Por fin acabó el banquete. Goldmoon se levantó y los demás hicieron lo mismo en señal de respeto. Uno de los acólitos, un joven bullicioso, lanzó un vítor que otros corearon. Inmediatamente después todos aplaudían y aclamaban con entusiasmo.
El clamor asustó a Goldmoon. «El escándalo atraerá la atención sobre nosotros», fue lo primero que se le pasó por la cabeza. Un instante después se sorprendió por su reacción. Tenía la extraña sensación de que se hallaban encerrados en una casa y que algo maligno los buscaba. La sensación pasó, pero las aclamaciones continuaron, poniéndole los nervios de punta. Alzó las manos para acallar el griterío.
—Gracias, amigos míos. Mis muy queridos amigos —dijo mientras se humedecía los labios, que se le habían quedado resecos—. Os... os pido que me tengáis en vuestros corazones y me rodeéis de buenos pensamientos. Siento que los necesito.
Los asistentes al banquete se miraron unos a otros, preocupados. Aquello no era lo que todos esperaban que dijese. Deseaban oírla hablar del maravilloso milagro que le había acontecido y que realizaría el mismo milagro para ellos. Goldmoon hizo un gesto de despedida y todos empezaron a abandonar el salón para regresar a su trabajo o a sus estudios mientras lanzaban miradas de soslayo hacia la mujer y hablaban en voz baja.
—Perdonad que os moleste, Primera Maestra —dijo lady Camilla, que se acercó a Goldmoon con los ojos bajos. Se esforzaba por no mirar el rostro de la otra mujer—. Los pacientes del hospital os han echado de menos. Me preguntaba, si no os sentís muy cansada, si querríais venir a...
—Sí, naturalmente —aceptó de buen grado Goldmoon, satisfecha de tener algo que hacer. Se olvidaría de sí misma si estaba ocupada. Además, no se sentía fatigada en absoluto. Es decir, su extraño cuerpo no sentía el menor cansancio.
—Palin ¿quieres acompañaros? —preguntó.
—¿Para qué? Tus sanadores no pueden hacer nada por mí —replicó en tono irritado—. Lo sé. Lo han intentado ya.
—Estáis hablando a la Primera Maestra, señor —le reprendió lady Camilla.
—Lo siento, Primera Maestra. —Palin hizo una ligera reverencia—. Disculpa mi rudeza, por favor. Estoy muy cansado y no he dormido hace mucho. He de encontrar al kender, y luego planeo irme derecho a la cama. Te deseo buenas noches.
Saludó con otra reverencia y se alejó.
—¡Palin! —llamó Goldmoon, pero él no la oyó o no quiso hacer caso.
Goldmoon acompañó a lady Camilla al hospital, un edificio separado que se alzaba en el recinto de la Ciudadela. La noche era fría, demasiado para esa época del año, y Goldmoon alzó la vista hacia las estrellas, a la pálida luna a la que nunca se había acostumbrado del todo y cuya presencia siempre le producía una sensación de intranquilidad y cierta conmoción. Esa noche las estrellas parecían más pequeñas, distantes. Por primera vez Goldmoon miró más allá de ellas, a la vasta y vacía oscuridad que las rodeaba.
—Que nos rodea —musitó, estremecida.
—Perdonad, Primera Maestra, ¿me hablabais a mí? —preguntó lady Camilla.
Las dos mujeres habían sido antagonistas en cierto momento de sus vidas. Cuando Goldmoon tomó la decisión de construir la Ciudadela de la Luz en Schallsea, lady Camilla se opuso. La solámnica era leal a los antiguos dioses, los dioses ausentes. Aquel nuevo «poder del corazón» despertaba su recelo y desconfianza. Después fue testigo de los incansables esfuerzos de los místicos de la Ciudadela para hacer el bien, para traer luz a la oscuridad en el mundo. Había llegado a amar y admirar a Goldmoon. Haría cualquier cosa por la Primera Maestra, solía afirmar, y lo había demostrado, empleando un montón de tiempo y de dinero en la infructuosa búsqueda de una chiquilla perdida, una muchachita muy querida por Goldmoon que había desaparecido tres años atrás, una jovencita cuyo nombre nadie pronunciaba para no causar dolor a la Primera Maestra.
