tañido mientras esperaba.

Un elfo acudió a la puerta e hizo una cortés reverencia; el gobernador lo miró atentamente.

—Kellevandros, ¿no es así? —preguntó.

—Sí, gobernador.

—Vengo a ver...

—¿Quién es, Kellevandros? —Laurana apareció en el vestíbulo—. Ah, gobernador Medan, bienvenido a mi casa. Entrad, por favor. ¿Os apetece un refresco?

—Gracias, señora, pero no puedo quedarme —rechazó cortésmente—. Me han llegado informes sobre una banda de rebeldes que opera en el bosque, no lejos de aquí. Uno de mis propios hombres fue brutalmente agredido. —La observó con atención—. Los rebeldes no deben de sentir mucho afecto por la familia real, si consideran a sus miembros colaboradores. Si, como afirmáis, no tenéis influencia alguna sobre esos rebeldes...

—Llevo una vida retirada, gobernador —dijo Laurana—. No voy a ninguna parte salvo a palacio para visitar a mi hijo. Aun así, siempre estoy bajo sospecha. Mi amor y mi lealtad son para mi país y mi pueblo.

—Soy consciente de eso, señora —repuso Medan con una fría sonrisa—. Por ello, hasta que hayamos capturado a esos rebeldes, no es seguro para vos abandonar vuestra casa. He de pediros a vos, y a quienes están a vuestro servicio, que no salgáis de ella. Tenéis permiso para visitar palacio, por supuesto, pero he de prohibir los desplazamientos a otras partes del reino.

—¿He de entender, pues, que estoy bajo arresto en mi hogar, gobernador? —demandó Laurana.

—Lo hago por vuestra propia seguridad, señora. —Medan alargó una mano para acercar hacia sí una lila del arbusto e inhaló su dulce fragancia—. Mis elogios para este bello lilo. Nunca había visto uno que floreciera entrado ya el verano. Os deseo un buen día, reina madre.