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Ésta respondió algo agradable y trivial y apartó el rostro del sorprendido escrutinio de la otra mujer para mirar en derredor y preguntar por los pacientes.

—El hospital está tranquilo esta noche, Primera Maestra —contestó la sanadora mientras la conducía al interior de la sala—. Tenemos muchos pacientes, pero, por fortuna, sólo el estado de unos pocos es preocupante. Hay un bebé con difteria, un caballero que se rompió una pierna durante un torneo y un joven pescador al que rescataron cuando se ahogaba. Los demás pacientes están en período de convalecencia.

—¿Cómo se encuentra sir Wilfer? —inquirió lady Camilla.

—La fractura se ha soldado, milady —repuso la sanadora—, pero aún debe consolidarse. Él insiste en que se le dé el alta, y soy incapaz de convencerlo de que le vendría bien seguir en cama unos pocos días más para recuperarse del todo. Sé que le resulta muy aburrido estar aquí, pero quizá si vos le...

—Hablaré con él —se adelantó lady Camilla.

La oficial avanzó por las hileras de camas. La mayoría de los pacientes procedía de fuera de la Ciudadela, de pueblos y villas de Schallsea. Conocían a la anciana Goldmoon, ya que los visitaba a menudo en sus casas, pero no reconocieron a la rejuvenecida Primera Maestra. Casi todos la tomaron por una extraña y apenas le prestaron atención, cosa que ella agradeció. Al fondo de la sala había una cuna donde reposaba el bebé, con la vigilante madre a su lado. La criatura tosía y lloriqueaba, y su rostro ardía por la fiebre. Los sanadores estaban preparando un cuenco con hierbas a las que se añadiría agua hirviendo. El vapor aliviaría la tos y los pulmones congestionados del bebé. Goldmoon se acercó con intención de dirigir unas palabras de consuelo a la madre.

Mientras se aproximaba a la cuna, vio otra figura cernida sobre el quejoso bebé. Al principio, Goldmoon pensó que era uno de los sanadores. No reconocía el rostro; claro que llevaba semanas ausente del hospital, así que probablemente se trataba de un estudiante nuevo.

Aflojó el paso y se detuvo tres camas antes de la cuna del bebé; extendió una mano para apoyarse en el poste de madera de la cama.

La figura no era de un sanador. Tampoco de un estudiante. Ni de nadie vivo. Un fantasma flotaba junto al bebé: el fantasma de una mujer joven.

—Disculpadme, Primera Maestra —dijo la sanadora—. Iré a ver qué puedo hacer por el niño enfermo.

La mujer se acercó al bebé y puso sus manos sobre él pero, en el mismo instante, las manos descarnadas del fantasma se movieron, asiendo las de la sanadora.

—Entrégame el poder sagrado —susurró—. ¡Debo tenerlo o seré arrojada al olvido absoluto!

La tos del niño empeoró y la madre se inclinó sobre él. La sanadora sacudió la cabeza y retiró las manos. Su tacto curativo no había llegado al bebé, ya que el fantasma se lo había arrebatado para sí mismo.

—Debería respirar mejor con el vapor —comentó la sanadora en un tono cansado y derrotado—. Le descongestionará los pulmones.

El fantasma de la mujer se alejó y su lugar lo ocuparon otras figuras insustanciales, amontonándose junto a la cuna del bebé, con los ardientes ojos prendidos ávidamente en la sanadora. Cuando ésta se dirigió a otra cama, la siguieron, aferrándose a ella como telas de araña y en el momento en que extendió las manos para intentar curar a otro paciente, los muertos se las asieron en medio de gemidos y gritos.

—¡Mío! ¡Mío! ¡Dame el poder a mí!

Goldmoon se tambaleó. Si no hubiese estado agarrada al poste de la cama, se habría desplomado. Apretó los ojos con fuerza, confiando en que las aterradoras apariciones se desvanecieran. Al abrirlos, vio más fantasmas. Legiones de muertos se apiñaban y se empujaban unos a otros en su afán de robar para sí mismos el sagrado poder vivificador que fluía de los sanadores. Incansables, los muertos no dejaban de moverse; pasaban ante Goldmoon como un vasto y turbulento río, todos flotando en la misma dirección: el norte. A los que se agrupaban en torno a los sanadores no se les permitía permanecer mucho tiempo. Alguna voz no oída les ordenaba retirarse; alguna mano invisible tiraba de ellos hacia atrás, hacia la corriente.