Goldmoon pensaba en ella a menudo, sobre todo cuando paseaba por la orilla del mar.
—No era nada importante —contestó Goldmoon, que añadió—. Tenéis que perdonarme, lady Camilla. Sé que mi compañía resulta poco amena.
—En absoluto, Primera Maestra —respondió lady Camilla—. Tenéis muchas cosas en la cabeza.
Las dos siguieron caminando hacia el hospital en silencio.
El hospital, situado en una de las cúpulas de cristal que formaban los edificios centrales de la Ciudadela de la Luz, consistía en una extensa crujía llena de camas, colocadas en rectas hileras a uno y otro lado. Hierbas aromáticas perfumaban el aire y una dulce música contribuía con sus propiedades curativas. Los sanadores trabajaban entre enfermos y heridos, utilizando el poder del corazón para curarlos; era aquél un poder descubierto por Goldmoon y que usó por primera vez para sanar al moribundo enano Jaspe Fireforge.
Había realizado grandes milagros desde entonces, según decía la gente. Había curado a los que se daba por desahuciados. Había recompuesto cuerpos destrozados imponiendo las manos. Había devuelto la vida a miembros paralizados, y la vista a los ciegos. Sus milagros curativos eran tan maravillosos como los que había llevado a cabo como sacerdotisa de Mishakal. Goldmoon se alegraba y se sentía agradecida de ser capaz de aliviar el sufrimiento de otros. Pero las curaciones no le habían proporcionado el mismo gozo que experimentara cuando el sagrado arte curativo le llegaba como un don de los dioses, cuando Mishakal y ella trabajaban conjuntamente.
Hacía tres años, más o menos, sus poderes curativos habían empezado a menguar. Al principio, le echó la culpa a su avanzada edad. No obstante, ella no era la única sanadora que experimentaba una progresiva disminución del poder curativo.
—Es como si alguien hubiese corrido un velo entre mi paciente y yo —había comentado a una joven sanadora con frustración—. Intento apartar el velo para llegar hasta el enfermo, pero encuentro otro y otro. Tengo la sensación de que ya no puedo acercarme a mis pacientes.
Empezaron a llegar informes de maestros de la Ciudadela desde todo Ansalon atestiguando la aparición del mismo fenómeno aterrador. Algunos habían culpado a los dragones; otros, a los Caballeros de Neraka. Después les habían llegado rumores de que los místicos oscuros también estaban perdiendo sus poderes.
Goldmoon preguntó a su consejero, Espejo, el Dragón Plateado que era guardián de la Ciudadela, si creía que Malys era la responsable.
—No, Primera Maestra, no lo creo —respondió Espejo, que en ese momento se encontraba bajo su forma humana, un hombre joven y atractivo con el cabello plateado. Goldmoon vio tristeza y preocupación en sus ojos, unos ojos que albergaban la sabiduría de siglos—. He empezado a notar que mis propios poderes menguan. Entre los dragones se rumorea que a nuestros enemigos también les está ocurriendo lo mismo.
—Entonces, algo bueno ha salido de esto —comentó Goldmoon.
—Me temo que no, Primera Maestra. —La actitud de Espejo seguía siendo grave—. El tirano que nota que el poder se le escapa de las manos no afloja los dedos, sino que aprieta más y más.
Goldmoon retornó del pasado e hizo una pausa en la puerta del hospital. Las camas estaban llenas de pacientes, algunos de los cuales dormían mientras otros charlaban en voz queda o leían. El ambiente era tranquilo, apacible. Desposeídos de gran parte de su poder místico, los sanadores habían vuelto a recurrir a las hierbas medicinales que antaño utilizaron los sanadores, en los días posteriores al Cataclismo. El olor a salvia, romero, manzanilla y menta impregnaba el aire. Sonaba una música suave. Goldmoon percibió la benéfica influencia de la relajante soledad y sintió un gran alivio al serenarse su alma. Aquí, tal vez, la propia sanadora podría curarse.
Al reparar en la presencia de Goldmoon, una de las maestras sanadoras se acercó inmediatamente para darle la bienvenida, cosa que hizo, necesariamente, en voz baja a fin de no alterar a los pacientes con una excesiva emoción. Le dijo lo complacida que se sentía por el regreso de la Primera Maestra, todo ello sin apartar los ojos del rostro cambiado de Goldmoon.