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Se encaminó hacia una mesa auxiliar sobre la que había cuencos con fruta escarchada, frutos secos, queso y una licorera. Partió unas nueces como si tuviese algo contra ellas y luego rebuscó la carne entre las cáscaras.

—¿Te apetece?

Kiryn sacudió la cabeza. Silvan tiró las cáscaras sobre la mesa y se limpió las manos.

—¡Detesto los frutos secos! —dijo y volvió a cruzar la habitación hacia la ventana—. ¿Cuánto hace que soy rey? —preguntó.

—Unas semanas, primo.

—Y, durante ese tiempo, ¿qué he logrado?

—Todavía es muy pronto, primo...

—Nada —se contestó a sí mismo, con énfasis—. Ni una sola maldita cosa. No me dejan salir de palacio por miedo a que coja esa plaga consumidora. No me permiten hablar con mi pueblo por miedo a los asesinos. Estampo mi firma en órdenes y edictos, pero no se me deja leerlos nunca por miedo a que me fatigue. Tu tío hace todo el trabajo.

—Y continuará haciéndolo mientras se lo consientas —respondió significativamente Kiryn—. Él y Glauco.

—¡Glauco! —repitió Silvan. Se volvió y miró a su amigo con desconfianza—. ¡Siempre estás a vueltas con Glauco! Pues te diré una cosa: si no fuese por él, ignoraría lo poco que sé de lo que ocurre en mi propio reino. ¡Mira! ¡Fíjate en eso! —Silvan señaló por la ventana—. Ahí tienes un ejemplo de lo que digo. Algo ocurre. Algo está pasando, y ¿sabré qué es? Me enteraré, sí —continuó amargamente—. ¡Pero sólo si pregunto a mis sirvientes!

Un hombre vestido con el uniforme de los Kirath cruzaba a todo correr el anchuroso patio, con sus paseos y jardines, que rodeaban el palacio. Antaño, el frondoso parque había sido el lugar preferido por los ciudadanos de Silvanost para pasear, reunirse o almorzar en el verde césped que crecía bajo los sauces. Las parejas de enamorados montaban en las barcas con forma de cisne y bogaban por los resplandecientes arroyos que corrían a través de prados y arbolados. Los estudiantes acudían con sus maestros para sentarse en la hierba y enfrascarse en las charlas filosóficas que tanto gustaban a los elfos.

Eso era antes de que la letal enfermedad azotara Silvanost. Ahora mucha gente tenía miedo de salir de sus casas, de reunirse en grupo, por miedo a contagiarse. Los jardines se encontraban casi vacíos, con excepción de unos cuantos miembros del ejército que acababan de salir de su turno de servicio y regresaban a los cuarteles. Los soldados miraron sorprendidos al Kirath y se apartaron para dejarle paso. El explorador no se fijó en ellos y siguió corriendo; llegó a la ancha escalinata que conducía a palacio y desapareció de la vista.

—¡Ahí tienes! ¿Qué te decía, Kiryn? Algo importante está pasando. —Silvan se mordisqueó el labio inferior—. Pero ¿se presentará el mensajero ante mí? No. Irá directamente a tu tío. ¡El rey soy yo, no el general Konnal! —Silvan le dio la espalda a la ventana; su expresión era sombría—. Me estoy convirtiendo en lo que más detesto. ¡Soy otro primo Gilthas, una marioneta cuyas cuerdas manejan otros!

—Si eres una marioneta, Silvan, es porque quieres serlo —replicó osadamente Kiryn—. ¡La culpa es tuya, no de mi tío! No has mostrado interés en los asuntos cotidianos del reino. Podrías haber leído esos edictos, pero estabas demasiado ocupado aprendiendo los pasos de las danzas más actuales.

Silvan lo miró iracundo.

—¿Cómo osas hablarme así? Soy tu... —Se contuvo. Había estado a punto de decir «soy tu rey» pero, a la vista de la conversación, aquello habría sonado ridículo.

Además, tuvo que admitir, Kiryn sólo había dicho la verdad. Había disfrutado jugando a ser rey. Llevaba la corona sobre su cabeza, pero no se había echado sobre los hombros el manto de responsabilidad. Respiró hondo y soltó el aire muy despacio. Había actuado como un niño, así que lo habían tratado como tal. Pero eso se había acabado.