El río de muertos varió el curso, fluyó en torno a Goldmoon. Los fantasmas alargaron las manos para tocarla, suplicándole que los socorriese con sus voces huecas y susurrantes.

—¡No! ¡Dejadme en paz! —gritó ella mientras retrocedía—. ¡No puedo ayudaros!

Algunos muertos pasaron ante Goldmoon al tiempo que lanzaban gemidos decepcionados. Otros se le acercaron más. Su aliento era gélido mientras que sus ojos ardían. Sus palabras eran humo y su tacto como ceniza que cayera sobre su piel.

Rostros sobresaltados la contemplaban. Rostros de seres vivos.

—¡Sanadora! —llamó alguien—. ¡Venid, aprisa! ¡La Primera Maestra!

La sanadora se acercó, muy nerviosa. ¿Habría hecho algo que hubiese ofendido a la Primera Maestra? No había sido su intención.

Goldmoon retrocedió, aterrorizada. Los muertos rodeaban a la mujer, se asían de sus brazos, tiraban de sus ropas. Los fantasmas se acercaron en tropel, rodeándola, intentando aferrar sus manos.

—Dánoslo... —suplicaban con aquellos terribles susurros—. ¡Danos lo que anhelamos...! ¡Lo que necesitamos...!

—¡Primera Maestra! —La voz de lady Camilla resonó a través de los siseantes murmullos de los muertos. Parecía muy asustada—. ¡Por favor, dejad que os ayudemos! ¡Decidnos qué os pasa!

—¿Es que no los veis? —gritó Goldmoon—. ¡Los muertos! —Señaló con el dedo—. ¡Allí, junto al bebé! ¡Y ahí, alrededor de la sanadora! ¡Y aquí, delante de mí! Los muertos nos están consumiendo, robándonos el poder curativo. ¿Es que no los veis?

Las voces gritaban alrededor de Goldmoon; voces de seres vivos. Ella no entendía lo que decían, sus palabras no tenían sentido. Le falló su propia voz y sintió que caía, pero no pudo hacer nada para evitarlo.

Se encontraba tumbada en una de las camas del hospital. Las voces seguían gritando. Abrió los ojos y vio los rostros de los muertos, rodeándola.

28

El edicto

El general Medan rara vez visitaba su cuartel general de Qualinost. Construido por humanos, el fuerte era feo, feo a conciencia. Bajo y cuadrado, hecho de piedra arenisca gris, con rejas en las ventanas y puertas pesadas y reforzadas con bandas de hierro, el fuerte era feo a propósito, con intención de que resultara un insulto a los elfos y para dejar muy claro quién mandaba allí. Ningún elfo se acercaba a la construcción por propia voluntad, aunque muchos habían visto su interior, en especial el cuarto localizado a gran profundidad bajo tierra y al que eran llevados cuando se daba la orden de que se los sometiera a interrogatorio.

El gobernador militar había desarrollado un inmenso desagrado hacia aquel edificio, casi tan grande como el que sentían los elfos. Prefería ocuparse de las tareas en su casa, donde su zona de trabajo era una sombreada enramada por la que se colaba el sol. Prefería oír el canto de la alondra a los alaridos de los prisioneros torturados; prefería el aroma de sus rosas al olor de la sangre.

El infame cuarto apenas se utilizaba ahora. Los elfos de quienes se sospechaba que eran rebeldes o aliados de los rebeldes desaparecían como las sombras cuando el sol se oculta detrás de una nube antes de que los Caballeros de Neraka pudiesen arrestarlos. Medan sabía muy bien que se lo estaba sacando de la ciudad de algún modo, tal vez por túneles subterráneos. Antaño, cuando le fue encomendada la tarea de gobernar una nación ocupada, habría removido Qualinost de arriba abajo, habría ordenado excavar, habría mandado que los Caballeros de la Espina buscasen algún rastro de magia, habría dispuesto que se torturara a cientos de elfos. Ya no hacía nada de eso; se alegraba de que sus caballeros arrestaran a tan pocas personas. Había llegado a detestar las torturas y la muerte tanto como había llegado a amar a Qualinesti.