—Y yo a vos, gobernador Medan.
«¡Cómo detesto este juego!», se dijo para sus adentros el general. Mientras regresaba en su solitario paseo a su propio hogar, todavía podía oler el perfume del lilo.
—¡Cómo detesto este juego! —exclamó Laurana una vez cerró la puerta, apoyando la dorada cabeza en la hoja de madera.
La cascada entonaba una suave y dulce melodía y Laurana la escuchó, dejó que la tranquilizara, que le devolviera su habitual optimismo. No era dada a entregarse al desaliento. Había caminado en la oscuridad, la más profunda oscuridad que el mundo había conocido. Se había enfrentado cara a cara con la temida diosa Takhisis. Había visto que el amor superaba la oscuridad y triunfaba. Creía que incluso la noche más negra acababa dando paso al amanecer.
Se había aferrado a aquella convicción en todos los momentos de sufrimiento y penalidades de su vida: cuando las maquinaciones políticas de su propio pueblo le arrebataron a su hijo; cuando perdió a su amado esposo, Tanis, que murió defendiendo la Torre del Sumo Sacerdote contra los caballeros negros, con una espada clavada en la espalda. Lo lloró, lo echó de menos terriblemente, construyó un panteón para él en su corazón, pero no dejó que su muerte provocara la suya propia. No enterró su corazón en la tumba de Tanis. Hacerlo habría sido negar la vida de su esposo, echar por tierra todo lo bueno que él había hecho. Continuó luchando por las causas que ambos habían defendido.
Hubo quienes se ofendieron por eso. Pensaban que debería haberse vestido de luto y retirarse del mundo. Les molestaba que riera o que escuchara con placer la canción de un juglar.
—Es muy triste que vuestro esposo tuviera una muerte tan sin sentido —comentaban.
—Decidme, señor —contestaba Laura, o—: Decidme, señora. ¿A qué consideráis vos una muerte con sentido?
Luego, sonriendo para sus adentros por la incomodidad que se reflejaba en sus rostros, percibía la risa de Tanis en su corazón. Hubo un tiempo, poco después de su muerte, en el que podía oír su voz y percibir su presencia, observándola, no de forma protectora, sino respaldándola, confiriéndole seguridad. Sin embargo, hacía mucho que ya no la sentía. La única explicación que se le ocurría era que había pasado al siguiente estadio de existencia. Eso no la entristecía, porque sabía que se reuniría con él cuando le llegara la hora de dejar esta vida. Se encontrarían, aunque los separara toda una eternidad. Entretanto, los muertos no la necesitaban, pero los vivos, sí.
—Milady —dijo suavemente Kellevandros—, no permitáis que os afecten las amenazas del gobernador. Lo burlaremos. Siempre lo hemos hecho.
Laurana levantó la cabeza y sonrió.
—Sí, lo haremos. Qué suerte que hayas regresado de la misión, Kellevandros. Medan podría haber notado tu ausencia y eso habría complicado las cosas. Debemos tomar más precauciones de ahora en adelante. Gilthas me ha informado que los túneles de los enanos están casi terminados. Ahora utilizarás esa ruta. Te apartará de tu camino habitual, pero será más seguro. ¡Kalindas! ¡No deberías haberte levantado!
El elfo se tambaleaba en el vano de la puerta. Tenía la cabeza cubierta con vendajes y su semblante estaba tan pálido que la piel parecía translúcida. Laurana podía distinguir las venas azules de su cara. Kellevandros acudió en ayuda de su hermano, lo rodeó con el brazo y lo condujo hasta un diván. Lo acomodó en él con todo cuidado mientras le regañaba por dejar la cama y preocupar así a la señora.
—¿Qué me ha pasado? —preguntó, aturdido, Kalindas.
—¿No lo recuerdas? —preguntó Laurana.
—No. —Se llevó la mano a la cabeza.
—Kelevandros, ve a la puerta principal —ordenó Laurana—. Asegúrate de que el gobernador se ha marchado.
—Los pájaros cantan en los árboles —informó el elfo a su regreso—. Las abejas zumban entre las flores. No hay nadie por los alrededores.
