El monarca dejó atrás la zona de palacio destinada a los aposentos reales y entró en las dependencias públicas, que estaban abarrotadas de gente: mensajeros yendo y viniendo, lores y damas de la Casa Real reunidos en grupos y charlando, gente moviéndose de un lado a otro con libros de teneduría debajo del brazo o con rollos de pergamino en las manos. Allí estaba el verdadero corazón del reino; allí se llevaban a cabo los asuntos de la nación. Allí, en el ala de palacio opuesta a la que ocupaban los aposentos reales donde residía Silvan.
Los cortesanos oyeron el alboroto, hicieron un alto en sus conversaciones y se volvieron para ver qué pasaba; y cuando vieron a su rey se quedaron atónitos. Tanto que algunos lores olvidaron inclinarse ante él, y sólo recordaron hacerlo tarde y porque sus escandalizadas esposas les dieron codazos en las costillas.
Silvan reparó de inmediato en las diferencias existentes entre las dos alas de palacio. Apretó los labios, hizo caso omiso de los cortesanos y apartó sin miramientos a aquellos que intentaron hablarle. Rodeó una esquina y se acercó a otro juego de puertas dobles. Había guardias en ellas, pero éstos estaban alertas, no adormilados. Se pusieron firmes al acercarse el rey.
—Majestad —dijo uno mientras se desplazaba de sitio como si quisiera cerrarle el paso—. Disculpad, majestad, pero el general Konnal ha dado orden de que no se lo interrumpa.
Silvan miró largamente al guardia y luego dijo:
—Dile al general que se lo interrumpirá. Que su rey está aquí para interrumpirlo.
El joven monarca disfrutó al advertir reflejada en el rostro del guardia la pugna que sostenía consigo mismo. El elfo tenía órdenes de Konnal, pero allí estaba su rey, revocándolas. Tenía que tomar una decisión. Miró el gesto firme y los ojos claros del joven monarca y vio en ellos el linaje que había gobernado Silvanesti durante generaciones. El guardia era un hombre mayor, y quizás había servido a las órdenes de Lorac. Quizá reconoció aquel pálido y frío fuego. Se inclinó con respeto y, abriendo las puertas. Anunció en tono firme:
—Su majestad, el rey.
Konnal alzó la vista, sorprendido. La expresión de Glauco también fue de sorpresa al principio, pero la sustituyó rápidamente por otra de secreto placer. Quizá también él había estado esperando el día en que el león rompiera sus cadenas. Hizo una reverencia mientras dirigía una mirada a Silvan que manifestaba claramente: «Disculpadme, majestad, pero estoy bajo el control del general».
—Majestad, ¿a qué debemos este honor? —preguntó Konnal, muy irritado por la interrupción. Saltaba a la vista que había recibido alguna noticia inquietante, ya que su semblante aparecía encendido y su entrecejo estaba fruncido. Tuvo que hacer un esfuerzo para mantener una fingida actitud de cortesía, pero aun así su voz sonaba fría. También Glauco estaba alterado por algo; su gesto era sombrío y parecía nervioso y preocupado.
Silvan no respondió a la pregunta del general, sino que se volvió hacia el elfo Kirath, que inmediatamente hizo una profunda inclinación.
—¿Eres portador de noticias? —inquirió imperativamente el rey.
—En efecto, majestad —contestó el Kirath.
—¿Nuevas importantes para el reino?
El Kirath miró de soslayo a Konnal, que por toda respuesta se encogió de hombros.
—De la máxima importancia, majestad —contestó el mensajero.
—¡Y no traes esas noticias a tu rey! —Silvan estaba pálido de ira.
—Majestad —intervino el general—, os habría puesto al corriente a su debido tiempo. Es un asunto extremadamente serio, y han de tomarse medidas de inmediato...
—De modo que pensasteis en hablarme del ello después de haber decidido el curso que seguirías —lo interrumpió Silvan, que volvió a mirar al Kirath—. ¿Cuáles son esas nuevas? ¡No lo mires a él! ¡Respóndeme! ¡Soy tu rey!
—Una fuerza de caballeros negros ha conseguido penetrar el escudo, majestad. Están dentro de las fronteras de Silvanesti y marchan hacia Silvanost.
