—Majestad —empezó, impaciente, Konnal, pero Silvanoshei ya extendía el mapa sobre el escritorio.
—¿Dónde se encuentran los caballeros negros? —preguntó.
El Kirath se adelantó y señaló con el dedo la localización de las tropas enemigas.
—Como podéis ver, majestad, al seguir el curso del Thon-Thalas penetraron el escudo aquí, en la frontera silvanesti, donde los dos se cruzan. Nuestros informes indican que avanzan pegados a la orilla del río, y no tenemos razones para pensar que se desviarán de esa ruta, ya que los conducirá directamente a Silvanost.
—Coincido con el Kirath en que seguramente no abandonarán el camino que discurre a lo largo del río —manifestó Silvan tras estudiar el mapa—. Hacerlo sería correr el riesgo de perderse en tierras agrestes desconocidas para ellos. Saben que han sido localizados, de modo que no hay razón para que se oculten y sí para avanzar lo más deprisa posible. Su única esperanza es atacarnos mientras, supuestamente, aún nos estamos tambaleando por la impresión de haberlos encontrado dentro de nuestras fronteras. —Miró significativamente a Konnal mientras decía esto último. El rostro del general parecía tallado en piedra, pero el elfo no dijo nada.
»Sugiero que éste —Silvan puso el índice sobre el mapa— sería un punto excelente para entablar combate con ellos. El enemigo bajará de las colinas y se encontrará con nuestras fuerzas desplegadas en este valle. Quedarán atrapados entre el río por un lado y las colinas en el otro, lo que dificultará el despliegue de sus hombres. Mientras la infantería los ataca por el frente, una compañía de caballería puede rodearlos y caer sobre ellos por la retaguardia. Cerraremos gradualmente las fauces de nuestro ejército —movió el pulgar, que representaba a los soldados de a pie, hacia el índice, que representaba a la caballería, y formó un semicírculo—, y nos los tragaremos.
Silvan alzó la vista. Konnal contemplaba el mapa con el entrecejo fruncido y las manos enlazadas a la espalda.
—Es un buen plan, majestad —manifestó Glauco, que parecía impresionado.
—¿General? —demandó Silvan.
—Podría funcionar —admitió a regañadientes Konnal.
—Lo único que me preocupa es que los caballeros se oculten en el bosque —agregó Silvan—. Si hacen tal cosa, tendremos problemas para hacerlos salir.
—¡Bah! Los encontraremos —manifestó Konnal.
—Por lo visto vuestros hombres son incapaces de encontrar a un inmenso Dragón Verde, general —replicó Silvan—. Han buscado a Cyan Bloodbane durante treinta años, sin resultado. Si este ejército de humanos se dispersara, podríamos pasarnos un siglo intentando dar con ellos.
Glauco se echó a reír, ganándose por ello una mirada funesta del general.
—No le veo la gracia —espetó Konnal—. ¿Cómo pudo esa fuerza del Mal penetrar a través de tu precioso escudo, Glauco? ¿Me puedes contestar a eso?
—Os aseguro, general, que no lo sé —respondió el hechicero, cuyo semblante volvió a denotar preocupación—. Todavía no. Aquí ha entrado en juego algo que provoca el fallo de la magia. Puedo olerlo.
—Pues yo lo único que huelo es el hedor de los humanos —replicó secamente Konnal.
—Sugiero que intentemos capturar con vida a esa extraña muchacha que los dirige. Me gustaría mucho hablar con ella, ya lo creo que sí —añadió Glauco, ceñudo.
—Estoy de acuerdo con Glauco, general. —Silvan se volvió hacia Konnal—. Daréis las órdenes oportunas para conseguir capturarla. Y haced los preparativos necesarios para que yo acompañe al ejército.
—Eso ni pensarlo —dijo tajantemente el general.
—Iré —insistió Silvan en actitud imperiosa mientras sostenía la mirada de Konnal, retándolo a que desafiara su autoridad—. Haréis los arreglos oportunos, señor. ¿Queréis que me esconda debajo de la cama mientras mi pueblo lucha para defender sus hogares?
Konnal reflexionó unos instantes y después hizo una fría reverencia al rey.
—De acuerdo, si vuestra majestad insiste, me ocuparé de ello.