—Veamos, Kalindas —empezó Laurana, volviéndose hacia él—. ¿Recuerdas haber guiado a maese Palin, a Gerard y al kender al punto de reunión con los grifos?
—Vagamente, señora —contestó, tras pensar un poco.
—Alguien te atacó en el bosque —informó Laurana mientras colocaba bien los vendajes de la cabeza del elfo—. Hemos estado muy preocupados por ti. Al ver que no regresabas, le pedí a La Leona que enviara a su gente a buscarte. Los rebeldes te encontraron tendido en el suelo, herido. Te trajeron de vuelta ayer. ¿Por qué te has levantado? ¿Necesitas algo?
—No, señora, gracias. Perdonadme por haberos alarmado. Oí la voz del gobernador y pensé que quizá podríais necesitarme. Creí encontrarme lo bastante bien para dejar la cama. Al parecer, me equivoqué.
Kelevandros colocó a su maltrecho hermano en una postura más cómoda en el diván mientras Laurana lo cubría con su propio chal para que no cogiese frío.
—Olvida a Medan y sus hombres. Bastante te han hecho sufrir —dijo la elfa con voz tensa por la ira—. Tienes suerte de que no te mataran.
—No tenían necesidad de matarme —repuso amargamente Kalindas—. Debieron de golpearme por la espalda. ¿Consiguieron escapar maese Palin y el kender con el ingenio mágico?
—Eso creemos. Los rebeldes no encontraron rastro de ellos y no hemos recibido informes de que hayan sido capturados.
—¿Y el solámnico?
—La Leona comunicó que había señales de lucha. Dos de los Caballeros de Neraka resultaron muertos. No encontraron el cuerpo de Gerard, así que suponen que lo hicieron prisionero. —Laurana suspiró—. Si tal cosa es cierta, casi desearía que hubiese muerto por su propio bien. Los rebeldes cuentan con espías en el ejército que están intentando obtener información sobre él. Sabemos que no se encuentra en prisión, pero eso es todo.
»En cuanto a Palin, Kellevandros acaba de volver de una reunión con los grifos, que eran portadores de un mensaje, el cual espero que sea de Palin.
—Aquí lo tengo, señora —dijo Kellevandros; sacó un rollo de pergamino de una de sus botas y se lo tendió a Laurana.
—¿Seguro que te encuentras bien? —preguntó la elfa a Kalindas mientras cogía el mensaje—. ¿Quieres que te traigan un vaso de vino?
—Por favor, leed la carta, señora —respondió el elfo—. No os preocupéis por mí.
Tras dirigirle otra mirada preocupada, Laurana se encaminó al escritorio y tomó asiento. Kellevandros encendió una vela y la llevó al escritorio. La reina madre desenrolló el pergamino, que estaba casi cubierto por el extenso mensaje y tenía un ligero olor a limón. Lo escrito en la carta parecía intrascendente; un antiguo vecino le contaba a Laurana cómo había ido la cosecha, lo mucho que habían crecido los niños, que recientemente se había comprado un caballo estupendo en la feria del Día del Solsticio Vernal. Después se interesaba por su salud y decía que esperaba que se encontrara bien.
Laurana sostuvo el pergamino encima de la llama de la vela, con cuidado de no acercarlo demasiado para no quemarlo ni chamuscarlo. Poco a poco, empezaron a aparecer otras palabras en el papel escritas entre las líneas caligrafiadas con tinta. Pasó el papel atrás y adelante sobre la llama hasta que el mensaje oculto se hizo visible.
Luego lo puso sobre la mesa y leyó la carta en silencio. La letra no era de Palin, y Laurana se preguntó sorprendida quién lo habría escrito, de modo que miró al pie del pergamino para ver la firma.
—Ah, Jenna —murmuró.
Siguió leyendo y su sorpresa fue en aumento con cada línea.
—¿Qué pasa, señora? —pregunto Kalindas, alarmado—. ¿Qué ha ocurrido?
—Qué extraño —musitó la elfa—. No puedo creerlo. Viajar hacia atrás en el tiempo para descubrir que el pasado ya no existe. No lo entiendo. —Siguió con la lectura del mensaje—. Tasslehoff desaparecido. Aquí no ha venido.