—Tienes razón, primo —manifestó en tono sosegado—. Si tu tío no me tiene respeto, es porque no hay motivos para que lo tenga. ¿Qué he hecho desde que llegué, aparte de esconderme en mi habitación, entretenido con juegos y comiendo dulces? El respeto hay que ganárselo. No puede imponerse. No he hecho nada para merecer su consideración, para demostrarles a él y a mi pueblo que soy rey. Pero eso se ha terminado. Hoy.

Silvan abrió de par en par las dobles puertas que conducían a sus aposentos, y lo hizo con tanta fuerza que las hojas golpearon contra las paredes. El sonido sobresaltó a los guardias, que dormitaban de pie en la tranquila tarde. Se pusieron firmes cuando Silvan cruzó el umbral y pasó ante ellos.

—¡Majestad! —llamó uno—. ¿Dónde vais? Majestad, no deberíais abandonar vuestros aposentos. El general Konnal ha ordenado... ¡Majestad! —El guardia se encontró con que le estaba hablando a la espalda del rey.

Silvan descendió la larga y ancha escalera de mármol a buen paso, con Kiryn pisándole los talones y los guardias siguiéndolos precipitadamente.

—¡Silvan! —protestó Kiryn cuando lo alcanzó—. Yo no quise decir que te pusieras al mando ahora mismo. Te queda mucho que aprender sobre Silvanesti y sus gentes. Nunca has vivido entre nosotros. Eres muy joven.

Silvan había entendido muy bien lo que su primo había querido decir. No le prestó atención y siguió caminando.

—A lo que me refería —continuó Kiryn mientras lo seguía—, era a que deberías interesarte más en los asuntos cotidianos del reino, hacer preguntas, visitar a la gente en sus hogares, ver cómo vive. Hay muchas personas sabias en nuestro pueblo que estarían encantadas de ayudarte a aprender. Rolan, de los Kirath, es uno de ellos. ¿Por qué no le pides consejo? Descubrirás que es mucho más sagaz que Glauco, ya que no tan complaciente.

Silvan apretó los labios y continuó caminando.

—Sé lo que hago —dijo.

—Sí, y también lo sabía tu abuelo, Lorac. Escúchame, Silvan —pidió anhelante Kiryn—. No cometas el mismo error. La caída de tu abuelo no la provocó el dragón Cyan Bloodbane. Fueron su orgullo y su miedo. El dragón era la encarnación de ese orgullo y ese miedo. El orgullo le susurraba al oído que era más sabio que los sabios, que podía saltarse reglas y leyes. El miedo lo instaba a actuar solo, a rechazar la ayuda de otros, a hacer oídos sordos a los consejos.

Silvanoshei se detuvo.

—Toda mi vida, primo, he oído esa versión de la historia y la he aceptado. Me enseñaron a sentirme avergonzado de mi abuelo. Pero en los últimos días he oído otra versión, una parte de la historia que nadie menciona porque es fácil echar la culpa de sus problemas a mi abuelo. Los silvanestis sobrevivieron a la Guerra de la Lanza. Y si hoy siguen vivos es gracias a mi abuelo. Si no se hubiese sacrificado a sí mismo como lo hizo, tú y yo no estaríamos aquí discutiendo el asunto. El bienestar de sus súbditos era responsabilidad de Lorac, y él aceptó esa responsabilidad. Los salvó, y ahora, en lugar de bendecir su nombre, ¡lo denigran!

—¿Quién te ha dicho eso, primo?

Silvan no vio razón para contestar, así que se dio media vuelta y siguió caminando. Glauco había conocido a su abuelo, había estado muy cerca del rey. ¿Quién mejor que él para saber la verdad de lo ocurrido?

Kiryn adivinó el nombre que Silvan no pronunció. Caminó detrás del rey a varios pasos de distancia y no volvió a pronunciar palabra.

Silvan y su extraña escolta, compuesta por su primo y los alborotados guardias, avanzaron rápidamente por los corredores de palacio. El joven monarca pasó ante magníficas pinturas y maravillosos tapices sin dedicarles una sola mirada. Sus botas resonaban con fuerza en el suelo, denotando su prisa y su resolución. Acostumbrados al silencio en esa ala del palacio, los sirvientes acudían presurosos para ver qué ocurría.

«Majestad», murmuraban mientras se inclinaban ante él, sorprendidos, e intercambiaban miradas significativas una vez había pasado de largo mientras cundían comentarios como: «El pájaro ha volado de la jaula» o «El conejo ha escapado de la madriguera» o «Vaya, vaya. No es de extrañar, considerando que es un Caladon».