Silvan giró sobre sus talones y salió de la habitación a buen paso. Kiryn lanzó una mirada pensativa a Glauco y luego siguió al rey. Los guardias cerraron las puertas cuando hubieron salido y ocuparon sus posiciones.
—Me gustaría saber por qué habéis cambiado de opinión, general —musitó el hechicero en voz queda.
—Hay riesgo en las batallas —respondió Konnal, encogiéndose de hombros—. Nadie sabe cómo pueden terminar ni quién puede caer víctima del enemigo. Si su majestad sufriese algún percance...
—Haríais un mártir de él —se adelantó Glauco—, como ocurrió con sus padres. Se os echaría la culpa, no lo dudéis. No deberíais permitirle que fuera. —El mago hablaba muy serio, encerrándose en sí mismo una vez más—. Tengo el presentimiento de que si lo hace ocurrirá algo horrible.
—¡Ya ha ocurrido algo horrible, por si no te has dado cuenta! —espetó, furioso, Konnal—. ¡Tu magia está fallando, Glauco! ¡Como la de todos los demás! ¡Admítelo!
—Es vuestro miedo el que habla, amigo mío, no vos —adujo el mago—. Lo comprendo, y os perdono por poner en duda mi capacidad mágica. Sí, por esta vez os perdonaré. —Su voz se suavizó—. Pensad bien lo que he dicho. Intentaré por todos los medios persuadir a su majestad de que no vaya a la guerra. Si fracaso, dejad que vaya, pero mantenedlo a salvo.
—¡Márchate! —instó duramente Konnal—. No necesito que un hechicero me diga lo que tengo que hacer.
—Me iré, pero recordad esto, generaclass="underline" me necesitáis. Estoy entre Silvanesti y el mundo. Si me dais de lado, descartáis toda esperanza. Soy el único que puede salvaros.
Konnal no pronunció palabra ni levantó la vista.
27
El roce de la muerte
Aquella tarde, mientras Silvanoshei se preparaba para su primera batalla, Goldmoon también se preparaba como si la esperara un combate. Por primera vez después de muchas semanas, la mujer pidió que le llevaran un espejo a sus habitaciones. Por primera vez después de la tormenta, cogió el espejo y se miró en él.
Goldmoon había sido presumida de joven. Poseedora de una peculiar belleza, era la única de su tribu con el cabello claro, como un tapiz tejido con hilos de rayos de sol y luz de luna. En su condición de Hija de Chieftain, fue mimada, consentida; una malcriada muy pagada de sí misma. Pasaba largas horas contemplando su reflejo en el cuenco de agua. Los jóvenes guerreros de la tribu la adoraban, llegaban a las manos por una sonrisa suya. Todos excepto uno.
Un día se miró en los ojos de un paria, un joven pastor muy alto llamado Riverwind, y se vio en el espejo que era su mirada. Contempló su vanidad, su egoísmo. Vio que en sus ojos era fea, y se sintió avergonzada y desesperada. Goldmoon deseó ser hermosa para él, por él.
Y así llegó a parecérselo, pero sólo después de que ambos hubieron pasado por muchas penalidades y pruebas, sólo después de haberse enfrentado a la muerte sin miedo, abrazados el uno al otro. Le había sido entregada la Vara de Cristal Azul, el poder de traer de nuevo al mundo el amor curativo de los dioses.
Goldmoon y Riverwind tuvieron hijos. Trabajaron para unificar las beligerantes tribus de las Llanuras. Fueron felices con su vida, sus hijos, sus amigos, los compañeros de su viaje. Habían esperado hacerse viejos y llegar juntos al descanso final, abandonar este plano de existencia y pasar al siguiente, fuera cual fuese. No tenían miedo, pues estarían el uno junto al otro.
No había ocurrido así.
Cuando los dioses se marcharon a raíz de la Guerra de Caos, Goldmoon lloró su ausencia. No fue uno de los que clamaron contra ellos y les recriminaron. Comprendía su sacrificio o, al menos, eso creía. Los dioses habían partido para que Caos se marchara y el mundo viviera en paz. No lo entendía, pero tenía fe en los dioses, y por ello hizo cuanto estuvo en sus manos para contrarrestar la cólera y la amargura que envenenaban a tantos.