—¿Caballeros negros? —repitió Silvan sin salir de su asombro—. Pero, ¿cómo...? ¿Estás seguro?
—Sí, majestad —reiteró el Kirath—. Los vi yo mismo. Habíamos recibido informes de que un ejército de ogros se estaba agrupando al otro lado del escudo y fuimos a investigar. Fue entonces cuando descubrimos a esa fuerza de unos cuatrocientos humanos dentro del escudo. Los oficiales son esos a los que conocemos como Caballeros de Takhisis. Reconocimos sus armaduras. Una compañía de arqueros, probablemente mercenarios, marcha con ellos. También hay un minotauro, que es el segundo al mando.
—¿Y quién es su cabecilla? —inquirió Silvan.
—No hay tiempo para... —empezó Konnal.
—Quiero saber todos los detalles —lo interrumpió fríamente Silvan.
—Lo del cabecilla es muy extraño, majestad —informó el Kirath—. Se trata de una mujer humana. Ello en sí mismo no tiene nada de raro, pero sí que sea casi una chiquilla. No debe de tener más de dieciocho años, alguien muy joven incluso para la raza humana. Es una dama oficial y está al mando de la fuerza. Viste la armadura negra, y los soldados acatan sus órdenes sin dudar, mostrando gran respeto.
—Qué extraño —comentó Silvan, frunciendo el entrecejo—. Me cuesta creerlo. Estoy familiarizado con la estructura militar de los caballeros negros, que ahora se llaman a sí mismos Caballeros de Neraka. No sé de nadie tan joven que haya sido ascendido a caballero, y mucho menos a oficial. —Silvan volvió la mirada hacia Konnal—. ¿Qué planeáis hacer al respecto, general?
—Movilizaremos al ejército de inmediato, majestad —respondió, envarado, el susodicho—. Ya he dado las órdenes oportunas. Los Kirath vigilan el avance del enemigo a través de nuestra tierra. Saldremos a su encuentro, lo rechazaremos y lo destruiremos. Sólo son cuatrocientos, no cuentan con suministros ni tienen medios de obtenerlos. Están aislados. La batalla no durará mucho.
—¿Tenéis alguna experiencia en combatir contra los Caballeros de Neraka, general? —preguntó Silvan.
El semblante de Konnal se ensombreció y sus labios se apretaron.
—No, majestad, no la tengo.
—¿Tenéis alguna experiencia en combatir contra cualquier enemigo, aparte del originado por la pesadilla? —insistió Silvan.
Konnal estaba realmente furioso; tanto que se puso pálido, con excepción de los pómulos arrebolados. Se incorporó como impulsado por un resorte y golpeó con las manos en la mesa.
—Pequeño bas...
—¡General! —Glauco salió de su abstracción para intervenir a tiempo—. Es vuestro rey.
Konnal masculló algo que sonó como «Él no es mi rey», pero lo dijo tan bajo que apenas se entendieron sus palabras.
—Yo sí he luchado contra esos caballeros y sus fuerzas, general —prosiguió Silvan—. Mis padres lucharon contra los caballeros negros en los bosques de Qualinesti. Yo he combatido contra ogros y contra partidas de forajidos humanos. Y también me he enfrentado a elfos, como seguramente sabréis, general.
Los elfos a los que se refería habían sido asesinos enviados, antes de que se levantara el escudo, para matar a Porthios y a Alhana, declarados elfos oscuros, tal vez por orden del propio general.
—Aunque no luché personalmente —admitió Silvan, que se sentía obligado a ser sincero—, he presenciado muchas de esas batallas. Además, he tomado parte en reuniones en las que mis padres y sus oficiales planeaban su estrategia.
—Y, sin embargo, los caballeros negros consiguieron apoderarse de Qualinesti a despecho de todos los esfuerzos de vuestro padre —apuntó Konnal, con los labios ligeramente curvados en un gesto despectivo.
—En efecto, señor —replicó seriamente Silvan—, y ésa es la razón por la que os advierto que no los subestiméis. Estoy de acuerdo con vuestra decisión, general. Enviaremos una fuerza para combatirlos. Me gustaría ver un mapa de la zona.